SERIE 1/2
El hombre avanzó un poco más entre los troncos de pino y se ocultó detrás de unos arbustos. Era la tercera vez que se agachaba para defecar. Los retortijones lo dejaban en paz solo unos minutos y luego volvían con más fuerza.
Algo había comido o bebido que le provocó una infección intestinal severa, pero él no iría a un médico. No tenía ni tiempo ni dinero. Si la diarrea se quitaba sola, era por gracia de Dios. Si no se le quitaba, era la voluntad de Dios.
Necesitaba trabajar. En su casa solo había tortilla con sal para comer y tenía que llevar leña para venderla y así poder comprar frijoles y arroz para “salvar el día”. Pero aquel sería un día difícil.
Más allá, mordisqueando la hierba, sus dos perros, casi tan flacos como él, esperaban. La diarrea no es cosa de juego y él ya empezaba a desesperarse.
A lo lejos, los pinos cerraban el bosque entre piedras altas y arbustos enanos, y más allá, bajo el cielo azul del verano, varios zopilotes volaban en círculos dejándose llevar por el viento.
Pero, en un momento como aquel, ¿a quién podía importarle el paisaje, el cielo azul y tres zopilotes holgazanes? La diarrea es como la mujer celosa.
Desespera hasta al más tranquilo de los hombres. Sin embargo, este no era el principal problema de aquel hombre: se le había acabado el periódico y a su alrededor no había piedras con qué limpiarse; para colmo de males se había salpicado los zapatos y el ruedo del pantalón. No en vano los abuelos le decían “pringa pie” a la diarrea.
Asqueroso
Las moscas, que solo Dios o el diablo podían saber de dónde habían salido, empezaban a zumbar al final de su espalda y las más atrevidas le habían dado dos o tres mordiscos. Sin embargo, aquello no era todo.
De pronto, los perros empezaron a ladrar y a gruñir entre sí. Uno de ellos llevaba algo en el hocico y lo arrastraba por el suelo tratando de alejarse de su compañero. Este le había dado dos tirones fuertes y le había quitado un pedazo pero el otro, egoísta como todo aquel que tiene hambre, dejó su parte y se lanzó hacia adelante para recuperar el pedazo perdido.
Fue en ese momento que el hombre, que no sabía cómo resolver sus propios problemas, vio a los perros agarrados de las greñas y lo que descubrió en el hocico de uno de ellos estuvo a punto de sacarle el corazón por la boca. ¡Era la cabeza llena de gusanos de un niño!
El hombre dio un grito, quiso levantarse, agarró el pantalón con una mano y dio un paso hacia atrás, pero, aterrado, perdió el equilibrio, dio varios pasos y cayó hacia adelante.
A unos diez metros de él estaba el hoyo que los perros habían escarbado. Cuando se puso de pie llamó a los animales, los amenazó con una vara y estos dejaron de pelear, aunque siguieron enseñándose los dientes.
La cabeza del niño quedó sobre una alfombra de agujas secas de pino. Más allá estaba lo que parecía un brazo ya sin mano.
El hombre se olvidó de la diarrea. Ahora, el corazón le palpitaba más de lo que le rugían los intestinos, y tenía miedo. Con paso vacilante se acercó a la fosa y, de pronto, se llevó una mano a la boca: allí estaba una pierna, parte del tronco y una nube de moscas que revoloteaban sobre un mar de gusanos.
Algo parecido al mareo le nubló la vista y estuvo a punto de caer otra vez. Vio hacia el cielo y se dio cuenta que los zopilotes ahora volaban más bajo.
¿Qué podía hacer? ¿A quién avisarle? Y, si llamaba a la Policía, ¿no tendría problemas? Para empezar, estaba en aquel terreno, que era propiedad privada, “sacando” leña sin permiso.
Para seguir, no confiaba mucho en los policías. ¿Y si estos lo acusaban de haber enterrado allí al niño?
En su casa no había comida, tenía que llevar leña para vender y así poder comprar comida.
Y, ¿si enterraba la cabeza y se quedaba con la boca cerrada?
Estaba solo en la montaña, los perros no iban a decir nada y él podía ir a buscar leña a otra parte. Pero los perros, sus propios perros, eran como Judas: traidores. Habían recuperado la cabeza y ahora corrían, uno detrás del otro, hacia la carretera. Entonces, él corrió también.
