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Dos mujeres con suerte


Un regalo inesperado alegra el día de dos inocentes mujeres. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y omitido algunos detalles a petición de las fuentes.

26.01.2014

ORO. La esposa de Foncho salió de su casa en la colonia El Pedregal a eso de las ocho de la mañana, con el salario de su esposo en la cartera. Iba a pagar las cuentas del mes y a comprar la provisión para los siguientes treinta días.

Era una buena administradora. En opinión de su esposo, la mejor.

A las diez de la mañana, con los
ojos brillantes por la alegría y una sonrisa agradable iluminándole el rostro, llegó a la oficina de Foncho, en la

Pagaduría General de la República, se asomó a la puerta, llamó a Foncho con un “shi, shi” y le hizo una seña con un dedo. Foncho dejó el periódico a un lado y salió.

–¿Qué andás haciendo?

–Te traigo una buena noticia.

Foncho frunció las cejas mientras ella metía las manos en su cartera.

–Mirá –le dijo, viendo hacia los lados para acentuar el misterio, al tiempo que ponía ante los ojos de su esposo un objeto brillante y de forma cilíndrica que traía envuelto en un pañuelo.

–¿Qué es eso?

–¡Una barrita de oro! Se la compré a un muchacho que andaba desesperado vendiéndola porque la mamá está grave en el Hospital Escuela… ¡Mirá!

Foncho dio un grito.

–¡Ah, que mujer más bruta, Dios mío!

La mujer abrió los ojos asustada. Foncho agarró la barrita de oro.

–¿Sabés que es esto?

–Una barrita de oro… El muchacho me dijo que vale más de siete mil lempiras. El muchacho estaba desesperado. ¡Mirá que pesada es!

–¡Ay, Dios! Esto es un pedazo de cobre pulido, mujer, no es oro… Ya te estafaron.

La mujer se puso pálida.

–¿Cuánto le diste por esto?

–Todo el pisto que me diste.
Foncho casi se desmaya.

ÉL. Era un muchacho de agradable presencia, bien vestido, alto y de fácil palabra. La mujer pasó cerca de él y él le dedicó una hermosa sonrisa. Luego le dijo:

–Perdone, señora, ¿sabe usted dónde queda una joyería por aquí?

Ella se detuvo. Él continuó.

–Es que fíjese que yo soy de Yuscarán y vengo a vender una barrita de oro para curar a mi mamá que la tenemos en el hospital con cáncer…

Y le enseñó la barrita. Ella se impresionó. Él la envolvió en el pañuelo.

–Mire que vale más de diez mil lempiras pero yo no necesito tanto dinero… Por tres mil lempiras la vendo para comprarle la medicina a mi mamá…

La mujer tragó saliva.

–Enséñela, usted.

La barrita brilló ante sus ojos una vez más. Él se la puso en las manos.

–Mire –le dijo ella–, por aquí hay joyerías…

–¡Cómpremela usted! Hágame el favor…

El muchacho estaba a punto de llorar.

–Usted conoce aquí… O se la lleva a su esposo para que la vendan juntos… Se va a ganar un buen dinero… Yo solo quiero la medicina de mi mamá…

La mujer suspiró. Cuando se separó del muchacho iba haciendo números. Sabía que Foncho se pondría feliz. Para eso se había casado con una mujer inteligente. Antes del mediodía, con los ojos hinchados de tanto llorar, reconoció al muchacho en una fotografía que le mostraron los detectives en la

Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC. Foncho tuvo que ir a la casa de empeños para pasar el mes. Dice que todavía mira para todos lados por si se encuentra con el muchacho de la barrita de oro.

BANCO. Ese día el banco estaba lleno, la gente hacía largas filas, conversaba y a veces reía. Doña Sara platicaba con su hija, con ojos sonrientes, feliz por la pronta llegada de su primer nieto. Su hija, luciendo la enorme barriga de casi nueve meses, hacía planes para el futuro. Estaba contenta.

–Va a ser varón, hija –decía la señora–, es que tenés la panza puntuda…

–¡Ay! Ojalá, mamá… Va a ser como Olman…

–¡Pase!

Las mujeres se acercaron al cajero, la señora se puso los lentes, unos lentes viejos de aros grandes, y firmó. Unos minutos después, guardaba en su cartera diecinueve mil lempiras.

