Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
Raza .
El rapidito disminuyó la velocidad conforme el motociclista que acababa de ponerse adelante empezó a detenerse.
El chofer hizo rugir el motor, pitó varias veces y trató de rebasar por la izquierda pero un pick up rojo le cerró el paso. Cuando la moto se detuvo, el chofer sintió que el corazón se detenía en su pecho. Miró al pick up y este también se había detenido, cerrándole el paso. De la moto se bajó un hombre, con el casco negro cubriéndole el rostro, le hizo una señal al chofer, este, nervioso, abrió la puerta, el hombre entró al bus, casó una pistola de nueve milímetros de su cintura, y le dijo:
“Perdoná, raza; solo hago esta vuelta…”
Varias mujeres gritaron, dos hombres se pusieron de pie, una anciana se desmayó y un niño empezó a llorar. El hombre avanzó por el pasillo del bus, se acercó a una mujer joven, que lo vio con ojos asustados y, sin decirle nada, le disparó tres veces en la cabeza. Después de esto, el hombre dio media vuelta y, antes de bajar del bus, le dijo al chofer:
“Gracias, raza”.
Varios pasajeros corrían desesperados por el pavimento, el asesino se subió a la moto, que había dejado encendida y, sin ver hacia atrás, arrancó, seguido por el pick up rojo. En el bus quedaba la mujer con la cabeza deshecha, bañada de sangre el pecho y recostada sobre el vidrio de la ventana.
DNIC
¿Qué podía decir el chofer? Solo que era un hombre joven, aparentemente, vestido de negro, no muy alto, delgado y de voz ronca.
“Él paró la moto para que yo me detuviera, el pick up rojo me cerró el paso y yo creí que me iban a pelar a mí…”
“¿Vio si la moto lo venía siguiendo?”
“No, uno no se fija en eso. Son miles de motos…”
“¿Y el pick up?”
“Tampoco, yo ando viendo si hay pasajeros, nada más…”
“¿Pudo verle la cara?”
“Ya le dije que tenía puesto el casco y la visera bajada… y era oscura…”
“¿Qué más recuerda?”
“Andaba guantes negros”.
“¿Usted sabe quién era la mujer muerta?”
“¿Y yo cómo voy a saber quién es cada pasajero que se sube al bus?”
“¿Recuerda dónde se subió la mujer?”
“No. No sé”.
Ella
Se llamaba Mery, tenía treinta y siete años, tenía dos hijos y era estudiante universitaria.
“¿Sabe usted si tenía enemigos?”
El detective de Homicidios era directo en sus preguntas. La madre, una anciana nerviosa que se limpiaba las lágrimas con una toallita felpuda, no contestó.
“No sabemos, señor –respondió una hermana de la víctima–. No sabemos nada, Deje de hacerle preguntas a mi mamá”.
“Solo hago mi trabajo, señorita –dijo el detective–. Queremos agarrar a los asesinos”.
“¡Ja! ¡Quieren agarrar a los asesinos! Risa dan ustedes…”
“¿Era casada su hermana?”
“¿Es que ve usted a algún hombre llorando aquí? No, no era casada…”
“Y, ¿el papá de los niños?”
“Yo no sé nada de esa basura”.
“¿Puede decirme como se llama?”
“¿Para qué? ¿Para que me mande a matar a mí también?”
El detective suspiró, pero en su rostro no se notó expresión alguna. Hizo algunas anotaciones en su libreta y esperó a que pasaran unos segundos. Al fondo de la sala, junto a la pared, de la cual colgaba una enorme cortina dorada, estaba el ataúd de Mery, entre cuatro candelabros sobre los que ardían enormes velas blancas.
El ambiente era pesado, olía a cera derretida, a flores y a lágrimas. Bajo el vidrio del ataúd, Mery parecía dormida. Una cinta blanca cubría las heridas de la frente, y el maquillaje la hacía verse atractiva. Rosadas las mejillas y rojos los labios, aunque tenía la cara un poco hinchada. Vestía de blanco, tenía las manos cruzadas sobre el pecho y un rosario enredado entre ellas. Más abajo, una foto suya, sonriendo y un ramo de flores.
“Me mataron a mi muchachita” –decía la madre, viéndola con sus ojos llenos de lágrimas, mientras sobaba el ataúd–. ¡Ay, mija!, ¿por qué tenías que irte antes que yo?”
Detective
“Dígame el nombre del esposo de su hermana”.
Era casi una orden. La muchacha miró al policía, apretó los labios y, después de pensarlo unos segundos, dijo:
“Alberto. Se llama Alberto Rojas”.
“¿Dónde lo podemos hallar? Queremos hablar con él”. “Mire, ese man se fue de Tegus desde que se separó de Mery, pero se fue porque la jura lo andaba buscando…”
“¿Y por qué lo buscaba la jura?”
“Mire, ya que me hizo hablar, pues se lo voy a decir… Mi hermana no tuvo suerte con los hombres… Alberto era un pícaro… Vendía piedra en El Hato y la Kennedy y a veces la mandaba a ella a cobrar el impuesto, pero un día se metió con la gente de los colombianos y ella tuvo miedo…”.
“¿La gente de los colombianos? ¿Qué quiere decir con eso? ¿Quiénes son esos colombianos?”, “¿Va a decir que ustedes no saben quiénes son los colombianos de la Kennedy? Son los prestamistas que controlan una parte del comercio de la colonia y con ellos no se meten ni la 18 ni la MS…”.
“¡Ah! ¿Y por qué dice usted que amenazaron a su hermana?”. “Mire, ella le hacía el favor a Alberto porque si no él se enojaba y como se las tira de violento, ella le tenía miedo. Ella me dijo que quería dejarlo, pero que no sabía qué hacer porque ese hombre era capaz de matarla, o de hacerle daño a los niños… Con él no tenía hijos… Es que ella era mayor que él como doce años”.
“¡Ajá! ¿Y los colombianos la amenazaron?”
“Mire, allí casi todos pagan renta, y Alberto tenía un sector que los jefes le asignaron, pero él se las quiso pasar de vivo y cuando mi hermana le dijo que los colombianos la iban a matar si la volvían a ver en la Kennedy, él se puso chivas, y desde ese día se fue, pero llamaba a mi hermana porque los policías que él alivianaba venían a buscarlo a la casa y él le decía a Mery que les dijera que no sabía dónde estaba…”
“¿Quiénes eran los policías que venían a buscar a su cuñado?”.
La mujer levantó la voz y mostró miedo en los ojos.
“¡Ah, no; eso sí no! –dijo, mirando hacia los lados, como si temiera que alguien la estuviera observando–. Yo no me meto a ped… con esa gente. Ya le dije suficiente… Mejor váyanse que yo no quiero terminar como mi hermana”.
“No, señorita, no nos ha dicho suficiente… Y ya que empezó a hablar será mejor que nos diga todo lo que sabe…”
“Yo no quiero líos”.
“No se preocupe, solo usted sabe que somos policías…”. “¡Ah, sí, cómo no! Como que la gente fuera tonta…”.
Las palabras de la muchacha salieron de su boca en una exclamación que solo el detective escuchó. Más allá, los sollozos de la anciana dominaban el murmullo y, frente a ella, dos niños, vestidos de negro, estaban sentados en un sillón ocre, en silencio. Eran los hijos de Mery.
Ayuda
“Mire –dijo el detective–, si usted nos ayuda vamos a capturar a los que mataron a su hermana…”.
La muchacha estaba nerviosa.
“¿No podemos hablar en otra parte?”
“¿Dónde?”
“No sé, en su oficina…”
“Sí podemos, pero me gustaría que me diga todo lo que pueda ahorita… Nos va a servir de mucho…”
“Es que tengo que atender a mi mamá… Mírela como está… Solo éramos dos hijas… Los varones están en Estados Unidos…”
“Solo le voy a hacer unas preguntas más…”
“Pero rápido”.
El detective ordenó sus pensamientos, dejó pasar unos segundos y preguntó:
“¿Dónde está Alberto?”
“Se fue para San Pedro”.
“¿Desde cuándo?”
“Hace como seis meses, desde que se separaron…”. “¿Por qué se separaron?”
“Bueno, porque Alberto tenía miedo que lo pelaran y mejor se fue…”
“¿Quiénes lo iban a pelar?”
“Mire, yo solo sé que Alberto es de la 18 y que les hizo una ponga a los chavalos… Cobró una renta y no la entregó… Decía que no querían pagar y cuando mandaron a matar a la gente pues se dieron cuenta que sí estaban pagando y que Alberto se levantaba el billete… Y por ese basura casi matan a unas personas…”
“¿Lo buscaba la mara para matarlo?”
“Ya se lo dije”.
“Y, ¿sabe dónde está en San Pedro?”
“No, no sé…”
“Dígame algo: ¿su hermana recibió amenazas a muerte después de que se separó con Alberto?”.
“Mire, aquí venían los ‘jomis’ de Alberto, hablaban con ella pero no sé qué era lo que le decían…”.
“¿Y los policías?”
“Vinieron varias veces… Un día yo los grabé con el celular…”.
“¿Usted los grabó?”
“Sí…”
“¿Tiene la grabación?”
“Sí…”
“¿Los conocía bien su hermana?”
“Claro… Yo le decía que no se metiera con esa gente, pero como Alberto estaba con la leche en los dientes y ella no podía estar sin hombre, pues ahí están los resultados…”
“¿Quién cree usted que mandó a matar a su hermana?”
“Pues, yo no sé… No sabría decir quién…”
“Está claro que Alberto tenía enemigos, que estos enemigos de Alberto conocían bien a Mery y Mery, por supuesto, conocía bien todas las actividades de su marido… y a la gente con la qué él trabajaba…”
“¡Ja! ¡Trabajaba! Si se pasaba todo el día echado en la casa y mandaba a Mery a recoger el billete… A lo único que no la ponía era a partir la piedra… Mire, era tan basura con ella ese cerdo que a veces la hacía que tomara y hasta que se acostara con unos amigos de él que venían a fregar a la casa…, pero como ella estaba enamorada… Parecía que no iba a encontrar otro hombre en la vida, desde que se dejó con José Luis…”
“¿Quién es José Luis?”
“El papá de los niños”.
“¡Ah! ¿Y él dónde está? ¿Sabe que Mery está muerta?”.
“Pues, yo no sé…”.
La mujer entendió que estaba hablando de más y que el detective no se cansaría de hacer preguntas. Este esperó un momento, la miró directamente a los ojos y le dijo:
“¿Dónde podemos localizar a José Luis? Nos gustaría hablar con él…”.
Ella esperó un momento antes de contestar.
“Mire –dijo, tartamudeando–, José Luis está preso…”.
El esposo
Las velas se derretían casi al mismo tiempo, la espelma caía a los lados formando largas costras mientras las llamas, meciéndose suavemente, lanzaban débiles reflejos sobre el ataúd. Alrededor se hablaba en voz baja, la muerta dormía y el dolor se multiplicaba. En un rincón de la sala, el detective de Homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, seguía haciendo preguntas.
“¿José Luis está preso?”
“Sí…”.
“¿Desde cuándo?”
“Lleva seis años”.
“¿Por qué está preso?”
“Mire, es una historia larga y no sé si valga la pena decírsela…”.
“Mire, linda, en una investigación criminal cada cosa cuenta, cada detalle es importante y por eso hablamos con todas las personas que podemos para ver si hallamos algo que nos ayude a encontrar a los criminales… Este es mi trabajo y me da pesar que hayan matado así a su hermana y que queden dos hermanos huerfanitos, y más que ahora usted me dice que su papá está preso…”.
La muchacha no dijo nada. El detective entendió que había hablado demasiado.
“¿Por qué está preso José Luis???
Nuevo silencio. El murmullo parecía aumentar por ratos. En eso, una mujer, alta, hermosa y de algunos cincuenta y tantos años, se puso de pie, pidió la atención de los presentes y dijo, mientras abría una Biblia por la mitad:
“Hermanos, por favor, escúchenme... Tengo unas palabras que me ha dado el Señor para que comprendamos que la vida humana es humo pasajero, hierba que es cortada en la mañana y que en la tarde es echada en el fuego… Su atención, hermanos y hermanas, que el Señor tiene palabras de vida para nosotros…”.
El detective resintió la interrupción.
“Vamos afuera” –dijo.
“No puedo… La hermana Bertha va a predicar…”
“Dígame, ¿por qué está preso José Luis?”
La muchacha dudó una vez más, bajó la cabeza, miró a la predicadora, vio a su madre, que se sentaba en el sillón que ocupaban los niños, ayudada por dos mujeres vestidas de negro, y suspiró.
“Mire… es que Mery lo denunció a la Fiscalía…”.
“¿Lo denunció?”
“Sí”.
“¿Por qué?”
“Por violación…”
“¿Violación? ¿A quién violó José Luis? ¿A los niños?”
“No…, a ella misma…”
“¿Ella denunció a su propio esposo de haberla violado?”
“Sí…”
“¿Cómo fue eso? ¿Por qué lo denunció? ¿Él la violó?”
“Mire, hablamos después… La hermana Bertha está predicando…”
“Yo sé que resucitará –decía la hermana Bertha, con la Biblia en una mano–, y la veremos en el último día… El Señor lo ha prometido cuando dijo que habría resurrección para justos como para injustos, y Dios no es hombre para mentir ni hijo de hombre para arrepentirse…”
“Es que ellos se habían separado –dijo la muchacha, ante la insistencia del detective–, y como él era bravo y se la había puesto a mi hermana varias veces, pues Mery estaba despechada y lo denunció… Fue la tarde que él vino a ver a los cipotes y ella se dejó engaratusar y se metió con él al cuarto… Cuando José Luis se fue ella visitó al Ministerio Público y lo denunció… Y como le hallaron semen y unos aruñones… Pero después ella se arrepintió, pero ya era tarde… Nunca creyó que condenaran al marido a quince años… Pero José Luis se hizo cristiano en la cárcel y sé que la perdonó, aunque no quiso volver con ella, y esto que ella iba a verlo a la cárcel para rogarlo…”