Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres
SERIE 2/2
Lea aquí: 'Haciendo Justicia' (Primera parte)
Una mujer llega a las oficinas de la DNIC en El Ocotal, Francisco Morazán, buscando a un agente de homicidios. Dice que “quiere vengarse de él” porque la involucró en un crimen que no cometió. Pero el agente ya no trabaja en la Policía de Investigación. Un oficial le ayuda y ella le cuenta su historia, pero mantiene vivos sus deseos de venganza…
Detective
“Señora –dijo el agente–, a la mujer la encontraron muerta en su casa y dos vigilantes de la colonia le dijeron a la Policía que su carro estuvo estacionado al frente entre las siete y ocho de la noche”.
“Sí –dijo la mujer–, eso dijeron los vigilantes pero nadie me vio en la casa ni en la colonia… y hay muchos carros iguales en la ciudad”.
El detective esperó unos segundos antes de contestar.
“Tiene razón –dijo, al fin–, pero resulta que no solo la acusó de ese crimen el testimonio de los vigilantes…”
La mujer se movió inquieta en su silla.
“Usted se refiere al cuchillo, ¿verdad?”
“Sí” –musitó el detective, como hablando consigo mismo.
Belinda sonrió, y había algo de desprecio en su sonrisa.
“Dígame una cosa –le dijo el agente–, ¿hace cuánto está usted en libertad?”
“Un mes exacto”.
“¿Le dieron libertad condicional?”
“Así es”.
Siguió a esto una nueva pausa.
“Y, por lo que me ha dicho que pretende hacer con el agente que investigó su caso, no le importa volver a prisión”.
La mujer arrugó los labios.
“Ya lo perdí todo” –exclamó.
“¿Y sus hijos?”
“Mi ex esposo se los llevó para Canadá… Allá viven”.
“¿No le gustaría volver a verlos?”
“A veces sí pero sé que ellos me detestan porque creen que soy una asesina… Por eso quiero vengarme”.
Cuchillo
El agente estaba intranquilo. Belinda actuaba con admirable sangre fría.
“Voy a decirle algo –le dijo el policía–: el solo hecho de que esté usted aquí buscando a alguien para quitarle la vida en venganza es suficiente para que se le suspenda el beneficio de la libertad condicional…”
“Lo sé bien” –dijo ella, sin inmutarse.
“¿Y no le importa?”
“¿Qué puede importarle a alguien que por la maldad de un hombre lo perdió todo en la vida?”
La pregunta la hizo despacio pero con ira en el tono.
“¿Sabe que murió mi mamá –agregó, levantando un poco la voz–, y que ni siquiera me dejaron verla en su agonía? Y todo por culpa de un miserable…”
El agente parecía estar en un callejón sin salida.
“Hagamos algo –le dijo, de pronto–, para que terminemos con esto…”
“¿Qué propone?” –preguntó ella, alta la frente y fría la mirada.
“Vamos a reconstruir su caso y vamos a ir paso a paso en la investigación, tal y como lo hizo el agente hace diez años”.
“¿Y eso para qué?”
“Para comprobar su culpabilidad o su inocencia”.
Belinda sonrió.
“Soy inocente –dijo–, pero para ustedes soy culpable. No hay nada que comprobar”.
El agente no sabía qué hacer o qué decir.
“Quiero ayudarle” –exclamó.
“Mire –le dijo Belinda–, yo sé bien lo que usted va a decir. Primero, que soy la principal sospechosa de la muerte de Delia Martínez porque un día la agarré del pelo afuera de su casa y la amenacé a muerte”.
“Así es”.
“Segundo –añadió ella, como si no se hubiera interrumpido–, encontraron el cuchillo con el que la mataron debajo de un asiento de mi carro…”
“Con sangre de la víctima” –agregó el agente.
“Pero ese cuchillo lo puso allí el agente al que le di jalón…”.
El detective miró por unos segundos a Belinda que parecía tan segura de lo que decía.
“¿El plantó allí el cuchillo ensangrentado?”
“Sí…”
“¿Cómo pudo hacer eso?”
“Fácil –exclamó ella–, todo lo tenían bien planificado”.
Complot
El agente tiró la espalda hacia atrás, como si se estuviera preparando para escuchar una larga historia, y miró a los ojos a la mujer que, tranquilamente, sostuvo su mirada.
“Cuando usted dice: ‘Lo tenían bien planificado’, ¿a qué y a quiénes se refiere?”
Belinda movió la cabeza hacia atrás, como para acomodar sus recuerdos, suspiró, y dijo:
“Ellos”.
“¿Quiénes son ellos? ¿A quiénes se refiere?”
“A mi ex esposo y al detective…”
“Ya”.
“¿Sabía usted que Delia Martínez, la muerta, estaba asegurada y que si moría violentamente el beneficiario recibiría tres veces el dinero del seguro?”
“No, no lo sabía”.
Belinda hurgó en su cartera y sacó unos documentos que llevaba doblados en el fondo. Eran copias de una póliza de seguro de vida.