–Con esto es suficiente para pagar la clínica y comprarle unas cositas al bebé…

–¡Ay, mamá!, yo tengo hambre.

–Yo también, hija.

COMIDA. El olor a pollo frito estimulaba el apetito, las papas con salsa eran una delicia y el té helado, aunque demasiado dulce, era una tentación. Las mujeres comían mientras platicaban, haciendo planes para el futuro. La comida iba desapareciendo poco a poco. Entonces, como salido de la nada, se acercó él. Ellas devolvieron el saludo educadamente.

–Señoritas, hoy es su día de suerte. Yo trabajo en la óptica Handal y tenemos un programa que regala lentes nuevos a personas que nos pueden ayudar a promocionar la óptica… Yo las escogí a ustedes, mejor dicho, a usted, señora… ¿Usa lentes usted?

–Sí, pero ya están viejitos…

–No se preocupe… En la óptica se los cambiamos por unos nuevos… ¡Y gratis! Por la promoción que tenemos toda esta semana…

–¿Gratis?

–Gratis; así es… No va a pagar ni un centavo… Hoy es su día de suerte… Bueno, Dios lo hace todo…

–¿Y cómo hago para…?

–Solo termine de comer y vaya a la óptica… ¿Conoce? Bien. Vaya a la óptica y allí la espero para que le hagan sus exámenes y ordenen sus lentes…

Es todo lo que tiene que hacer… ¡Ah!, pero hay una condición… Cuando le entreguen sus lentes nuevos tiene que dejar los viejos en la óptica, ¿entiende?

La señora sonrió, el muchacho se despidió con una de esas encantadoras sonrisas con que las había seducido, y salió del restaurante.

–¡Ay!, mija, Dios me bendice. Cómo que sabe que estos anteojos ya no me sirven.

ÓPTICA. El muchacho, vestido con una camisa celeste, impecablemente limpia, un pantalón azul, zapatos relucientes y corbata roja con lunares blancos, entró a la óptica con una enorme sonrisa. Era alto, de agradable presencia, ojos claros y pelo negro, peinado hacia atrás con suma elegancia.

–Hola –le dijo a la dependienta–, fíjese que necesito un favor suyo…

La muchacha le sonrió.

–Es que mi mamá va a venir para hacerse unos anteojos nuevos, viene con mi hermana que está embarazada. Yo le quiero regalar los anteojos y quiero pedirle que la atiendan bien, que le hagan los exámenes… Yo trabajo aquí nomás, en Finanzas, y yo voy a pagar todo… Ya van a venir. Aquí las espero.

Las mujeres no tardaron en llegar. El salió a recibirlas.

–Pasen y siéntense –les dijo–, ya las van a atender…

Se acercó a la muchacha del mostrador y le dijo:

–Ella es, señorita; hágale la ficha de registro.

La dependienta fue a un archivo, sacó unos papeles y llamó a la señora.

–Venga, por favor, siéntese aquí para tomare los datos.

La mujer se sentó agradecida. Las dependientas la atendieron con esmero especial. El muchacho, sonriente, la veía con dulzura. Una de las dependientas le dijo a otra, en una esquina del mostrador:

–¡Ah!, que así fueran todos los hijos…

–Sí, ¿verdad?

–¡Y qué guapo es!…

–Callate, vos…, que soy una mujer casada…

La dependienta terminó de tomar los datos, se puso de pie y entró a la clínica. Cuando salió, le dijo:

–Va a esperar un momento, por favor; el doctor está con un paciente.

–Está bien, no se preocupe; yo espero. ¿Va a ocupar los lentes viejos?

–¡Ah, sí! El doctor se los va a pedir.

EXAMEN. El ambiente en la óptica era agradable, el muchacho era un buen conversador y las dependientas estaban encantadas con él. Las mujeres, sentadas, esperaban, conversando. La señora estaba contenta, la hija sonreía sobándose la barriga. El bebé estaba inquieto.

–Gracias a Dios ya vas a salir de esto, hija.

–¡Ay, sí, mamá!

La dependienta la interrumpió. Acababa de salir el paciente que estaba con el doctor.

–Señora, venga, por favor. El doctor la va a atender.

