Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.
La llamada
El teléfono sonó una vez más y el detective de homicidios de la Dirección de Investigación Criminal (DIC) agarró el auricular con mano perezosa. Era una mañana pesada de enero de mil novecientos noventa y ocho.
“¡Mándelo!” –dijo, reteniendo un bostezo.
“Otra vez llama esa mujer –dijo la operadora–, pero quiere hablar con alguien de homicidios”.
“Pásela”.
Siguió a esto un momento de silencio, el detective esperó con el auricular pegado al rostro, bostezó por tercera vez y, al final, escuchó la voz agitada y misteriosa al otro lado de la línea que decía:
“Yo sé dónde mataron a una chava y dónde la enterraron”.
“¿Usted sabe?”
“Sí”.
“Ya. Y, ¿cómo se llama la víctima?”
La llamada se cortó de repente, el detective gritó “¡Aló!” varias veces, hizo un gesto de impotencia, miró el auricular y lo puso sobre el aparato. Era la tercera vez que aquella mujer llamaba, pero no pasaba de decir lo mismo.
Noviembre
Un mes antes, dos mujeres llegaron a las oficinas de la DIC a poner una denuncia. Una de ellas tenía los ojos rojos de tanto llorar y se notaba la desesperación en su rostro. Su compañera aparentaba serenidad.
“¿En qué le podemos servir, señora?”
“Vengo a denunciar la desaparición de mi hija” –contestó la mujer, limpiándose una lágrima con un pañuelo oscuro.
“¿Cuándo desapareció su hija?” –le preguntó, poco después, el agente de la Unidad de Personas Desaparecidas.
“No sabemos nada de ella desde el veinticinco de noviembre” –contestó ella.
“Han pasado cinco días, señora”.
“Sí; así es, y en todo este tiempo no sé nada de mi hija…”
“Mire, señor –intervino la compañera, mirando de frente al detective–, yo le digo a mi amiga que no se preocupe… La muchacha está bien… Yo estoy segura de que se fue con ese hombre… A mí me parece que está enamorada de él.”
“No, yo sé que no –replicó la madre–; mi hija no hubiera hecho eso nunca… No se iba a ir con un hombre así como así”.
“No digo que se fue con él por su voluntad –dijo la compañera–; yo creo que ese hombre algo le hizo y se la llevó a la fuerza…”.
“Señoras, por favor –intervino del agente–, vamos por partes. Así no nos vamos a entender nunca… Veamos, ¿cómo se llama su hija?”
“Yadira”.
“¿Cuántos años tiene?”
“Diecinueve”.
“¿Desde cuando no sabe nada de ella?”
“Desde el veinticinco de noviembre”.
“¿Se ha comunicado con sus amistades, con parientes, con alguien que la conozca?”
“He llamado a todas partes y nadie sabe nada de ella…”
“Bien… Y usted, señora, ¿quién es?”
“Me llamo Sofía y soy la madrina de la muchacha”.
“¿Cuándo fue la última vez que usted supo algo de ella?”
“Ese mismo día; el veinticinco de noviembre del año pasado… Ella vivía en mi casa…”
“¿Vivía en su casa?”
“Bueno, quise decir que vive en mi casa, cerca de la Villa Olímpica”.
“¿Tiene novio la muchacha?”
“Mire, yo no sé bien eso, pero ese hombre la llegaba a buscar y me parece que algo se tenían… No sé…”
“Perdone, señora… veo que usted me habla en pasado… Dice “la llegaba a buscar” y “algo se tenían”… ¿Por qué habla así? ¿Sabe algo más sobre la desaparición de la muchacha?”
“Bueno, es que así hablo yo… Y solo sé que ese hombre ha estado enamorado de ella…”
“Bueno… –dijo el detective–, usted habla de un hombre… ¿Qué hombre es ese?”
“Ese que creo que es el novio… y que me parece que fue el que se la llevó”.
“¿Cuál es el nombre?”
“Mire, a él le dicen Marcelo… A lo mejor así se llama. Yo no lo conozco bien, solo sé que llegaba a la casa en una moto y a veces en una camioneta verde, y siempre iba a buscar a Yadira”.
“¿Tienen alguna fotografía de la muchacha?” La madre buscó en su bolso y sacó una foto de su hija.
