Serie 1/2
Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.
A Luis Chang lo mataron una mañana, temprano, cerca de su casa, donde tenía también su negocio y su familia. Venía de comprar cigarros de una pulpería cercana y caminaba, despreocupado y en chancletas, por la calle de tierra, lanzando al aire largas columnas de humo.
Saludaba a todo el mundo y todo el mundo lo saludaba a él, porque era un hombre agradable y desde que había llegado a esa colonia y abierto su restaurante de comida china e internacional se hizo amigo de todos sus clientes. Es más, entre los clientes encontró novia y, enamorado como Romeo, se casó.
No importaba que ella no fuera de su misma raza y tampoco importaba que tuviera un hijo de cinco años. Era una mujer hermosa, atractiva y de agradables maneras, además, lo quería mucho porque él era bueno y hasta le puso al niño en una escuela bilingüe, con la esperanza de que aprendiera bien el inglés porque él deseaba radicarse algún día en Australia. Así soñaba Luis Chang, y seguramente hubiera hecho realidad sus sueños si aquellos dos muchachos no le hubieran quitado la vida cerca de su casa, una mañana fresca…
Disparos
Caminaba Luis despreocupado, fumando, cuando dos muchachos, casi dos niños, se cruzaron con él, y él, amable como siempre, les dedicó una sonrisa. Pero dos pasos después, los muchachos se detuvieron, dieron media vuelta y sacaron de debajo de las enormes camisetas que vestían dos armas de fuego. Sin pensarlo, apuntaron a la espalda de Luis y le dispararon varias veces.
El cigarro quedó encendido entre sus dedos y él murió en el suelo, menos de un minuto después. Allí lo abrazó su esposa, llorando desesperada, y allí lo reconoció Medicina Forense. Dos balas le destrozaron el corazón y tres más el cerebro. Los testigos dijeron que los asesinos salieron corriendo “por la cancha” y uno más dijo que vio a dos “chavalos” bajar hacia el río.
“¿Los vio bien?” –le preguntó un detective de homicidios de la vieja Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC.
Dijo lo mismo que habían declarado los demás. Qué eran dos “cipotes” delgados, no muy altos, que vestían camisas largas y pantalones cortos y flojos y que llevaban gorras hasta los ojos. Nadie les vio la cara.
“Pero algunos testigos dicen que el chino les sonrió; tal vez los conocía, o a uno de ellos”.
“Es posible –dijo otro detective–, pero ya nadie puede confirmar eso”.
“¿Por qué matar a un hombre como este, trabajador, amable con todo el mundo y que no se metía con nadie?”
“Tal vez lo estaban extorsionando”.
“La esposa dice que les pagaba a dos grupos y nadie más venía a pedir la renta; es más, nunca tuvo un problema con nadie”.
“Y sus paisanos dicen que tenía dos años de estar en Honduras y que nunca reportó dificultades”.
“¿Por qué no se casó con una china y prefirió a una hondureña?”
“Eso no se sabe… El hombre se enamoró, y nadie tenía derecho a escogerle mujer”.
“Eso es lo raro”.
“No te entiendo”.
“Por lo general, los chinos se casan con chinas”.
“No siempre, y no creo que sea obligatorio entre ellos”.
“Bueno”.
“Lo que tenemos que averiguar es por qué lo mataron”
“Al menos ya sabemos quiénes son los asesinos… o a qué grupo delictivo pertenecen, quiero decir”.
“Lo que sí está claro es que quien ordenó su muerte no quería correr riesgos. Lo quería bien muerto”.
“Eso, en el caso de que su muerte haya sido por encargo…”
“Está claro que así fue”.
“Es posible que se trate de una venganza. Los asesinos tuvieron algún problema con él…”
“No, eso no. Este hombre no tenía problemas con nadie. Su esposa lo hubiera sabido. Es más, dicen los vecinos que siempre salía solo, que andaba por el barrio sin compañías y que le gustaba ver los partidos de futbol los sábados y domingos en la cancha… Si hubiera tenido enemigos, tal vez su vida hubiera sido más recatada, más escondida…”
El detective hizo una pausa. Luego, agregó:
“Y si estuviéramos ante una venganza, los asesinos lo hubieran matado de frente… para que viera quién lo mataba y supiera por qué. Eso es así”.
“¿Entonces?”
“Vamos a esperar…”
“¿Esperar qué?”
“Tal vez en las entrevistas recabemos alguna información valiosa, o quizás sepamos algo por los informantes que tenemos en la zona…”
Investigación
Una semana después del crimen contra Luis Chang, las investigaciones seguían estancadas. Los detectives habían entrevistado a muchas personas, pero no habían sacado nada en claro. Y los informantes no sabían nada. De lo único que estaban seguros era que los asesinos pertenecían a un grupo reconocido en la zona, pero esta conjetura se basaba en la forma de vestir de los muchachos, nada más.
“¿Se ha dicho algo de esta vuelta en la colonia?” –le preguntó el policía al informante.
“No he oído nada” –respondió este.
“¿Ni entre los muchachos?”
“Nada”.
“Nosotros estamos seguros de que los asesinos son de la zona”.
“Es posible –añadió el informante–, porque conocían bien por dónde iban a escapar”.
“Un testigo los vio bajar al río…”
“Por allí se llega a muchas partes”.
