SERIE 1/2
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres
y se omiten algunos detalles.
A Remberto lo mataron una madrugada fría de febrero. Había salido temprano para su trabajo, como todos los días y, como todos los días, también le había prometido a su mujer que si regresaba y la encontraba otra vez en la calle “le iba a sacar los dientes a verg… para que aprendiera a respetar las decisiones de su hombre”.
“¡Ah! –le gritó, desde el umbral de la puerta–, y andá denunciame otra vez para que veás como te voy a picar la lengua… A vos y a esos fiscales hijos de p… me los paso por los…”
Nina, de escasos treinta y cinco años, parecía tener cincuenta, aunque conservaba algo de su antigua hermosura. No muy alta, rellenita, de rostro agradable y ojos miel bien podía darse otra oportunidad, pero era esclava del miedo que le había sembrado aquel hombre en el corazón.
Lo conocía desde hacía quince años, cuando su esposo, un comerciante de pan, murió en un accidente de moto y él, como policía, le ayudó en aquel momento tan difícil. Ella solo tenía veintiún años, una hija recién nacida y el dolor que le dejaba la muerte de su marido.
Pero Remberto fue bueno. Le regaló algo de dinero para ayudarle con los gastos fúnebres, fue a la morgue a agilizar la entrega del cuerpo, con unos amigos llevó el cadáver hasta la casa en una patrulla y en un ataúd que compraron entre ellos, y se quedó toda la noche en la vela “por si se ofrecía algo”.
Es más, con sus propias manos ayudó a cavar la tumba en el cementerio Divino Paraíso.
Nina, agradecida, lloró en su hombro y, poco tiempo después, le entregó su amor, pero, también, mucho más que eso: su voluntad. Nina se convirtió en la esclava de su nuevo marido. Hasta que lo mataron, aquella madrugada fresca de febrero.
Remberto
Medía más de ciento ochenta y cinco centímetros y pesaba doscientas libras de puro músculo y hueso, fue miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército y se había hecho policía, hasta que le dieron de baja por “indisciplinado”.
Trabajaba como guardaespaldas y vivía como si estuviera en guerra con el mundo. Dos de sus excompañeros dijeron durante el velorio que “murió como merecía”.
“Aunque era un buen soldado –dijo uno de ellos–, estaba loco, no le tenía miedo a nada y en los cursos era más arriesgado que todos”.
“¿Tenía enemigos?” –le preguntó uno de los agentes de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).
El hombre sonrió.
“La pregunta no es si tenía enemigos… Es, ¿cuántos enemigos tenía?”
“¿Sabe usted por qué pudieron matarlo?”
“Mejor diga ¿por qué no iban a matarlo? Este man tenía clavos por todas partes”.
Nina, llorando en una esquina, vestida de negro, cuidaba el ataúd.
“Aunque me pegaba yo lo quería –murmuraba–. Malditos los que me lo mataron”.
Sombras
A Remberto lo encontró una mujer que iba al molino con una enorme paila llena de maíz en la cabeza. Estaba tirado en las gradas del callejón, tendido con la cabeza hacia abajo, sobre un charco de sangre que corría casi hasta la calle.
“Casi boto el maíz del susto –dijo la mujer–, y eso sí que hubiera sido una desgracia para mí… ¿No ve que vivo de hacer tortillas?”
El agente de la DNIC le dedicó una sonrisa comprensiva.
“Puse la paila a un lado y lo toqué con la punta del pie –añadió ella–, pero no se movió… ¡Eso sí! Todavía estaba caliente. Yo lo sentí porque andaba en chancletas”.
“¿Vio algo más, señora?
“¿Cómo qué o de qué?”
“¿Vio a alguien más cerca del lugar?”
“No… No vi a nadie. Estaba yo sola con el finado. Pero mire, primero me dio el susto, pero después fui valiente, lo toqué y me agaché para ver quien era… Yo creo que hasta me llené de sangre… Como estaba oscuro, más bien adiviné que era Beto, el marido de Nina, porque era el único hombrote que teníamos en la cuadra… Y así era”.
Agente
A Remberto lo atacaron por la espalda, de eso no había dudas. Y, en opinión del agente a cargo del caso, al menos dos eran los asesinos.
El forense dijo que tenía seis heridas de cuchillo en la espalda, tres de ellas potencialmente mortales. Y luego sugirió una hipótesis: las primeras dos heridas fueron leves.
Aunque el cuchillo penetró en la piel, se encontró con una costilla y resbaló, causando una herida superficial de tres pulgadas, que sangró mucho.
Siendo como era, un hombre entrenado para sobrevivir a cualquier ataque y capaz de matar con un solo puñetazo, algo más tuvo que pasar para que Remberto no reaccionara ante aquellas heridas realmente insignificantes, y se defendiera como bien sabía hacerlo.
“Era de las Fuerzas Especiales –dice el agente–, y es extraño que se dejara matar así como así…”
“Lo que pudo haber pasado –dice otro– es que lo agarraron por sorpresa, él iba bajando las gradas, y son unas gradas muy empinadas.
Creo que en el primer momento perdió el equilibrio y cayó hacia adelante, lo que aprovecharon los asesinos para caerle encima y herirlo varias veces más.
El forense dijo que le perforaron un pulmón y que el cuchillo tocó el corazón al menos una vez”.
