Crímenes

Revista selección de grandes crímenes: El peso de la traición

09.01.2016

SERIE 1/2

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres y

se han omitido algunos detalles

a petición de las fuentes.

Un caso

Eran casi las once de la noche de un viernes cálido de septiembre cuando en la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) se recibió una llamada histérica. La voz de la mujer que llamaba se entendía muy poco al principio, pero pronto la operadora de turno hizo que se tranquilizara.

“¡Es que la mataron!” –gritó, sin embargo, la mujer por el teléfono.

“Señora –insistió la operadora–, si no se calma no voy a entenderle y si no le entiendo bien no voy a poder ayudarle. Cálmese, por favor, y dígame ¿a quien mataron?”

“¡A ella –musitó la mujer, conteniendo el llanto a duras penas–, a mi hermana…! ¡A los dos los mataron; los dos están muertos!”

“¿Quién es la otra persona, señora?”

“Él… mi marido… Estaban juntos cuando los mataron”.

“¿Dónde fue el hecho, señora?”

“Aquí, en la casa de mi hermana…, en el cuarto”.

“¿En el cuarto?”

“Sí, es que estaban haciendo el amor y los mataron”.

“¡Ah! ¿Estaban haciendo el amor?”

Hubo una pausa. La respiración de la mujer se escuchaba agitada al otro lado de la línea. La operadora siguió preguntando después de unos segundos:

“¿Usted dice que la mujer muerta es su hermana y que el hombre muerto es su marido? ¿Es así?”

“¡Ay, sí!”

“Entiendo”.

“Los mataron a balazos”.

“¿Se sabe quién los mató? ¿Se sospecha de alguien, señora?”

“No, yo no sé… Yo solo sé que mi marido y mi hermana se llevaban bien porque éramos parientes, pero mire en lo que estaban…”

“¿Era casada su hermana?”

“¡Ay, sí! Y el marido está en el trabajo… No sabe nada porque no podemos hablar con él”.

“¿Dónde trabaja el marido de su hermana, señora?”

“Es vigilante de una fábrica en el Cerro de Hula”.

La operadora suspiró. Ya había hecho su trabajo. Se despidió de la mujer cuando esta le dio la dirección de la casa.

“Bueno, señora –le dijo–, espere que lleguen los detectives de homicidios… Le recomiendo que nadie toque nada en el cuarto donde están los muertos. ¿Me entendió?”

“Sí, señora… Pero, ¿ya van a venir?”

“Sí, señora. Ahorita pasamos el caso a los agentes de turno y al fiscal del Ministerio Público, y no van a tardar en llegar… Espérelos, por favor”.

“Sí, que se apuren, doñita… Mire que allí están los dos, desnuditos en la cama y llenos de sangre… ¡Ay, Dios, qué desgracia! ¡Esto es un ataque del demonio! Si yo no fuera cristiana ya me hubiera derrumbado… ¡Pero Jesús es mi fortaleza y no el diablo lapidado!”

La operadora colgó.

La mujer

Aquella era una noche extrañamente tranquila y los agentes de homicidios llegaron rápido a la escena. La casa estaba llena de curiosos, copaban la calle, invadían las aceras y por todos lados se hacían conjeturas.

“Bien muertos están esos basuras” –decía uno.

“Pucha, el marido trabajando y ella debajo del cuñado… ¡Qué bárbara!”

“Es que hay mujeres que de verdad son enfermas de la parte…”

“¡Y con el cuñado! ¿Qué te parece?”

“¿Se sabe quién los mató?”

“Nadie sabe nada… Unos dicen que fue que se metieron a robar y a lo mejor ellos se les pusieron al brinco a los ladrones y estos no les amagaron”.

Adentro todo era dolor y lágrimas. La mujer que llamó a la DNIC recibió a los detectives con los ojos hinchados de tanto llorar, con una chalina cubriéndole la cabeza y con una Biblia debajo del brazo.