DNIC
“Yo estaba haciendo mis necesidades cuando vi que los perros se estaban peleando por algo –les dijo a los agentes–; era por eso”.
El niño, porque se trataba de un niño pequeño, tenía al menos una semana de haber sido enterrado. No sería mayor de seis meses de edad y, en opinión del forense, tal vez no se sabría nunca la causa de muerte.
“¿Cuántos niños de entre cuatro y ocho meses de edad tenemos reportados como desaparecidos?” –preguntó uno de los agentes a un compañero.
“Es cosa de averiguarlo” –respondió este.
“Lo enterraron vestido y envuelto en una sábana blanca –agregó el agente–, lo que nos dice que quienes lo trajeron hasta aquí tenían algún sentimiento por él…”
“Tanto lo querían que lo mataron”.
“Pudo ser un accidente” –replicó el agente.
“Y lo enterraron en secreto para evitarse problemas con la Policía o para ahorrarse los gastos del ataúd”.
El agente fulminó con la mirada a su compañero.
“Creo que este niño murió cerca de aquí –agregó–. Esta me parece una ropita pobre y una mantilla pobre, el niño estaba descalzo y no creo que hayan traído a la criatura hasta aquí en carro… A alguien de los alrededores le hace falta un niño; de eso estoy seguro”.
“¿Qué vamos a hacer?”
“Primero, confirmar si tenemos un niño de esta edad desaparecido…”
“Y, ¿si no?”
“Vamos a usar la inteligencia”.
“¿La inteligencia policial?”
El agente miró a su compañero, sonrió y dijo, tocándose con la yema de un dedo la sien derecha:
“Existe, aunque no lo creás”.
Alguien sacudió con fuerza la cabecita |
Investigación
En la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) nadie había reportado la desaparición de un niño de aquella edad. En opinión del forense, tenía una semana de muerto, o, lo que era lo mismo, una semana de desaparecido. Y sí pudo conocer la causa de muerte. Tenía las vértebras del cuello rotas.
“Alguien sacudió con fuerza la cabecita del niño y lo mató –dijo el detective–. Puede que se trate de un accidente… Puede que se trate de un acto de violencia deliberada contra un inocente…”
“Se han visto casos” –dijo uno de los agentes.
“Pero vamos a encontrar al asesino”.
“O asesina”.
El detective levantó una mano y movió hacia arriba y hacia abajo varias veces el índice, y dijo:
“Eso, eso, eso”.
Inteligencia
¿Qué seguía ahora? Aunque los detectives desearan con todas sus fuerzas resolver el caso, estaban en un callejón sin salida. Nadie denunció la desaparición de un niño de esa edad en aquellos días y no tenían por dónde empezar.
De lo que estaban seguros era de que el niño había sido asesinado y que el crimen había sucedido cerca de donde lo enterraron.
“Estaba a unos cien metros de la carretera –dijo el agente a cargo del caso–, y creo que quien lo enterró conoce bien la zona. Además, estaba apurado porque hizo la fosa poco profunda y cerca de la carretera”.
“Quizás sea el asesino”.
“O su cómplice”.
“¿Y la madre?”
“Está muy comprometida con la muerte del niño, de eso no tengo duda… A menos de que también esté muerta”.
“Y ¿si la asesina es ella?”
“Es posible… Aunque me gustaría saber qué opina el padre”.
“Y ¿si no tiene padre?”
“Tal vez un padrastro”.
“Entonces el padrastro podría ser
el asesino”.
“Es posible…”
“Y la madre debe estar bajo amenaza…, si no es que está muerta…”
Siguió un momento de silencio.
“Entonces –dijo el agente, poniéndose de pie–, es hora de ponerse a trabajar…”
“¿Qué vamos a hacer?”
“Vamos a visitar la zona, a platicar con los informantes y a hacer algunas preguntas… Un grupo va a trabajar en la colonia El Sitio, otro en la aldea El Chimbo y un tercero va a llegar hasta Santa Lucía.
Quiero que dos de ustedes vayan al Materno Infantil y me traigan los nombres de las mujeres que parieron en los últimos ocho meses, pero solo las que llegaron desde esta zona… Y otros dos van al Seguro Social de La Granja… Algo vamos a encontrar, ya van a ver…”.