“Vea quien es la asegurada –dijo–, y vea quien es el beneficiario”.
El detective revisó los documentos, luego, llamó a uno de sus compañeros.
“¿En cuánto tiempo podemos tener esta información?” –le preguntó, enseñándole la póliza.
“¿Qué es lo que buscamos?”
“Quién y cuándo cobró el seguro de vida de esta mujer, y en qué fecha…”
“Ok”.
“Bien, señora…, sigamos. Usted dice que su esposo y el detective estaban de acuerdo para implicarla a usted en el crimen…”
“Lo digo y lo sostengo”.
“No encontré nada de eso en el expediente del caso… Es más, usted ni se defendió…”
“Eso lo comprendí mucho tiempo después, cuando ya mi sentencia estaba firme… Fue como al tercer año, cuando supe que mi mamá se moría de cáncer de matriz y que los niños me detestaban por asesina… Y allí supe lo del seguro de vida de esa maldita…”
“Ajá. La escucho”.
“A mí me citaron para arreglar pacíficamente las cosas con ella, porque yo me alteré y en mi desesperación la agredí… Eso lo reconozco, pero ella nunca llegó a la cita en la DIC de Villa Adela… Entonces, me fui, como a eso de las cinco de la tarde, y le di jalón al detective que me había llevado la cita… Yo estoy segura de que él ya llevaba el cuchillo y que me lo puso debajo del asiento del copiloto cuando yo me descuidé para poner gasolina…”
“El cuchillo con el que mataron a la mujer”.
“Ese”.
“Tengo entendido que lo encontraron con sangre relativamente fresca, debajo del asiento, cuando catearon su casa, la noche del crimen”.
“Sí, allí lo encontraron…”
“Y usted asegura que el detective lo puso allí”.
“Sí, cuando lo llevé…”
“Y usted lo llevó a las cinco, cuando salieron de trabajar…”
“Sí”.
“Entonces, según usted, Delia Martínez ya estaba muerta cuando usted estaba en la DNIC esperándola…”
“Sí, y el detective lo sabía”.
“Y, ¿quién dice usted que fue el que mató a la mujer?”
“O fue el detective por encargo de mi marido, o fue mi propio marido”.
“¿Cómo pudo hacerlo el detective?”
“Yo llegué a la cita y él se perdió toda la tarde…”
“Ya”.
“O fue su marido”.
“El pudo matarla, sí”.
“Bien… ¿Dónde dejó usted al detective cuando le dio jalón?”
“En la sexta avenida, por donde fue el cine Centenario… Allí lo dejé”.
“¿A qué hora, más o menos?”
“A las cinco y media, o un poco más”.
“Y no volvió a verlo…”
“Sí, cuando llegaron a mi casa, a eso de las nueve de la noche”.
“Y allí encontraron el cuchillo”.
“Sí, debajo del asiento”.
“Bien…”
El detective hizo una pausa. Parecía entusiasmado, aunque se mostraba intrigado también.
Huellas
“Dígame, por favor –le dijo, poco después, acercándose a ella desde el otro lado del escritorio–, ¿cómo es posible que hayan encontrado sus huellas digitales en la bolsa en la que estaba guardado el cuchillo, que encontraron huellas suyas en el mango del cuchillo y, dígame, cómo explica usted que el cuchillo era de su propiedad y que formaba parte del juego de cuchillos que usted tenía en su cocina, en el cuchillero, en el que solo faltaba el cuchillo que encontraron debajo de su asiento”.
El detective había hablado despacio y, aunque eran muchas preguntas en una sola, Belinda lo captó todo.
“Tengo una respuesta para eso, señor –le dijo–; mi esposo entró a mi casa esa tarde y como sabía bien que ese era mi cuchillo preferido para cuando cocinaba, se lo llevó…”
“Pero no se encontraron otras huellas en el cuchillo más que las suyas”.
“Sencillo… La mataron con otro cuchillo y luego untaron de sangre el mío y lo pusieron debajo de mi asiento… ¿Ve qué fácil?”
“Muy fácil”.
Hubo una pausa.
“¿Por qué no dijo esto en el juicio?”
“Porque entendí toda la trama de esos desgraciados hasta tres años después, cuando ya no se podía hacer nada… Además, ¿quién iba a escucharme?”
“Entiendo”.
“Sí, porque es fácil entenderlo… Le aseguro que fue así como le digo… Yo estaba en la DIC cuando mataron a esa mujer”.
“¿El detective?”
“O mi esposo”.
“El forense dijo que a Delia Martínez la mataron en siete y ocho de la noche. Cuando su esposo la encontró, la sangre estaba fresca todavía…”
“¿Y eso qué? El forense mintió también”.
“¿Por qué todos estaban confabulados con su esposo para hacerle daño a usted? ¿Puede decirme eso?”
“Primero, por el seguro de vida, segundo, porque mi esposo quería quitarme los niños…”
“Y la mejor forma de lograr todo esto era implicarla en un crimen”.
