Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres.
SERIE 1/2
Aclaración. Este caso se escribe con la aprobación del principal personaje de la historia, que ha querido que sea publicado en SELECCIÓN DE GRANDES CRÍMENES, y a quien, a sugerencia suya, llamaremos Belinda. El detective que retomó su caso fue depurado hace algunos años de la DPI y su testimonio afianza el de Belinda. Del expediente del caso quedan solo algunas hojas que, a estas alturas, habrán desaparecido. Sin embargo, se conserva el del juzgado. El abogado de Belinda colaboró con nosotros pero, por razones personales, pidió permanecer en el anonimato. El segundo personaje del caso se negó a colaborar.
Belinda
Hace algún tiempo llegó a las oficinas de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) una mujer buscando a uno de sus agentes y dijo llamarse Belinda.
“¿Cómo dice que se llama el detective?” –le preguntó un oficial joven, después de buscar y rebuscar en las listas del personal.
Ella le repitió el nombre.
El oficial pidió ayuda a la oficina de Relaciones Públicas.
“Que vaya a Recursos Humanos” –le dijeron.
“Esa mujer está desesperada –replicó el oficial– y debemos ayudarle”.
Siguió a esto un momento de silencio.
El oficial era un subinspector, recién graduado, pero sabía hacerse obedecer.
“A ver, repítame el nombre”.
Pasaron diez largos minutos.
“Ya sabemos quién es –dijo, al fin, uno de los detectives más viejos, que llegó hasta donde esperaban Belinda y el oficial–, pero ya no trabaja con nosotros”.
“¿No? –preguntó la mujer, con algo de angustia en el tono.
“No, señora –le respondieron–. Desde hace unos dos años no está en la institución”.
La mujer hizo un gesto de impaciencia.
“Y, ¿sabe usted dónde puedo localizarlo?”–preguntó, con los labios resecos.
El agente esperó unos segundos antes de responder. La observaba con cuidado.
“¿Puedo preguntarle para qué lo busca?”–le dijo, arrugando el ceño.
La mujer sonrió, pero había una mueca de desprecio en su sonrisa.
“Es una historia muy larga y muy vieja” –contestó.
El detective se puso en guardia.
“¿Puedo preguntarle cuál es esa historia?”
Belinda lo miró directamente y en sus ojos brilló una luz de ira y desesperación. Había una tormenta en su interior.
“Quiero vengarme de él” –exclamó, poco después, apretando los dientes y hundiendo sus uñas en las palmas de las manos.
El detective preguntó de inmediato.
“¿Vengarse de él?”
“Sí–gritó ella–. Por culpa de ese desgraciado estuve diez años presa por un crimen que no cometí…”
El agente dejó que pasaran unos segundos.
“Creo que debe explicarse mejor, señora…”–le dijo, al final.
“¿Qué parte de “Quiero vengarme de él” no entiende?” –rugió ella.
El detective se había estremecido de pies a cabeza. Era la primera vez en tantos y tantos años de carrera que veía a alguien con las suficientes agallas buscando en la propia DNIC a uno de sus agentes… ¡para vengarse de él!
“¿Qué tipo de venganza, señora?”–preguntó, tartamudeando.
“Quiero matarlo” –dijo la mujer, bajando la voz pero sin quitar la fuerza ni la decisión a su acento cargado de odio.
El agente esperó unos segundos para organizar las ideas en la cabeza. Seguía confundido e iba de sorpresa en sorpresa.
“¿Matarlo? –murmuró–. ¿Por qué quiere matarlo?”
Belinda, con un gesto rápido, corrió el zíper de su cartera, metió la mano derecha en una esquina, revolvió algo por unos segundos y, con un gesto violento, sacó una libreta de notas, pequeña y de tapas rosadas en la que destacaba una risueña Hello Kitty. El detective, por instinto, tenía la mano derecha en la cacha de su pistola.
La mujer volvió algunas páginas.
“Este es el número de mi expediente en la DNIC –agregó ella, enseñando una página–, y este el del juzgado... Dicen que está en el Archivo General de la Corte Suprema de Justicia”.
