Crímenes

Grandes Crímenes: La penitencia (segunda parte)

01.07.2017

SERIE 2/2

+Lea la primera parte de esta historia aquí

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

A Luis Zelaya lo encontraron muerto a orillas del río Guacerique, cerca de la colonia Divanna, en Comayagüela. Era un expolicía.

Lo torturaron y, en opinión del forense, se desangró a causa de las múltiples heridas. Pero Luis no tenía enemigos y, aunque hacía dos años mataron a una mujer que se relacionaba con él, se supone que nada tenía que ver una cosa con la otra…

DNIC

“¿Qué relación puede tener la muerte de Lucy, la esposa del compañero de patrulla de la víctima, con su muerte?”

Esta pregunta se la hicieron los detectives una mañana en la que analizaban el caso, tratando de encontrar alguna pista que los ayudara a descubrir a los criminales.

“Eso fue hace dos años” –dijo uno de los agentes.

“¿Sabemos cómo reaccionó Luis ante el crimen?”

“Solo que se hizo cargo de los gastos fúnebres…”

“Como policía que era, y como amigo del viudo, ¿hizo alguna gestión para que el crimen no quedara impune?”

“Nada. En el expediente del caso no hay nada que se refiera a alguien como él que anduvo buscando información o presionando para que hallaran al asesino”.

“Eso me parece un poco raro”.

“¿Por qué?”

“Pues, no sé… Pero si es buen amigo del esposo y si el esposo no puede venir a la DNIC a averiguar como va la investigación del caso de la mujer, entonces, lo más lógico, es que viniera él, a quien el amigo le recomendó a su familia… ¿No les parece lógico?”

“Sí, pero nunca vino…”

“¿Quién llevaba el caso de la mujer?”

“Ahora está asignado a La Ceiba… pero dice que nunca llegó nadie a averiguar cómo iba el caso, ni parientes, ni marido ni amigos…”

“Una pregunta –dijo el detective a cargo–, ¿sabía el esposo que su amigo y su mujer eran amantes?”

“Pues, parece que no…”

“¿Por qué?”

Uno de los agentes abrió una carpeta, sacó una hoja mecanografiada y se le entregó. El detective leyó por un minuto.

La investigación

La información que había en aquella hoja tamaño oficio era el reporte de visitas al privado de libertad Pedro XX. En los seis meses después de la muerte de la esposa, Luis Zelaya lo visitó en la penitenciaría once veces, luego, se retiró dos meses y regresó para hacer visitas más frecuentes, hasta que, cinco meses antes de su muerte, las visitas cesaron.

“¿Y si Pedro supo que su mujer le pagaba mal con su mejor amigo, cinco meses antes de la muerte de este?”

El detective se había puesto blanco. Tenía una corazonada, como él dice.

“Mire, Carmilla –me dijo–, en esto de la investigación criminal llegan a fallar todas las teorías, los métodos, las ciencias y hasta Sherlock Holmes, si el detective no se deja llevar por la intuición… En todo caso criminal hay una causa y esa causa deja rastros, y esos rastros debe seguirlos el investigador de acuerdo a su propia lógica y sabiduría, olvidándose muchas veces de las teorías de piedra que le enseñan en la flamante Escuela de Investigación Criminal de la Policía, un elefante blanco que solo sirve para gastar dinero… El verdadero investigador se hace en la práctica, oliendo el crimen, conociendo el modus operandi y poniendo a trabajar su cerebro y su corazón…”

El hombre estaba entusiasmado. Es un apasionado de la investigación criminal y su archivo personal es una mina de casos que no deben quedar en el olvido porque son una muestra clara de que la vieja DNIC, a pesar de los pesares, era efectiva.

“Algo se vino a mi mente –añade el detective–, y me puse a pensar en el asesino”.

Hace una pausa y, tras varios segundos, prosigue:

“Mire, Carmilla –dice–, nosotros queríamos resolver el caso del policía Zelaya, pero no teníamos por dónde empezar, entonces nos metimos a escarbar en el caso de Lucy, y empezamos por preguntarnos ¿por qué iba disfrazado el asesino? Porque el pelo, la gorra, la chumpa y los anteojos eran un disfraz…

¿Desde dónde la siguió? Está claro de que estamos ante un crimen por encargo, pero, ¿quién deseaba ver muerta a aquella pobre mujer? ¿El marido? No, él no es sospechoso de esa muerte porque tenemos reportes que lo visitaba cada semana, le llevaba los niños, comida, ropa limpia y amor.