“Hay que tomar en cuenta que no tenía golpes en la cabeza, que pudieran darle los asesinos para inmovilizarlo, y que el golpe y los raspones que tenía en la cara se los hizo cuando cayó sobre las gradas, que son de cemento y grava”.
“Sabemos que tenía enemigos y que muchos tenían motivos para desear su muerte, pero lo que no nos pareció lógico era que lo mataran de aquella forma, a puñaladas y por la espalda, como si los asesinos hubieran tenido miedo de atacarlo de frente, seguros de que estaban ante una fiera y, seguros también, de su propia debilidad. Me refiero a la debilidad de los asesinos”.
“¿No pudo ser uno solo?”
“No, Carmilla –responde el agente–, a menos de que hubiera andado dos cuchillos. El forense dijo que las heridas eran diferentes y que estaba seguro de que se usaron al menos dos armas cortopunzantes para asesinarlo”.
“¿Encontraron huellas en la escena del crimen?”
“Muchas. Huellas de zapatos, de tenis, de chancletas… ¡En fin! Los curiosos invadieron la escena apenas la mujer que descubrió el cadáver dio la alarma… Es más, Nina, la esposa, abrazó el cuerpo y contaminó la escena”.
Investigación
El agente hizo una pausa, revisó algo en el expediente del caso, marcó algo con un lápiz y después dijo, cerrando el fólder:
“Una de las preguntas que nos hicimos fue: ¿Quiénes? O sea, ¿quiénes eran los asesinos? Teníamos muchos ‘por qué’, ya que él no era muy querido, y conocíamos el ‘cómo’. Pero teníamos que respondernos: ¿Quiénes?”
Para empezar, los detectives analizaron el ataque. Las primeras heridas, si es que el forense estaba en lo cierto, fueron “débiles”, o sea que no tenían la fuerza suficiente para causar un daño grave. Los detectives se detuvieron aquí.
¿Por qué las primeras heridas no fueron mortales?
Quizás por la posición de la víctima respecto del atacante. Remberto era alto y el cuchillo entró de arriba hacia abajo justo a un centímetro del omóplato izquierdo, pero resbaló al chocar en una costilla. Era de suponer que el atacante no era muy alto, pero tenía la ventaja de las gradas.
Remberto bajaba y él estaba una o dos gradas más arriba que él. Pero el atacante, esto es, el primer atacante, pudo estar nervioso y por eso falló el golpe.
Sin embargo, el segundo asesino, al ver que Remberto perdía equilibrio, cayó sobre él, no lo dejó levantarse del suelo y lo acuchilló con fuerza. Esto se deduce porque las heridas mortales eran diferentes y fueron hechas con otro cuchillo.
Hasta aquí, todo parecía ir bien.
Ahora, ¿cómo eran los asesinos?
Estaba claro que buscaban la muerte de Remberto, pero no se notaba odio o ira en la forma en que lo mataron. Lo acuchillaron, lo dejaron por muerto y se fueron. Seguramente conocían sus movimientos, sabían que salía temprano de su casa, lo vigilaron esa madrugada y aprovecharon las sombras para atacarlo. Pero no se ensañaron con el cadáver. Y, ¿por qué matarlo con cuchillo?
“Tal vez no tenía acceso a un arma de fuego –responde el detective–, y esto nos pareció extraño porque en esa zona las armas de fuego se consiguen en cualquier esquina. Si tenían planeado matar a Remberto y conocían lo peligroso que era, lo más lógico de suponer es que debían conseguir una pistola o un revólver, o hasta una chimba, y matarlo a balazos, pero está claro que lo que tenían a su alcance los asesinos eran dos cuchillos”.
El agente hace una pausa, abre de nuevo el expediente, lee algo por varios segundos, y agrega:
“Y suponemos que eran cuchillos viejos, o con mucho uso, porque las heridas, vistas con lupa, tenían algunas deformidades. De lo que sí estuvimos seguros fue que los asesinos afilaron los cuchillos con mucha dedicación, haciéndoles una punta aguda que entrara en el cuerpo sin dificultad”.
“¿Pudieron ser cuchillos nuevos?”
“Es posible y pudieron afilarlos con paciencia, pero tal vez no hubieran dejado surcos irregulares en las heridas”.
El agente hace una nueva pausa, adopta un aire diferente y explica:
“Hay que aclarar, para que la gente lo sepa, que la investigación criminal, por muy científica que sea, no es un evangelio, y que es infalible. Nos basamos en suposiciones a partir del análisis y el estudio de los detalles, por muy pequeños o insignificantes que parezcan…, hacemos entrevistas, elaboramos perfiles de la víctima, y unimos cabos…
Por eso, quiero aclarar que podemos equivocarnos y, a pesar del entusiasmo que ponemos en la investigación, a veces podemos ir por el camino equivocado, pero solo es a veces… En la mayoría de los casos, nos va bien, sencillamente porque el criminal deja su firma en la escena del crimen, deja su personalidad y en la forma en la que mata nos dice por qué mató… Es una carrera apasionante”.
El agente sonríe, como si no deseara descubrir más secretos de su trabajo, y concluye:
“Se va a sorprender de lo que descubrimos en este crimen. Ya va a ver”.
Continuará la próxima semana...