Yadira
Era una muchacha hermosa, de piel trigueña clara, alta, de bonito rostro y pelo negro y rizado que le caía sobre los hombros en cascadas brillantes. Vino a Tegucigalpa desde Catacamas, Olancho, a estudiar en la Universidad, y después de vivir algún tiempo en la colonia Kennedy, se instaló en la casa de su madrina Sofía, a menos de doscientos metros de la Villa Olímpica. Si tenía novio o no, es algo que nadie puede asegurarlo, sin embargo, su madrina declaró en las oficinas de la DIC que un hombre al que llamaban Marcelo la visitaba con frecuencia y, en su opinión, estaba enamorado de ella. La madre decía que su hija se dedicaba a estudiar porque vino a la capital llena de sueños. Pero el veinticinco de noviembre de mil novecientos noventa y siete, Yadira desapareció sin dejar rastro.
“Para mí que ese hombre se la llevó” –repetía la madrina.
“¿Por qué está tan segura?” –le preguntó el detective.
“Mire –respondió ella, después de pensar un rato–, a uno de viejo esas cosas ya no lo sorprenden… La muchacha es bonita, el hombre de esos que creen que no se les va muchacha viva y como ella no le hacía mucho caso, a lo mejor, digo yo, ese hombre se la llevó a la fuerza…”
“Repítame el nombre de ese hombre, por favor”.
“Marcelo”.
“Apellido…”
“No sé, señor… Yo no lo conozco…”
A su lado, la madre de Yadira lloraba en silencio. No tenía nada más qué decir. Se levantó de la silla, miró al detective con todo el dolor de su alma y se despidió sin decir palabra.
“Ayúdenos, por favor” –dijo doña Sofía, despidiéndose.
“Voy a asignar el caso a dos detectives y apenas tengamos información se la haremos saber”.
“Gracias”.
“¡Ah!, y si ustedes llegan a saber algo de ella, nos avisan. A mí me parece que está por allí con alguien y que va a aparecer pronto”.
El detective se equivocó. Apareció casi cuarenta días después. Muerta.
La jueza
Mildra Murillo, jueza de letras, sentada al otro lado de su escritorio, analizaba la información que tenía frente a ella.
“Me parece extraño que esta señora insista tanto en que este señor Marcelo se llevó a la muchacha desaparecida”.
“¿Por qué, abogada?”
“Primero, insiste demasiado en este detalle, segundo, no creo que esté diciendo la verdad…”.
En aquella época los jueces dirigían la investigación criminal, eran expertos en criminalística y se involucraban en los casos con verdadera devoción y sincero interés por hacer justicia. Hoy, se dejan llevar por los detectives y los fiscales que, en muchas ocasiones, inventan más de lo que averiguan.
“En psicología eso se conoce como proyección –agregó la jueza–, ese mecanismo de defensa por el que alguien atribuye a otras personas la propias virtudes, los propios defectos o las propias carencias… Veo en esa señora, doña Sofía, una conducta paranoide, y por eso creo que ella sabe mucho más de lo que nos está diciendo… y que acusa a Marcelo con un interés avieso… particular, como si quisiera achacarle a él la desaparición de la muchacha, tal vez para desviar la atención…”
“Es posible, abogada”.
“¿Qué tenemos de ese señor Marcelo?”
“Primero, se sabe que es un conquistador profesional, abogada, un mujeriego de primera línea, sin embargo, no hay datos de que se entendiera románticamente con la muchacha… Aunque sí la conoce bien”.
“¿Cómo así?”
“Bueno, la muchacha estudió en un colegio de Catacamas, y ese colegio es o era propiedad de este señor Marcelo; allí se conocieron… Cuando la muchacha vino a Tegucigalpa, reanudaron la amistad, o sea que se relacionaron nuevamente, aunque no sabemos si entre ellos existe un romance o algo parecido… Pero la madrina dice que Marcelo pretende a la muchacha…”
“¿Qué mas sabemos de este Marcelo?”
“Sí, abogada. El día que la muchacha desapareció, el veinticinco de noviembre, Marcelo estaba en Guatemala, en una competencia de motocross… Llegó a Guatemala cinco días antes y regresó cinco días después… Confirmamos los datos con Migración…”
“¿Cuándo fue vista por última vez la muchacha?”
“El día anterior, el veinticuatro de noviembre… Estuvo con dos amigas y un compañero… Ya les tomamos declaración…”
“Entonces, ¿por qué la madrina insiste en que se la llevó Marcelo?”
“No lo sé, abogada. La verdad es que este señor ya no estaba en Honduras cuando la muchacha desapareció”.
La jueza guardó silencio, un silencio que se prolongó por largos segundos.