Los detectives vieron dos veces más al informante pero este no les dijo nada nuevo. Una semana después, el caso iba quedando en el olvido.
Llamada
Era de madrugada cuando se recibió una llamada en el número de emergencias de la Policía. En un solar baldío, donde había una casa en ruinas y cerca del río, se acababan de escuchar varios disparos, gritos desesperados y después el motor de un carro que subía la cuesta a toda prisa. Cuando la Policía llegó, encontraron en lo que fue la sala de la casa el cuerpo amarrado de un muchacho, un adolescente de unos diecisiete años.
Lo habían torturado y después lo ejecutaron de dos balazos en la parte de atrás de la cabeza. En una de las bolsas de la calzoneta andaba una partida de nacimiento y un carné de un colegio público. A eso de las cinco de la mañana, varios familiares llegaron a la escena y lo reconocieron.
Entre las mujeres que lo lloraban estaba una mujer joven y hermosa que uno de los detectives reconoció en el acto.
“¿Sabés quién es esa mujer?” –le preguntó a uno de sus compañeros.
“No” –le respondió este.
“Es la mujer del chino que mataron cerca de aquí hace unas dos semanas”.
“¡Ah, sí! ¿Y qué está haciendo aquí?”
“Pues, si no me equivoco, está llorando… Y, ¿por qué llora? Pues, por el muerto”.
“¿Qué era de ella?”
“Parece que eran parientes cercanos… La mujer gorda que se despierta y se desmaya es la mamá”.
“Pero… este chavo era delincuente…”
“Como en la viña del Señor, en las familias hay de todo”.
“¿A quién vas a llamar?”
El agente lo interrumpió levantando una mano, abrió su teléfono celular y marcó un número mientras decía:
“Esperate, voy a hacer una llamada. Creo que esto le va a interesar a alguien”.
“¿A quién?”
“A alguien del equipo que lleva el caso del chino Luis Chang…”
“¿Qué tiene eso que ver con esto?”
“No sé, pero me hace pensar el hecho de que esa mujer esté aquí, y que el muerto sea su hermano”.
“¿Cómo sabés que es su hermano?”
“Ella le dice mamá a la señora gorda… y esa señora es la mamá del muerto”.
“Ya”.
Tardaron en contestarle. Al final de la llamada, su compañero le dijo:
“El fiscal dice que levanten el cuerpo”.
“Hablá con ella y decile que espere a que venga el compañero”.
“No es ella, es él…”
“¡Bah! Como es amaneradito, uno se confunde”.
El fiscal estuvo de acuerdo.
“De todas maneras tenemos tiempo –dijo, arreglándose una hebra de pelo sobre la frente, haciendo una pinza con la yema de dos dedos–, la “muertera” no ha venido”.
Xiomara
El agente se acercó a Xiomara, la viuda de Luis Chang, y le dijo:
“El muchacho era su hermano, ¿verdad?”
Xiomara abrió los ojos para reconocer al hombre que le estaba hablando.
“Sí” –tardó en contestar.
“Ya” –murmuró el detective.
“¿Por qué me lo pregunta? –agregó ella–. ¿Quién es usted?”
El detective sonrió, la miró a los ojos hinchados y enrojecidos, y por toda respuesta, le dijo:
“Le ha tocado llorar a dos muertos en su familia en menos de veinte días”.
Xiomara lo miró y abrió la boca para decir algo, pero se interrumpió. Había reconocido al detective que investigaba el asesinato de su esposo.
“¡Ah! –exclamó–, es usted”.
“Sí, soy yo… Creí que no se acordaba de mí…”
Ella no dijo nada.
“¿Tiene idea de por qué mataron a su hermano?”
“No”.
“Dicen que lo secuestraron cerca de su casa, a eso de las tres o cuatro de la mañana –siguió diciendo el detective–, y como vemos, lo torturaron antes de ejecutarlo… ¿Por qué pudo haber sido?”
“Nosotros no sabemos nada”.
“Por la forma en que andaba vestido, su hermano era miembro de…”
“¡Ay, señor! –lo interrumpió la mujer, con un grito bañado de lágrimas–, ¿cómo puede estarme haciendo preguntas en este momento? ¿No ve que mi hermano está muerto y que mi mamá se puso grave?”
“Hago lo mismo que hice cuando mataron a su marido…”
La mujer apretó los dientes, hizo ademán de retirarse, y el detective la agarró de un brazo:
“Si a su hermano lo ejecutaron por lo que me imagino –le dijo, hablándole suave y despacio–, entonces voy a estar seguro de que usted sabe más de lo que nos ha dicho sobre la muerte de su esposo, mucho más…”
Xiomara lo vio con ira.
“¡Usted me está intimidando!” –le gritó.
“¿Qué es lo que pasa aquí, detective?” –intervino de pronto el fiscal, apretando contra su pecho una carpeta con documentos.
“Conversaba con la señora”.
“Este hombre me está intimidando…”
“Agente –exclamó el fiscal–, en nuestro Código Penal eso es un delito que tiene color de abuso de autoridad… ¿O no lo sabía?”
El detective se hizo a un lado, Xiomara se retiró y fue a sentarse en una acera, cerca de su madre que acababa de volver en sí de nuevo. Ante ellas, en el fondo de la sala, estaba el cuerpo ensangrentado del muchacho…
Continuará la próxima semana...