Siempre

“Mariluna”, de Ángel David Castro Mejía

“Tras el agotamiento viril de cada hombre, Mariluna encendía un cigarro en espera de un nuevo amante nocturno...”
30.04.2024

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Sentada frente al tocador, contemplaba embriagada de ego su reflejo; y el halo de luz que rodeaba el mueble divinizaba su maquillaje de faraona. Cada noche sabatina elegía un tema distinto de entre el vasto catálogo de fantasías eróticas. Su diestro talento había conseguido despertar de nuevo a la vida a Marilyn Monroe y traer del pasado a una Madonna con velo blanco, como también hizo descender desde el Olimpo a Afrodita. Pero esa noche encarnaba la grandeza de Cleopatra.

—¡Mariluna¡ ¡Cliente! —la voz escandalosa de “La Señora” la hizo escapar del trance, dio un salto de su silla y ajustó su faldita de lentejuelas doradas —.

La vieja contaba dinero en el pasillo. Tres damas cuarentonas esperaban sentadas en un sofá roído, fumando y bebiendo vodka; sumergidas en un silencio cómplice por odio hacia su compañera. La chica envuelta en alhajas brillantes ni siquiera volteo a ese triunvirato, aunque sentía en su espalda los proyectiles de sus miradas de repudio.

Esparció en su cuello una réplica de Chanel #5 e inhaló y exhaló una bocanada de aire para refrescar sus pensamientos. “Espero no sea ese orangután”, pensó, mientras caminaba hacia la cortina translúcida. Cada paso era más seguro, pues al cruzar el umbral su profesionalismo le obligaba a dejar sus ascos tras bambalinas.

Al fin la personificación de la última reina de Egipto hizo su majestuoso acto de presencia, acercándose cauta y con cierta elegancia felina hacia la habitación ocupada por un hombre semidesnudo que le esperaba tendido en una cama. Cerró la puerta tras de sí.

Ya estaba contorsionándose sobre su cuerpo febril cuando la luz cálida y tenue de la lámpara hizo brillar un anillo en su dedo. “Casado el maldito”, pensó, dibujando una oscura sonrisa que con su labial negro enfatizó el asomo de una depravación profunda. Se propuso redoblar la calidad de sus técnicas de seducción, motivada por alguna extraña razón que comprendía vagamente, pero que le provocaba cierta sensación de placer. Pues ya no se sentía como el genio a las órdenes de un amo, creía ser era el mismísimo deseo materializado.

El incienso de sándalo flotaba en hilos visibles y penetrantes, envolviendo el cuarto con una atmósfera mística y sensual, como una especie de antecámara afrodisíaca digna para el alto funcionario del Gobierno que ahí se encontraba.

Tras el agotamiento viril de cada hombre, Mariluna encendía un cigarro en espera de un nuevo amante nocturno. En una improvisada sala de estar, consumía su tiempo paseando una mirada triste por entre los maniquíes y los pósteres de modelos, e imaginando cómo se vería en uno. En torno a estas fantasías, alimentadas por los efectos de alguna droga, ella creaba una dimensión en su cabeza; un mundo paralelo donde su oficio era otro y su consciencia residía en otro cuerpo...

— ¡Antes agradezcan que aquí duermen, no jodan! —bajaban estas palabras desde algún lado del segundo piso— ¡Pura envidia, porque ya nadie da un peso por ustedes! ¡Así que se callan o se van! —sentenció La Señora con su voz agria, fermentada por los años.

Mariluna sonrío con victoria y fue a retocar su maquillaje para atender el siguiente encuentro: un hombre entrado en años, rico y de actitud hidalga, quien ya conocía muy bien a la maestra del disfraz. —Preciosa, la última vez que nos vimos usabas una cofia, ¿verdad? — ¡Ah no! Eras una geisha —se adelantó a corregir— ¡Cómo olvidarlo! ¿Era un quimono rojo? Mariluna asintió amable con una sonrisa.

Aquella faena nocturna llegaba a su fin, pues comenzaba a aclarar el cielo, y el mal llamado “El Gremio de las Putas” debía vestirse con la fachada de Academia y Salón de Belleza.

Una mano tímida abría la puerta principal, y del interior salió un chico de cabello rubio y rasgos andróginos. Espió furtivo a ambos lados de la calle y apresuró su paso con dirección al punto de taxis. Iba dejando a su paso estelas de un aroma dulce que se fundía con el rocío de la madrugada; eran notas de sándalo y Chanel: un aroma a faraona.

Por medio de su obra, Ángel Castro se llevó el máximo reconocimiento del XIII Concurso de Cuentos Cortos Inéditos “Rafael Heliodoro Valle” de EL HERALDO.