El agente leyó despacio.
“¿Se trata de un homicidio?” –preguntó, poco después.
“Sí–respondió Belinda, mordiendo las palabras–, un homicidio del que me acusaron injustamente y por el que estuve diez años presa… ¡Diez largos años de mi vida!”
Hizo una pausa y algo se atoró en su garganta. Sus ojos brillaron. Lágrimas espesas se acumulaban en ellos.
Miró para otro lado.
“¿Se imagina usted lo que es perder a los hijos, a la familia, la libertad y hasta el buen nombre por algo que no se hizo?”
Su pregunta saltó de sus labios como un rugido que solo ella y el detective pudieron escuchar.
“Señora –dijo este, ante eso–, ¿no cree que mejor hablamos en mi oficina…? Allí puede contármelo todo… y si en algo puedo ayudarle, estoy a sus órdenes”.
“Pero para que crea mi historia–dijo ella–, busque mi expediente”.
El detective se rascó atrás de una oreja.
“Eso será un poco difícil”.
“¿Por qué?”
“Pues, porque desde hace mucho andamos como el Judío Errante… Nos trasladamos de Villa Adela a La Cañada y de La Cañada hasta aquí, y muchos de los expedientes viejos se perdieron o están destruidos…”
La mujer no se rendía.
“Allí tiene el número de expediente, la fecha del crimen… todo lo que pueda necesitar… Trate de buscarlo”.
“Bueno, voy a ver qué se puede hacer”.
La mujer metió otra vez la mano a la cartera y sacó varios recortes de periódico muy viejos.
“Tal vez esto puede servirle –dijo, entregándoselos al detective–; son recortes de EL HERALDO y de La Tribuna, de cuando encontraron muerta a esa mujer, de cuando me allanaron la casa y me capturaron, humillándome delante de mis hijos; y hay otros de cuando me condenaron, más de dos años después…”
Hizo otra pausa. Estaba claro que hablar de aquello le causaba un profundo dolor.
“Véalos para que sepa por qué busco a ese hombre”–concluyó.
Ella
Belinda era, en aquel tiempo, una mujer alta, rolliza y de cara redonda, en la que se notaba una profunda tristeza mezclada con destellos repentinos de ira mal reprimida. De piel más amarilla que blanca, reseca a causa de la diabetes, de pelo oscuro, mal cuidado y sin cortar, ojos claros y abundantes senos, que hacían juego con las piernas gruesas y las enormes caderas. Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en que fue feliz…
Hogar
Veinte años tenía cuando se casó con Edgar, un hombre muy atractivo, diez años mayor que ella. Enamorada, le dio tres hijos, uno después de otro y, cuando se “operó”, se dedicó a cuidar su casa. Edgar era un buen hombre, responsable, cariñoso, juguetón y buen padre… hasta que se enamoró de otra.
“Te queda la casa –le dijo a Belinda la mañana en que se descubrió todo–, el carro y todas las cosas; y no te preocupés de nada que siempre voy a ser responsable con vos y con los niños”.
Ella lloraba.
“Nadie va a quitarte tu parte de la empresa, pero no quiero volver a verte allí”.
Eso fue lo último que le dijo su marido. Diez años de matrimonio quedaban en la basura. Entonces, en medio de su dolor y su desesperación, Belinda hizo algo de lo que habría de arrepentirse toda la vida.
Ruegos
Su rival era bonita y le calculó entre veintiocho y treinta años, aunque después supo que tenía treinta y dos, cuando su foto salió en los periódicos…
“Déjelo –le suplicó, en la puerta de su casa–, llevamos diez años de casados y tenemos tres hijos…”
La mujer estaba cruzada de brazos y la veía sin decir nada.
“Usted es joven y bonita y va a encontrar a alguien mejor”.
La mujer miró para otra parte.
“Se lo suplico” –le dijo Belinda, juntando las manos.
“Hable con él –respondió ella–; él sabe por qué no quiere seguir viviendo con usted… Yo no tengo la culpa de eso”.
“Por favor”.