La mujer
El teléfono sonó de nuevo, el detective contestó y dijo, con voz alterada:
“Diga”.
“Allí está de nuevo esa mujer –dijo la operadora de la DIC–; dice que está llamando de Olancho”.
“Pásela”.
“¡Aló!”
La voz al otro lado de la línea sonó tímida y angustiada.
“Señora –le dijo el detective, con acento molesto–, esta es la cuarta vez que usted llama para molestar…”
“No, señor, si no es para molestar…”
“¿Entonces?”
“Es que yo sé dónde está enterrada una muchacha muerta… Una que dicen que desapareció el veinticinco de noviembre…”
“Dígame el nombre, el nombre de la muchacha”.
Hubo un momento de silencio al otro lado.
“Yadira… –dijo la mujer, con acento nervioso–. Yadira Miguel…”
El detective se puso en pie de un salto…
“¿Y, ¿usted dice que esta muchacha está muerta?”
“Sí”.
“Y, ¿usted sabe cómo murió?”
“Sí; la mataron”.
“¿La mataron?”
Nuevo silencio.
“Es que ella supo cosas que no tenía que saber”.
“¿Qué cosas?”
“Cosas que hacían los que la mataron…”
“Ya. Y, dígame… ¿Usted cómo sabe esto?”
“Porque yo sé, señor…”
“Y, ¿por qué está diciendo estas coas hasta ahora?”
“Porque sí, porque yo no quiero llevar en mi conciencia una muerta…”
“Bueno, bueno… Dígame, ¿dónde está la muchacha muerta?”
“En la misma casa donde la mataron”.
“¿En la misma casa?”
“Sí”.
“Y, ¿dónde queda esa casa?”
La mujer suspiró. Al parecer, lloraba.
“¿Le pasa algo? –le preguntó el detective, después de varios segundos.
“No, nada…”
“¿Usted quién es? ¿Por qué dice que no quiere llevar un muerto en la conciencia?”
“Yo era la trabajadora de esa casa, señor”.
“¿Cuál es su nombre?”
“Me llamo Sara”.
“Bien; dígame, ¿dónde está la casa?”
“Cerca de la Villa Olímpica, allí donde vivía la muchacha…”
“¿Está enterrada? ¿En qué parte de la casa está el cuerpo?”
“La tiraron a la fosa séptica”.
El cuerpo
Lo encontraron en un mar de heces y orines en posición fetal, con las nalgas hacia arriba.
“Llamen a los bomberos” –dijo el fiscal.
“No podemos meter a un buzo allí –dijo el comandante de los bomberos–; vamos a sacarla con un gancho…”
Fue una mala idea. El cuerpo estaba en estado de descomposición y el gancho terminó de destruirle las nalgas. Cuando, después de muchos intentos, sacaron el cuerpo, el fiscal dio una orden:
“Detengan a la dueña de la casa”.
Sara
“Mire, yo no quiero problemas –dijo la trabajadora, sentada frente al detective de homicidios que estaba a cargo del caso–, pero yo voy a decir lo que sé…”
“Ajá. La escucho”.
“Yo sé que el hijo de la señora, mi patrona, o sea doña Sofía, estaba enamorado de Yadira, y que quería tener algo con ella, pero ella no le hacía caso… Esa mañana, ellos estaban en el comedor metiendo una cosa blanca, un como polvo blanco en unas bolsitas y contando un dinero, y Yadira los vio… Yo no sé si eso era lo que dicen, pero ellos tuvieron miedo…
La muchacha se fue para el segundo piso de la casa, y el muchacho, el hijo de la señora, la siguió, allí parece que la encontró metiendo ropa en un maletín y le dijo que mejor se iba de esa casa, entonces parece que el muchacho la quiso obligar a tener relaciones con él y como ella no se dejó tocar, la señora, doña Sofía, le pegó con un tubo en la cabeza… Y la muchacha se desmayó. Echaba bastante sangre y ellos dijeron que se había muerto, entonces la bajamos del segundo piso y ellos decidieron echarla en la fosa séptica…”.
Nota final
Sara, la trabajadora, doña Sofía, la dueña de la casa, y su hijo, fueron condenados a muchos años de prisión. Lo peor para ellos fue que Yadira Miguel no estaba muerta, solo se había desmayado a causa de los golpes que recibió en la cabeza. Murió asfixiada en la fosa séptica. El forense encontró en sus pulmones y en su estómago heces y orines. Así terminó el misterio de la fosa séptica.