“Un crimen que no cometí y por el que estuve diez años presa… Bueno, casi once… por un mes y pico… siendo inocente”.
Seguro
Pasaron las horas despacio y, después del almuerzo, el agente empezó de nuevo. Pero, en ese momento, recibió una llamada.
“El seguro de vida de Delia Martínez lo cobró el beneficiario –le dijo–, el esposo de la asesina… Pero hay algo más… Se lo entregó íntegro a la mamá de la víctima… Más de tres millones… Integro, un centavo tras otro…”
“¿Qué sabemos de él?”
“Según la señora, está en Canadá… Vendió todo aquí y se fue… con los hijos… ¡Ah!, y dejó en un banco una cantidad de dinero a nombre de la ex esposa, o sea que le liquidó la parte que le correspondía de la empresa que tenían juntos… Imagino que eso ya lo sabe la mujer…”
No dijo nada más.
“Señora –le dijo el detective, después de colgar–, ¿sabía usted que su esposo, bueno, su ex esposo, le entregó todo el dinero del seguro de vida de Delia a la mamá…?”
“No, no sabía” –respondió Belinda, sin ocultar su sorpresa.
“Y, ¿sabía que dejó una buena cantidad de dinero a su nombre en un banco después de que vendió la empresa que tenían juntos, antes de irse a Canadá?”
“No, tampoco sabía”.
“Bueno –exclamó el detective–, solo me queda hacer una cosa… Entrevistar al agente que investigó el caso… al que usted anda buscando para vengarse”.
“¿A ese? ¿Y qué va a hablar con ese?”
“Tengo que saber qué fue lo que pasó para poder ayudarle a limpiar su nombre”.
“Entonces, ¿usted sabe dónde está?”
“Sí, claro que sabemos”.
“Dígame…”
“Voy a hablarle claro… Usted me dice una vez más que quiere vengarse y la detengo inmediatamente para ponerla en manos del fiscal y que la regresen a la cárcel… ¿qué dice?”
Belinda no dijo nada.
“Si usted es inocente, vamos a confirmarlo, pero si es culpable, será mejor que disfrute su libertad y no se meta a más líos, si es que quiere agarrar consejo…”
Visita
El hombre, vestido de blanco y negro, se sentó en el banco de cemento y apoyó los brazos en la mesita, también de cemento. Estaba delgado, había envejecido y se notaba en él una permanente tristeza.
“¿Cómo estás?” –le preguntó el detective.
“Pues, esperando el juicio… Ya van dos años y se supone que el mes que viene me llevan al juzgado…”
“¿Cómo va tu asunto?”
“Mal… Me voy a tragar unos buenos años aquí…”
El agente sonrió.
“Ni modo…”
Hubo un momento de silencio.
“Me dijiste que querés hablar de la chava que mató a la amante del marido…”
“Sí”.
“Eso fue hace once años, si no me equivoco”.
“Sí, más o menos…”
“Ya debe estar para la condicional…”
“Ya salió, pero como que quiere regresar a la cárcel”.
“¿Por qué?”
“Te busca… Dice que quiere vengarse de vos…”
“¡Vaya! Si no es una cosa es otra… Suficientes líos tengo con lo de esas armas como para echarme más problemas encima”.
“Dice que vos le plantaste el cuchillo debajo del asiento del copiloto…”
“¿El día que me dio jalón?”
“Sí”.
“Es estúpido decir eso”.
“Asegura que vos y el esposo la implicaron”.
“Esa mujer no está bien de la cabeza… Es más, nunca estuvo bien de la cabeza…”
“¿Por qué decís eso?”
“¿Leíste el expediente?”
“Tengo el del juicio”.
“¿Lo leíste bien?”
“No, no todo”.
“Buscá el dictamen del psiquiatra de Medicina Forense y la entrevista del doctor que la atendía en el ‘Mario Mendoza’… Allí vas a ver bien las cosas”.
El agente sonrió.
Doctor
El médico, diez años más viejo, estaba sentado detrás de su escritorio y jugaba con un lápiz mientras escuchaba la pregunta del detective.
“Recuerdo bien mis casos –dijo–; tengo esa virtud… Mis pacientes son especiales para mí”.
“¿Y recuerda, por supuesto, el caso de Belinda, la mujer a la que acusaron de matar a la rival?”
“Sí… Recuerdo que aquí estuvo el fiscal y varios de sus compañeros y que hasta me llevaron al juicio, pero yo me reporté enfermo y no me presenté… Sentí que no podía acusar a mi paciente, y más, cuando ya estaba caída…”
“¿Sabe que ya está en libertad?”
El doctor dio un salto.
“¿Qué?”
“Aplicó la condicional… Once años de buena conducta”.
El doctor puso el lápiz en el escritorio y miró directamente al detective:
“Pero… ¡esa mujer no puede estar libre! –gritó–. ¡Jamás! ¿Sabe usted que tiene tres personalidades distintas y que dos son homicidas?”.