Si él hubiera sabido que lo traicionaba, no la hubiera recibido desde hacía mucho tiempo. La mujer fue asesinada un martes; el domingo anterior se despidió de él en la penitenciaría.

Sabemos que Pedro es un hombre de carácter fuerte, psicópata, dijo el psiquiatra forense, vengativo y cruel, pero es un buen padre y fue un buen marido. Si hubiera conocido la traición, no hubiera actuado de esa forma en contra de su mujer… La hubiera hecho sufrir”.

Aquí el detective se detiene, sonríe y exclama.

“¡Aquí fue donde mi corazonada fue más fuerte! –gritó.

“¿Por qué?”

“Porque Luis dejó de visitarlo cinco meses antes de que apareciera asesinado. Entonces, me pareció muy posible que Pedro se haya dado cuenta de la traición, y que se distanciaron… Con esa idea, fuimos a la penitenciaría”.

“¿Hablaron con Pedro?”

“No. Ese es un zorro jugado… Pero tenemos algunos informantes allí adentro, y supimos que los grandes amigos pelearon, discutieron y que Pedro escupió a Luis en la cara”.

“¿Por qué discutieron?”

“Nadie supo, pero sí les extraño el pleito porque se llevaban muy bien”.

“Eso fue cinco meses antes de la muerte de Luis Zelaya, ¿verdad?”

“Sí, días más, días menos”.

Sospechas

Cuando regresaron de la penitenciaría, los detectives traían algunas ideas en mente. Una de ellas era buscar en los archivos expedientes de muertes de jóvenes en el mismo día del asesinato de Lucy, o una semana después.

“Pero deben ser ejecuciones –les dijo el detective a sus compañeros–, o sean tipo ejecuciones, como mataría un militar o un policía, y las víctimas deben ser jóvenes. Allí tienen las declaraciones de los testigos de la muerte de Lucy y están las características del chavalo”.

“¿Por qué vamos a hacer esto?”

“Porque si lo que pienso es verdad, el autor intelectual de la muerte estaba obligado a deshacerse del asesino…”

“Y, ¿por qué la muerte debe ser tipo ejecución?”

“Porque andamos detrás de un policía” –respondió el detective.

“¿Un policía?”

“Sí”.

“¿Quién?”

“No me van a creer si se los digo”.

“Pero no encontramos nada –dice el detective–, nada; los crímenes de ese día y de esa semana, y de la semana siguiente, no tenían las características que buscaba… Y yo estaba seguro de que el que mandó a matar a la mujer tenía que deshacerse del asesino, estaba obligado a hacerlo porque más adelante podía ser un peligro para él”.

“Y, ¿si se trataba del esposo?”

“No podía ser… No sabía nada. Recuerde, Carmilla, que discutieron cinco meses antes de la muerte de Luis Zelaya, o sea, que podemos deducir que Pedro se dio cuenta de la traición hasta esa fecha, y lo repudió, escupiéndole la cara. Luis no volvió a visitar a su amigo”.

“¿Entonces?”

El agente sonríe.

“La Policía no es estúpida, Carmilla” –dice, agrandando su sonrisa.

Orden

El fiscal del Ministerio Público terminó de leer el expediente del caso del Policía Zelaya, levantó la mirada y le dijo al detective:

“Estoy de acuerdo con todo esto, pero, ¿si no lo podemos probar?”

“Al menos vamos a saber quien mató al policía”.

El fiscal dudó.

“Será una forma de presión –dijo el detective–; quiero confirmar mi teoría…”

“Recordá que ese hombre está condenado a veintidós años…”

“Va a salir en libertad cuando cumpla trece años, y ya le falta poco, se ha portado bien y parece que se ha rehabilitado…”

“Tal vez no es tan estúpido…”

“El miedo a quedarse treinta años más lo va a traicionar, y vamos a comprobar esta teoría”.