“Es mi marido el muerto, señor –le dijo a uno de los agentes–, y ella es mi hermana…”

“¿Qué fue lo que pasó, señora?”

“Pues, mire… Aquí vivía mi hermana con su marido y sus tres hijitos… Ahorita nos llevamos los niños para la iglesia porque no pueden ver eso tan horrible… Mi hermana se quedaba sola en las noches porque el marido trabaja de vigilante en el Cerro de Hula. Pero mire…”

“¿Y su esposo, señora?”

“Pues, mi marido comerciaba con especias en el mercado San Isidro y casi siempre que regresaba se venía para la iglesia, pero hoy no fue al culto…”

“Bien, señora… Díganos qué fue lo que pasó aquí… ¿Qué fue lo que oyeron ustedes?”

“Nosotros vivimos pegados. Este solar lo repartió mi mamá entre los hijos antes de morir… Ya estábamos dormidos cuando oímos los disparos… Fueron muchos tiros, como en una guerra… Yo no salí porque no estaba mi marido que me representara para ver qué estaba pasando, porque como dice la Biblia, el hombre es la cabeza del hogar, pero cuando se acabaron los tiros oímos los gritos de los niños, entonces salí de mi casa en camisón de dormir solo para ver esto”.

El agente tomaba notas apresuradamente. La mujer se tomó un descanso, suspiró y luego dijo:

“¡Ay! Siento como que me desmayo… Es que a mí se me baja la presión”.

“¿Usted fue la primera persona que entró a la casa después de los tiros?”

“Sí… y me hallé a los niños en el cuarto de la mamá gritando desesperados…”

“¿La puerta de entrada de la casa estaba abierta?”

“Sí, de par en par”.

“¿Había luz en la casa?”

“Sí, las luces estaban prendidas”.

“¿Cuánto tiempo pasó entre los tiros y los gritos de los niños?”

“No sé, señor…, pero creo que fue poco tiempo”.

“¿Cuánto tiempo tardó usted en llegar a la casa?”

“Yo me vine rápido, señor…”

“¿Vio a alguien salir de la casa?”

“No, señor, a nadie”.

“Y los niños, ¿vieron a alguien en la casa?”

“No, a nadie… La casa estaba sola, solo con los niños y los muertos”.

La escena

Cuando llegó el fiscal del Ministerio Público, los agentes entraron a la habitación.

Era un cuarto pequeño, con una cama matrimonial pegada a la pared que tenía una ventana que daba al patio. Un ropero de madera estaba en una esquina, una cómoda vieja en otra y una silla y una mesita de noche sobre la que había una lámpara sin foco. Un bombillo colgaba de la viga central del techo de zinc y llenaba la habitación con una intensa luz amarilla.

Sobre la cama estaban los cuerpos, completamente desnudos. La mujer era joven, no pasaría de los treinta y cinco años, y era de piel canela. No era muy alta, ni gorda ni flaca, de piernas gruesas, abundantes caderas y senos de regular tamaño. Estaba tendida boca arriba, enseñando los dientes en un grito que apagaron los disparos, tenía los ojos abiertos, llenos de terror y una mano crispada en la sábana. Le dispararon tres veces. Dos en el pecho y una en la frente, sobre el ojo derecho.

El hombre era alto, delgado, de unos cuarenta y cinco años, trigueño como ella, de pelo corto y bigote ralo. Estaba tirado sobre un costado. Tenía dos heridas de bala en la espalda, una de ellas debajo del omóplato izquierdo, a la altura del corazón, y la tercera en la cabeza, un poco arriba de la oreja izquierda. Uno de sus brazos estaba sobre el abdomen de la mujer. Estaban ensangrentados y debajo de ellos se había formado un lago de sangre que se coagulaba poco a poco. En opinión del forense, murieron a los pocos minutos de ser atacados. El desorden en el cuarto sugería que el o los asesinos entraron a robar.

“Pero no hay puertas forzadas” –dijo uno de los agentes de homicidios.

“Ni ventanas…”

“El o los asesinos debieron entrar por la puerta de enfrente”.

“Y abrieron con una llave” –agregó otro.

“Pero, ¿qué podían robar en una casa como esta?”

Esa era una buena pregunta.

La casa

La casa era de ladrillo rafón, sin repellar, con techo de zinc sin cielo raso. Estaba ubicada en una colonia marginal, a la orilla de una calle de tierra sin iluminación. El piso de granito sin pulir, el cuarto donde dormían los niños, de ladrillo y madera, el mobiliario sencillo y el patio descuidado mostraban la pobreza en que vivía aquella familia. Entonces, ¿qué podían buscar allí los ladrones? ¿Qué había en la habitación de los esposos que fuera de interés para los delincuentes?

Aquellas preguntas confundían a los detectives. Sin embargo, un detalle llamaba la atención. Algunas piezas de ropa que estaban tiradas en el piso caían sobre algunas líneas de sangre. Aunque era lógico pensar que los ladrones al ser descubiertos por la pareja registraron el cuarto después de matarlos, aún quedaba en el aire la pregunta sobre qué era lo que los ladrones podían llevarse de allí…

“¿Y el marido de la señora?” –preguntó el fiscal.

“Nadie le ha avisado –respondió un detective–. Trabaja en Cerro de Hula y regresa a su casa hasta mañana a las siete…”

“Pues, que vaya una patrulla con un familiar y le avise… Es importante que él esté aquí”.

Según la ley, el fiscal del Ministerio Público es el responsable de la investigación criminal y es, además, quien la dirige. Los agentes de la DNIC deben decir solamente: Escucho y obedezco. Es la teoría, y así se creó el mundo. Por supuesto, hay fiscales que son más listos que un sabueso, aunque muchos no entienden más que del desfile del pavo real.

La operadora

Hay una canción del Ministerio Musical Amor y Fe que dirige el doctor Emec Cherenfant que dice: “Operadora, deme línea, yo con Cristo quiero hablar. Operadora, deme línea, yo quiero hablar con mi Jesús. Hay tanto desaliento aquí en la Tierra, ya no puedo más vivir este dolor. Operadora…”

Esta canción es una muestra clara de lo importante que es la labor de una operadora, y aquella noche cálida de viernes la operadora de turno de la DNIC volvió a llamar a los detectives de homicidios que andaban en el reconocimiento de la pareja asesinada. Dos de ellos, en una patrulla de la Policía Preventiva, iban ya por el anillo periférico a la altura del Coliseum Nacional de Ingenieros, cuando contestaron la llamada.

“Hay un muerto y un herido en el plantel de una fábrica en la carretera del sur… Parece que varios ladrones intentaron asaltar la fábrica y se enfrentaron a tiros con los vigilantes”.

“¿Dónde específicamente?”

La operadora dio la dirección.

“Hay un herido… La gente de la Cruz Roja ya va para allá…”

“¿Quién es el muerto?”

“Uno de los vigilantes”.

“¿Y el herido?”

“El compañero. Dos guardias hacen turno en la noche…”

Uno de los agentes se volvió hacia el familiar de la mujer muerta y le preguntó:

“¿Oyó bien lo que dijo la operadora?”

“Sí –respondió el muchacho–; me parece que es la fábrica donde trabaja mi tío…”

“En Cerro de Hula, ¿verdad?”

“Sí”.

“Bueno, y, a todo esto, ¿cómo se llama su tío?”

“Bernardo, señor. Mire, no es mi tío, pero como es el marido de la hermana de mi mamá, pues, nosotros le decimos tío”.

“Entiendo”.

Cuando la patrulla llegó a Loarque una ambulancia de la Cruz Roja les pasó a toda velocidad.

La noche empezaba a refrescar. Era una noche oscura y solitaria


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