“Váyase y no haga más el ridículo… Si perdió a su marido, por algo fue…”
La mujer dio media vuelta y fue en ese momento en que Belinda la agarró del pelo, la jaló hacia atrás y la tiró sobre la acera, luego, se subió encima de ella y le puso las manos en el cuello… Dos vigilantes de la colonia las separaron. Esa misma noche, Edgar, furioso, llegó a la casa y, sin decirle nada, le dio un bofetón que la tiró al suelo.
“Si te volvés a acercar a ella te las vas a ver conmigo” –le gritó.
Pero Belinda no hizo caso.
Rondó la casa de su rival dos meses más, hasta que un detective de la DNIC tocó a la puerta de su casa.
“¿Usted es la señora Belinda…?” –le preguntó.
“Sí” –respondió ella.
“Esta es una citatoria legal para que se presente a las oficinas de la Dirección Nacional de Investigación Criminal, en el barrio Villa Adela… Ha sido denunciada por agresión, amenazas a muerte y acoso…”
Belinda abrió la boca para decir algo, pero las palabras se quedaron en su garganta.
“Le aconsejo que atienda la cita –le dijo el detective–, por su bien, y para que se comprometa a no acercarse más a esa señora…”
“¿Qué me van a hacer?” –preguntó ella.
“Nada, señora; no se preocupe… Solo vamos a platicar y a arreglar las cosas…”
“¿Va a estar ella allí?”
“Es la parte acusadora…”
“Está bien”.
“Firme aquí, por favor, para hacer constar que recibió la citación”.
Cita
Belinda llegó a Villa Adela a las dos de la tarde. A la tres y media, “la parte acusadora” no había llegado.
“¿Va a esperar más?” –le preguntó el detective.
“Usted, ¿qué me aconseja?”
“Espere… para que salga de esto de una buena vez… No tardará en venir… Recuerde que a ella es a quien más le conviene”.
A las cinco, la mujer brillaba por su ausencia. Belinda no iba a esperar más.
“Veo que no vino” –le dijo el detective, apareciendo de pronto ante ella.
“No –respondió Belinda–; no vino”.
“Perdone que la dejé sola –le dijo él–, pero tuve que salir de la oficina unos momentos… ¿En qué vino?”
“En mi carro. Está estacionado afuera”.
“Ya. ¡Qué bueno! Algún día me voy a comprar uno”.
“¿Usted ya se va?”
“Sí, solo marco la salida”.
“Si gusta lo espero a que marque y le doy jalón...”
“¡Ah! Muchas gracias”.
“Solo me voy a detener un poco a poner gasolina”.
“Está bien”.
Muerte
A eso de las nueve de la noche, un equipo de detectives de homicidios llegó a su casa. Belinda, sorprendida, abrió la puerta.
“Solo queremos hacerle unas preguntas –le dijo un oficial–. Es mi deber decirle que está en su derecho a negarse… hasta mañana a las seis”.
Belinda los hizo pasar.
“¿Dónde ha estado usted desde las cinco de la tarde de hoy hasta… digamos las siete u ocho de la noche?”
“Aquí en mi casa –respondió Belinda–. A las cinco salí de la DNIC, donde estuve esperando a una persona que me citó, y después me vine para acá…”
“Sabemos lo de la cita. ¿Alguien la vio salir de la DNIC?”
“Sí… Es más, le di jalón a un detective…”
“¿Puede decirme el nombre?”
Belinda se quedó muda. No sabía cómo se llamaba el agente.
“Bien –le dijo el oficial–. ¿Qué hacía usted entre siete y ocho de la noche en la colonia XX?”
“¡No he ido a esa colonia! Y menos hoy”.
“Hay quien dice que vio su carro estacionado frente a la casa de la señora Delia Martínez más o menos en esa hora”.
“No he estado allí desde que tuve un problema con esa mujer…”
“Conocemos el problema, señora”.
“¿Por qué me hace esas preguntas?”
“Señora –dijo el oficial–, esta noche, entre siete y ocho, según el médico forense, Delia Martínez fue asesinada a cuchilladas…”
“¿Qué? ¿Qué es lo que me está diciendo?”