“Yo confío poco en lo que dice el informante… A veces inventan cosas para ganarse el favor de la Policía. Allí nadie va a hablar y si es cierto que alguien cercano a él dio la orden de secuestrar, torturar y matar al policía, vamos a tener dificultades para probarlo y más para acusar a este hombre”.

“Pero nada perdemos con intentarlo… Solo él, y únicamente él, tenía verdaderos motivos para vengarse de Luis de esa forma…”

“Lo que no entiendo es ¿por qué estás tan seguro de que fue él el que mató a la mujer?”

El detective hizo una pausa, dio vuelta a algunas páginas y se detuvo en una donde estaba pegadas dos fotografías.

“¿Ve estas fotos, abogado?” –Le preguntó al fiscal.

“Sí”.

“Es Luis Zelaya, en su uniforme de policía”.

“Y eso, ¿qué?”

“Fíjese bien”.

“¿Qué tengo que ver?”

“¿Qué aspecto tiene?”

“Es delgado, no muy alto, como un cipote…”

“Siempre fue así pero fuera de la policía engordó… Por eso no parecerá el mismo nunca…”

“¿Entonces?”

Trama

El detective sonrió, y había algo de triunfalismo en su rostro. El abogado no entendía el por qué de aquella sonrisa.

“Ellos eran amantes, ¿verdad?”

“Sí”.

“Ella salió de su casa una mañana, muy bonita, bien arreglada y con ropa interior sexi, incluso, bien afeitada su parte… Todo eso está en este expediente, el de la mujer… Supongo que si iba tan linda era porque iba a verse con su amante… En un hotel del centro, uno de los empleados reconoció a Luis Zelaya, y describió a la mujer, a la que reconoció por esta foto”.

El detective señaló una fotografía en el expediente. Era de Lucy.

“Dijo el empleado que un día, temprano, la muchacha llegó al hotel y esperó en el lobby, una salita pequeña, pero que esperó mucho tiempo y tuvo que irse porque el hombre nunca llegó. La vio salir del hotel y no sabía que la habían matado; lo supo hasta que yo le enseñé la foto.

Supongo que Luis estaba esperándola cerca del hotel, disfrazado, que la siguió de cerca, esperó que se subiera al bus, y le disparó hasta matarla”.

“¿Esto lo supo el viudo?” –preguntó el fiscal.

“Mucho tiempo después”.

“¿Cómo pudo enterarse si Luis Zelaya actuó solo?”

“Recuerde que aquel también es policía…”

“¿Lo supuso?”.

“Creo que Luis tuvo miedo de que su amigo se diera cuenta de la traición y por eso mató a la mujer, antes de que no pudiera controlar el asunto, y después de la muerte, siguió visitándolo como si nada”.

“Pero él lo supuso, ¿verdad?”

“Claro, después de que supo que la esposa le pagaba mal con él… Imaginó que él la mató y se vengó…”

Nota final

Pedro, con ojos serenos, escuchó la acusación, sonrió y se puso de pie.

“¿Para dónde va?” –Le preguntó el fiscal–. No hemos terminado”.

“Si ustedes tuvieran pruebas de todo eso, no estarían hablando conmigo, me hubieran capturado llevado ante un juez… Están perdiendo el tiempo”.

“Vamos a hacer el requerimiento fiscal”.

“¿Con qué? Mejor dejá de perder el tiempo, muchacho, y dejá en paz a la gente”.

Aquella visita sirvió solo para confirmar que hay buenos investigadores en la Policía.

¿Por qué?

Porque un año después, en otra investigación criminal, el detective esperaba para entrevistar a un reo al que estaban atendiendo en el hospital de la prisión. Cuando salía, Pedro entraba, tosiendo, con fiebre y con temblores a causa de una laringitis. Iba en busca de ayuda médica. Se detuvo al reconocer al detective, lo saludó y le dijo:

“¿Me permite decirle algo?”

“Sí, claro” –le contestó el agente.

Pedro caminó alejándose un poco de la gente, se acercó al detective y le dijo algo al oído.

Ustedes son buenos –le dijo–; son muy buenos detectives, pero a veces sí se les va el chancho con mazorca”.

Luego sonrió, le dio la mano, y entró al hospital.

+Crímenes: La penitencia (primera parte)