Bajo los fuertes rayos del sol y soportando los dolores de cuerpo que le han dejado sus largos 78 años de vida, don Dionisio Ramírez camina por todo la capital hondureña empujando una carreta de helados para poder comer y cubrir sus necesidades diarias.
Desde muy tempranas horas de la mañana el humilde hondureño se coloca su gorrita azul, sus tenis del mismo color y su mudada un poco desgastada pero muy limpia, y emprende un largo camino tocando las campanitas de su “troquito” para llamar la atención de las personas y así poder vender su producto.
EL HERALDO fue en busca de este ejemplar ciudadano y, tras una larga hora de exploración, en una esquina de la colonia Altos de Toncontín, al sur de la ciudad, vimos una carretilla de helados. Sin dudarlo nos bajamos del vehículo para confirmar si era la de don “Mincho”, como popularmente lo conocen.
Nos acercamos a preguntar, sin embargo, nadie nos dio respuestas, pero dos minutos después, a una cuadra del lugar, vimos salir de una pulpería a un anciano con su cuerpo encorvado, los ojos tristes y los parparos caídos, caminaba a un paso lento pero seguro. En su mano derecha traía una semita de arroz y en la otra un pequeño refresco.
Se nos acercó, nos vio inmediatamente y nos lanzó una sonrisa de esas imborrables –y al mismo tiempo melancólicas- que reflejan un interior lleno de tristeza, soledad y una vida dura.
“Hola, ando comprando mi almuerzo”, saludó el humilde señor, dibujando otra sonrisa en su rostro en el momento que le pegaba una feroz mordida al pan que saciaría su hambre por el resto que le quedaba del día.
Tomó su cochecito de helados y comenzó a sonar las cuatro campanitas que adornaban su agarradero… ¡sí!, esas campanas por las que en la niñez uno salía corriendo con un lempira en la mano para degustar un rico y refrescante cono junto a los amigos. ¡Uuufff, tiempos aquellos!
“Antes era mejor el negocio, todo era más barato, no había mucha competencia, pero ahora es difícil, casi ya no se vende. A veces regreso con todo el producto a pesar de caminar y caminar por todos lados”, manifestó don “Mincho” mientras se limpiaba las gotas de sudor que recorrían su frente.
“Tengo más de 20 años de estar en esto, pero ahora vender estos helados no ayuda mucho porque hay días que da, hay días que no, pero con la ayuda del Dios altísimo, hay vamos pasando”, acotó el adulto mayor mientras guardaba otra vez el refresco.
Eran las 2:40 de la tarde y el imponente sol seguía rebotando sus fuertes rayos en la piel arrugada y quemada de don “Mincho”, los clientes todavía brillaban por su ausencia y el camino estaba más solo que el viejo oeste en plena tormenta de arena.
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“Una vez aquí me asaltaron, unos muchachos me dejaron sin nada, pero gracias a Dios no me hicieron daño. Allá por El Pedregal sí que me han asaltado varias veces, me quitan hasta las paletas, pero yo se lo dejo todo en las manos de Dios”, recordó el abuelito.
En el olvidoAl parecer la soledad de don “Mincho” no solo la vive en la calle, sino que también en el humilde cuarto que alquila en la colonia Altos de Loarque, donde la única visita que recibe la hace cada 30 días la arrendataria para cobrar su mensualidad.
“Yo tengo hijos, pero ellos solo me llaman una vez allá a las cansadas, a mí quienes me ayudan son los hermanos de la iglesia, ellos me dan mis cositas para poder pasar”, relató el pobre señor.
20 añosTiene don Mincho de vender helados |
Las campanitas nuevamente sonaron y esta vez sí salió un cliente y don “Mincho” pudo realizar la primera venta del día. Sonrió por tercera vez, dijo sentirse bendecido y guardó en la bolsa del pantalón los 20 lempiras que le intercambió el comprador por una paleta rellena de chocolate.
El tiempo transcurría rápidamente, para nosotros la visita a este noble hombre ya había terminado, pero para él el día apenas comenzaba y aún tenía un largo camino por recorrer.
Este humilde soñador se despidió de nosotros dándonos bendiciones y agradeciéndonos por la entrevista, sin saber que nosotros éramos los agradecidos por habernos dejado escuchar su triste pero admirable historia.
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