Como un personaje que nace de la incomodidad hacia la autoridad calificó Giuseppe Vijil al protagonista de su cuento “Buena educación”, con el que ganó el primer lugar en el Concurso de Cuentos Cortos Inéditos Rafael Heliodoro Valle auspiciado por EL HERALDO.
Vijil compartió que viendo el clima de la política actual que viven los países latinoamericanos, “encontrar un arquetipo para crear a mi villano no fue nada difícil, cada vez los presidentes tienden a ser más autoritarios y hostiles en contra de la población, y lo que sucede es que normalmente la gente tiende a creer en ellos de buena fe, como le sucede a mi personaje, entonces la idea de mi cuento viene del afán de reflejar un poquito esa dinámica de las relaciones de un presidente un poco bellaco que hace creer en su maldad al inocente”.
El gran ganador del concurso dijo que esta era la cuarta vez que participaba, y que fue muy emocionante saber que había ganado en esta oportunidad en la cual no tenía pensado concursar, y que al final decidió hacerlo motivado por su esposa, quien con el fin de animarlo también atendió a la convocatoria.
La gran sorpresa es que ella fue la ganadora del tercer lugar, “hemos estado muy felices y nos arreglaron mucho el fin de semana”, expresó.
Buena educación, historia ganadora del primer lugar en la quinta edición del concurso de cuentos cortos inéditos de EL HERALDO.
Hacían treinta y dos grados la noche cuando la rotación semanal dispuesta por el general mandaba que el cabo cubriese el balcón del ala norte.
Como cada miércoles, sin novedades. Víctima del insufrible calor de abril que parecía meterse dentro de la boca, alojarse obsesivo entre las axilas y colarse por debajo de la suela de los zapatos, la atezada piel del soldado era surcada por una seguidilla de imprudentes gotas de sudor que huían despavoridas hacia su cuello, humedeciendo vergonzosamente su almidonada camisa.
Cuando el joven centinela alzó su mano derecha activando con el pulgar la piedra del encendedor, logró disimular el temblor. Pero la izquierda, que trataba de hacer vela en favor de la débil llama, descubría el estremecimiento que se apoderaba de los delgados y nudosos miembros del asesino en ciernes, designado por las malas jugadas de su habitualmente desafortunado destino.
El presidente fijó sus inquisitivas pupilas en él, enmarcadas en una sola e inmensa ceja más oscura que la noche abalanzada sobre la solitaria casa presidencial.
El cabo pensó en su mujer, resistiendo con valentía la violenta necesidad de llorar que estrangulaba su cuello, pues comprendió que el presidente había leído el plan en sus ojos, en su irrefrenable temblor, en su cobardía ofensiva, insultante. Una vez que abandonara aquel balcón, sus segundos estaban contados y era un conteo escaso.
Encendido el cigarrillo, el siempre disciplinado recluta se colocó en posición de firme y saludó con su mano derecha, tan marcial como le fue posible.
El presidente evacuó lentamente el denso y azulado humo, que parecía escapar ordenado y sumiso por debajo del espeso bigote, entre las cerdas hirsutas y oscuras que disimulaban la mueca feroz de sus labios. El cabo comenzó a sentir molestas punzadas que provenían de sus pies, el calor se enconaba aun más con sus mejillas y perlaba con discreta humedad el labio superior, mientras el pánico terminaba por desmoronar su ya desvencijado coraje.
“Si no disparo condeno a mi esposa, van a ir a mi casa, van a destruir mis cosas, a calumniarme con los vecinos, dirán que me mataron por ladrón y van a violarla. Maldito general con sus estúpidas misiones secretas. Él lo sabe. Dicen que él puede leer estas cosas en la cara. Algo de cierto habrá en eso. Nadie que no tenga pacto con el mismísimo diablo vive sentado 23 años en la poltrona presidencial de este país”.
- ¿Cómo se llama, cabo? - preguntó el presidente sin delatar nada en su voz. No había apuro, impaciencia. Mucho menos temor. La resonancia de capilla vieja que su grueso pecho imprimía a cada palabra había envuelto los histéricos pensamientos del inexperto verdugo, salvándolo paradójicamente de sufrir un ataque de pánico frente a su víctima.
- Cabo López, señor -respondió asustado, pero con toda la firmeza marcial que le fue posible imprimir, acentuando tanto como pudo esa “S” mayúscula al inicio de “señor”.
El presidente comenzó a rodearlo. Mantenía la mano izquierda en el bolsillo del saco y con la derecha sostenía el cigarrillo muy cerca de la boca.
- ¿Ya cenó, cabo? -rompió el silencio el presidente al colocarse justo por detrás del soldado. Las palabras parecían finas estalactitas de hielo que impactaban desquiciadas en la espalda del ofuscado guardián. El enésimo estremecimiento vino a confirmarle al cabo que hasta el más tonto blanco de magnicidio de toda la historia se hubiese enterado ya que iba a tratar de matarlo. No digamos el comandante en jefe de la patria, superviviente de seis intentos de asesinato y cuatro golpes de estado.
- