El operativo fue rápido y bajo el amparo de la noche. Hombres encapuchados y armados que llegaron en potentes camionetas abrieron las rejas que dan acceso a un barrio de viviendas humildes amontonadas a lo largo de una escalera comunal.
Sin que se produjesen disparos, según el relato de un testigo, se llevaron a Kevin Saíd Carranza Padilla, de 28 años, conocido en el mundo de las pandillas como “Teiker”, y a su novia, Cindy Yadira García, de 19.
La mañana siguiente, el 10 de enero, el periódico más importante de Honduras, El Heraldo, informó que la policía había capturado a un líder de la pandilla Barrio 18, acusado del asesinato de un policía meses antes. Junto al texto aparecía una fotografía del joven maniatado y tirado en el suelo.
Tenía la cara envuelta en cinta adhesiva, golpes en el pecho y el brazo izquierdo atado sus espaldas, aparentemente dislocado, con una contusión a la altura del codo. La madre de Carranza, Blanca Alvarado, lo reconoció por sus tatuajes.
La foto fue distribuida a los medios por un agente de policía, según tres personas cuya identidad mantenemos en reserva porque temen por su seguridad.
Poco después, funcionarios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal reconocieron que existía una orden de detención contra Carranza y que había pasado por uno de sus calabozos.
Dos meses después, Carranza y Yadira desaparecieron. No están bajo arresto ni hay ninguna acusación judicial en contra de ellos. La policía dice que no sabe nada del caso.
“A estas alturas”, dice la madre de Carranza, “ya solo se puede pensar en la muerte”.
La policía de Honduras ha sido acusada durante décadas de actuar más como asesinos que como funcionarios que defienden y aplican la ley, pero pocos casos han sido investigados. En 2011, policías asesinaron al hijo de la rectora de la Universidad Nacional y a uno de sus amigos y se les acusa de estar implicados en el asesinato de un reconocido periodista de la radio.
Antes, la universidad había hecho público un informe en el que se reconoce que la policía ha estado implicada en la muerte de 149 hondureños entre 2011 y 2012.
En los últimos tres años, el Ministerio Público ha recibido al menos 150 denuncias de casos que podrían calificarse como asesinatos perpetrados por escuadrones de la muerte en Tegucigalpa, operados presuntamente por la policía, y al menos 50 más en San Pedro Sula, capital económica del país.
El mismo informe de la Universidad Nacional dice que 25 miembros de Barrio 18 fueron asesinados por la policía en 23 meses.
“No tengo ninguna duda de que existe una política de limpieza social desarrollada por las autoridades”, dijo un funcionario familiarizado con las investigaciones que no puede revelar su identidad porque teme por su vida.
Pese a los millones de dólares de ayuda por parte de Estados Unidos con destino a la profesionalización de la policía del país, las acusaciones persisten. Incluso, el actual director general de la Policía, Juan Carlos Bonilla, ha sido acusado e investigado por su participación en hechos de estas características.
En 2002, un informe del departamento de asuntos internos de la policía implicaba a quien entonces era el inspector de prisiones, Bonilla, en tres asesinatos o desapariciones forzadas ocurridas en Tegucigalpa entre 1998 y 2002.
También se le vinculaba con al menos otros 11 casos en el marco de lo que en esa época se llamó una política de “limpieza social” dirigida a luchar contra la criminalidad. En aquel momento se dictó una orden de captura en contra de Bonilla y posteriormente fue juzgado y absuelto por uno de los casos. La jefa de asuntos Internos que lo denunció, María Luisa Borjas, fue destituida de su cargo y expulsada de la fuerza policial y el resto de acusaciones, como la mayoría de los crímenes en Honduras, nunca fueron investigadas.
Fondos
Cuando en 2012 Bonilla fue elegido para liderar la policía pese a las dudas sobre su pasado, el Departamento de Estado retuvo dinero destinado a la fuerza policial mientras investigaban lo sucedido. Roberta Jacobson, secretaria de Estado adjunta para el Hemisferio Occidental, dijo la semana pasada que la entidad revisa constantemente la información relativa a las personas y las instituciones que reciben su apoyo en Honduras y que, hasta ahora, el departamento puede y continuará financiando y formando a la policía hondureña.
Todo el dinero, excepto 11 millones de dólares, han sido desembolsado sobre la base de un acuerdo suscrito entre el Congreso y el Departamento de Estado sobre cómo se deben desarrollar las operaciones antidrogas en las que participa Estados Unidos, y cómo se deben adelantar las investigaciones sobre las víctimas civiles que se derivan de ellas.
El senador Patrick Leahy, presidente del comité de asignaciones presupuestales para el Departamento de Estado y las Operaciones Internacionales, dijo que la ayuda de los Estados Unidos llega a unidades de policía que han sido investigadas y cuentan con una autorización y no al conjunto de la fuerza policial de Honduras.
“Se ha dejado claro al Departamento de Estado que ninguna unidad bajo control del general Bonilla debería recibir asistencia de Estados Unidos sin información creíble que refute las acusaciones contra él”, dijo Leahy.
Aun así, el caso de Carranza es problemático “independientemente de que haya fondos de Estados Unidos dirigidos a la unidad que se supone responsable de ese hecho”, porque “hay un patrón de conducta crónico en lo que se refiere a los abusos a los derechos humanos y la impunidad de sus responsables”, agregó Leahy.
Paradero
Entrevistas de la AP con familiares, testigos e investigadores del poder judicial de Honduras muestran un paisaje poco prometedor: dos personas relacionadas con una pandilla fueron detenidas y trasladadas bajo custodia policial y no se ha vuelto a tener información sobre su paradero.
Después de que varios testigos le dijeron que a su hijo se lo llevó la policía, Blanca Alvarado, de 50 años, lo buscó por distintas comisarías la misma noche de su desaparición. En las oficinas de la Dirección Nacional de Investigación Criminal encontró a 20 policías, algunos encapuchados, que jugaban con sus armas mientras les preguntaba por el paradero de su hijo.
“Vayan a buscar a esos perros al Tablón”, recuerda que le dijeron.
El Tablón es un lugar conocido porque allí habitualmente arrojan cadáveres de jóvenes ejecutados, amarrados de pies y manos, ubicado en las afueras de la capital, con la tasa más alta de homicidios del mundo.
El modus operandi de los escuadrones de la muerte no varía mucho: cuando la noche empieza, grupos de alrededor de unos diez hombres, encapuchados y vestidos con chalecos antibalas, se desplazan en vehículos grandes, con vidrios oscurecidos y sin placas en busca de sus blancos, según un investigador del caso de Carranza, cuya identidad no revelamos para no entorpecer la indagación.
Un mes después de la desaparición de Carranza, los medios hondureños publicaron un video que muestra una de esas operaciones en Tegucigalpa: cinco jóvenes caminan por la calle cuando un grupo de hombres encapuchados, armados con fusiles AK-47, se baja de dos camionetas y los rodean. Los hombres armados disparan a tres jóvenes que alcanzan a huir tras su arribo. Los dos que quedaron atrapados son obligados a tirarse al suelo boca abajo y son ejecutados a sangre fría.
Uno murió al instante. La otra persona aún se movía, como lo mostraban las cámaras, pero murió horas más tarde en un hospital.
El portavoz de la Policía Nacional, Héctor Iván Mejía, dice que no sabe nada del caso de Carranza y no quiso dar detalles sobre las ejecuciones mostradas en el video porque se encuentra bajo investigación. Pero dice que Honduras se encuentra inmersa en una guerra contra las pandillas y que hay grupos de asesinos que responden a diversas estructuras del crimen organizado.
“Tenemos detectado un grupo de personas que desarrolla ese tipo de operativos, existen similitudes con otros casos y trabajamos para resolverlos”, dijo Mejía. “Si alguna vez el estado actuó de esa manera, a mí no me consta. Si algún policía estuviese involucrado en ese tipo de delitos se le detendría. Las autoridades del estado no pueden ni deben combatir el crimen de esa manera”.
En 1988, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al estado de Honduras por no documentar lo que sucedía con las personas una vez eran detenidas y porque permitía que la policía entorpeciera y no cooperara con el poder judicial en la investigación de casos de desaparición forzada, “incluyendo amenazas a los jueces y negativa a reconocer los hechos”.
Bonilla fue nombrado jefe de la Policía en mayo pasado, después de que su predecesor, general Ricardo Ramírez del Cid, fuera destituido en medio de la polémica y las acusaciones contra la policía por el asesinato de uno de los periodistas más conocidos del país, Alfredo Villatoro.
El mes pasado, Ramírez dijo que Bonilla era el principal sospechoso de dirigir el operativo que terminó con la vida de su propio hijo de 17 años tras un tiroteo en un restaurante entre sus guardaespaldas y, una vez más, diez hombres armados y encapuchados que se desplazaban en dos camionetas.
Ramírez dijo que Bonilla estaba en los alrededores cuando todo sucedió, mientras que el jefe de la policía y el presidente Porfirio Lobo respondieron diciendo que era imprudente lanzar tales acusaciones.
Pero las acusaciones arrecian. Honduras ha tratado de depurar, sin éxito, su policía de oficiales corruptos desde que la rectora Julieta Castellanos denunció la participación policial en el asesinato de su hijo y un amigo en noviembre de 2011.
Pruebas
En mayo y noviembre del año pasado, cientos de policías fueron sometidos a pruebas de polígrafo y sus antecedentes criminales fueron revisados. Al final, 31 de los 14,500 oficiales fueron separados de la institución antes de que la Corte Suprema declarara que las pruebas practicadas eran inconstitucionales por violar el derecho al debido proceso de los destituidos.
La depuración se encuentra detenida.
Un informe de Naciones Unidas publicado en 2010 dice que “el hecho de que la Dirección de Investigación Criminal no sea independiente de la
Dirección de Policía, pues ambas forman parte del Ministerio de Seguridad, ha obstaculizado su capacidad para intervenir en casos de denuncias de violaciones cometidas por agentes de la policía”.
La policía de Honduras “parece ser una institución irreformable”, dijo Víctor Meza, presidente de la Comisión para la Reforma del Sistema de Seguridad nombrada por el presidente Lobo hace un año.
El caso de Carranza sería solo el último de los ejemplos.
Uno de los vecinos aceptó contar lo sucedido el 9 de enero con la condición de que no se hiciera pública su identidad por temor por su vida. Dijo que todo sucedió entre las 9:30 y 10:00 pm.
“Gritaron ‘¡policía!’ y sé que eran varios hombres por las pisadas que dejaron en las flores, abrieron los portones, hubo ruido durante unos minutos, como patadas y se fueron”, dijo. “Regresó el silencio, las puertas habían quedado abiertas y en la casa ya no había nadie”.
“Lo que se dice en el barrio es que había carros de policía en la calle y entraron con llave, o alguien les abrió, porque los portones de la calle están intactos”, agregó.
Vigías de la pandilla alertaron a un miembro de Barrio 18 que se hace llamar Jonathan Flores y trabajaba como conductor para Carranza. “Me llamaron inmediatamente para que viniera a ver qué había pasado porque yo conocía la casa”, dijo. “El portón no estaba roto. Estaba toda la casa revuelta y el perro solo. Los vecinos me dijeron que había sido todo muy rápido, sin violencia ni gritos ni disparos. Entré, miré y salí”.
“Al salir me crucé con dos Nissan Frontier, uno azul y otro blanco, sin placas”, agregó. “Estaban platicando con los vecinos. Eran como 6 o 7, vestidos de civil, con chalecos antibalas, armas largas y encapuchados. Todos los vecinos de la calle estaban fuera mirando que había pasado”.
Los encapuchados le dijeron a Flores que venían a llevarse algunas cosas.
“Se llevaron un plasma de 50 pulgadas, un teatro en casa y ocho parlantes recién comprados”, dijo la madre Alvarado. “El mejor equipo que se puede concentrar. Los celulares, la colección de tenis que tenía. Mi hijo siempre llevaba unos 8,000 o 10,000 lempiras encima (unos 500 dólares)”.
Flores afirma que no hay otra explicación para la desaparición de Carranza que la policía. La pandilla sabría si hubiera sido secuestrado por un grupo rival.
“Mirá la foto de la detención”, dice, una imagen que muestra los pies de las personas que rodean el cuerpo de Carranza. “Los pandilleros no trabajamos con zapatos formales”.
Tampoco cree que Carranza se haya ido.
“Él no tenía motivo para irse, estaba trabajando bien aquí. Si uno ya no quiere estar lo dice y se va, si se va a los Estados, avisa, y avisa también a la mamá, no las dejan a las mamás así nomás”.
Su madre recurrió a la Fiscalía con la fotografía publicada en el periódico como prueba. El investigador del caso piensa que la cinta que le envuelve la cara y las marcas en el cuerpo, así como el hombro dislocado, son pruebas de tortura.
La madre esperó las 48 horas que marca la ley y visitó la morgue en una búsqueda infructuosa del cadáver. Después presentó un recurso hábeas corpus ante la Corte Suprema de Justicia, que consiste en que se verifique si una persona ha sido detenida o no, en el plazo de 24 horas si no ha sido puesta a disposición judicial o en libertad.
La Corte aún no ha respondido, pero el funcionario cercano a la investigación dice que la policía reconoció el día siguiente a la desaparición que había una orden de detención para Carranza y que sería procesado rápidamente. Después, la policía dijo no saber nada del caso.
“Un oficial de policía no puede hacer esto por su cuenta”, dijo Flores. “Se necesita toda una red de información y logística para arrestar y desaparecer personas”.