Las mujeres se pusieron de pie. El doctor sostuvo la puerta abierta. Primero, se sentaron frente al escritorio, el doctor confirmó algunos datos, conversó un poco con ellas y luego se levantó para hacer el examen.

La hija se cambió de silla, la señora dejó la cartera en la suya y se sentó en el sillón para que le hicieran el examen. El doctor apagó la luz.

En la tienda, el muchacho conversaba, hablando de todo. De pronto preguntó:

–¿Ya le están haciendo el examen a mi mamá?

–Sí.

–¡Ah!, qué bueno. ¿Y yo no puedo entrar?

–Sí, claro; pase.

El doctor se interrumpió por un momento cuando se abrió la puerta. El muchacho saludó. Se sentó despacio y en silencio, esperó un momento, en las sombras movió las manos con destreza, sin que nadie notara nada y, de pronto, se puso de pie.

–Perdone, doctor… Creo que estorbo aquí… Voy a esperar en la tienda.

Salió, sonrió a las muchachas y dijo algunas palabras igual de agradables. De pronto pareció recordar algo.

–Fíjese que tengo algo que hacer aquí a la vuelta… ¿Cuánto tardarán con mi mamá?

–Unos quince minutos… Veinte, cuando más.

–¡Ah, no! Yo solo me tardo cinco minutos… Ya vengo. Me tiene la cuenta para pagarle, por favor. Ya regreso.

–Está bien.

Y salió.

ELLAS. Veinte minutos después las mujeres salieron de la clínica, el doctor le entregó la ficha a una muchacha y le dijo:

–Por favor, ayúdele a escoger unos aros…
Tardaron quince minutos más. Entonces la señora preguntó por él.

–¿Y el muchacho? ¿Dónde está?

–Dijo que ya iba a venir; solo fue aquí a la vuelta… Es muy amable…

–Sí, que Dios lo bendiga…

–Buen hijo le dio el Señor.

La mujer arrugó las cejas. No había entendido. Pero no dijo nada.

–Ya está todo –dijo la dependienta–, solo hay que esperar a su hijo para que pague los lentes. ¡Qué buen hijo el suyo! Pero qué raro que se ha tardado… Dijo que solo se tardaría cinco minutos…

–¿Cómo dice?

La dependienta no entendió. La señora estaba confundida.

–¿Mi hijo? ¿Cuál hijo? Yo solo tengo tres hijas…

–El muchacho que vino con usted…, su hijo…

–Él no es mi hijo… Me dijo que trabajaba aquí, en la óptica…

–No, señora; aquí no trabaja. Dijo que trabajaba en Finanzas, aquí cerca, y que usted era su mamá y que él le quería regalar los anteojos…

–¡Ay, Señor de los Ejércitos!

La mujer se sentó, abrió la cartera, blanca como el papel, hundió en ella la mirada y dio un grito. El dinero había desaparecido. Los diecinueve mil Lempiras que acababa de retirar del banco ya no estaban donde los había puesto.

–¡Hija, el dinero no está! Me lo robaron.

–¡Ay, mamita linda!

Vaciaron la cartera. El dinero no estaba.

–Se lo robó ese pícaro… Cuando entró a la clínica… ¡Ay, Dios! ¿Y ahora qué vamos a hacer?

LA DNIC. Muy poco podía hacer la Policía. La descripción del muchacho fue exacta y uno de ellos creyó reconocerlo. Las mujeres fueron a la DNIC y lo encontraron en una fotografía. Era el mismo estafador de la barrita de oro.

–¡Ay, mija! ¡Qué bruta soy! ¿Cómo me dejé engañar!

–Sí, mamá.

Las mujeres lloraban.

–Ahora vas a tener que ir a parir al Materno…

–¡Ay, no, mamá!

–Si tan siquiera ese desobligado de Olman te ayudara…, pero no porque si se da cuenta la esposa lo mata… ¡Ay, que desgracia!

NOTA FINAL.
En el banco, los detectives vieron el video de las cámaras de seguridad. Cuando las mujeres se acercaron al cajero, el muchacho, impecablemente vestido, estaba a unos tres pasos de ellas.

Vio el momento en que recibieron el dinero y se acercó un poco para ver donde lo guardaba la señora en la cartera. Salió casi detrás de ellas. Todavía lo busca la DNIC.