Todas las conquistas militares de los imperios han sido bárbaras, y el propósito siempre ha sido el de asegurarse territorio y explotar económicamente los bienes del invadido, aunque detrás haya el cínico pretexto de las evangelizaciones o el de las armas de la destrucción masiva.
España conquistó América con la espada, la pólvora, los caballos, las enfermedades, el evangelio... pero también la conquistó con la cultura y su instrumento más poderoso: la lengua.
Ya es un lugar común citar a Neruda, pero nadie lo ha expresado mejor que él: “Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes… el idioma.
Salimos perdiendo… Salimos ganando… Se llevaron el oro y nos dejaron el oro… Se lo llevaron todo y nos dejaron todo… Nos dejaron las palabras”.
La otra conquista
Con esas palabras nos conquistó también Quevedo, Lope de Vega, Garcilaso, Cervantes y tantos otros españoles que nada tuvieron que ver con la bárbara conquista. Sin ellos no hubiéramos tenido a una sor Juana Inés de la Cruz, a un Andrés Bello o a un Rubén Darío, todos ellos magníficos conquistados y hechizados por la lengua española.
A Darío, ese genio inquieto, le aburrió la leche materna de España y se dejó seducir por el vigor, el colorido y la música del simbolismo francés. Darío conquistó a la América española y a España con el modernismo, y sin él no hubiera sido posible una Gabriela Mistral, un Miguel Ángel Asturias o un Gabriel García Márquez.
Miguel de Cervantes quiso venir a América, pudo haber sido corregidor en alguna de colonia o incluso haber aspirado a virrey. Afortunadamente se centró en escribir “El Quijote” y con ello no solo conquistó nuestra literatura, sino que abarcó la condición humana universal e hizo de la lengua española una de las más hermosas y ricas del mundo.
La imagen de “El Quijote” es similar a la del conquistador: espada, armadura, yelmo, botas de combate, pero este triste personaje de Cervantes no mata una mosca; es un caballero de las grandes causas perdidas, el protagonista de una historia de amor y el héroe noble que busca socorrer al mundo de monstruos y de injusticias.
Así es como Cervantes conquista el corazón del mundo desde la lengua, desde el lenguaje que desprende belleza y cuyo único interés es demostrarnos que con la literatura la vida es más llevadera, que aunque no podamos evitar a la muerte por lo menos podemos reírnos de ella.
Celebrar a Cervantes es celebrar el idioma que él exaltó. Pero debemos hacer del Día del Idioma todos los días, cada vez que hablamos o escribimos. No basta con un concurso de ortografía al año en las escuelas, o con un mural sobre el “Caballero de la triste figura”.
Para conquistar con la lengua debemos conquistar también la lengua misma, quizás no con la misma ambición y devoción de Cervantes; pero sí con el interés de adentrarnos en lecturas constructivas.
El hablar bien y el leer bien se corresponden, consecuentemente adquirimos mayor capacidad para reflexionar y para no dejarnos sorprender por aquellos que hacen de la palabra un instrumento de engaño y manipulación.
Cada vez que un periodista o un político se dirigen a un público deben saber que tienen por igual una responsabilidad social y que el hablar o el escribir bien comporta también un prestigio o un desprestigio como comunicadores.
Somos testigos de una época atroz, estamos rodeados de monstruos disfrazados de molinos de viento y de falsos profetas que intentan curarnos del hechizo de la palabra que seduce, que embellece y que prestigia la lengua. Los enemigos de la poesía acechan por doquier, andan por ahí apestando la tierra.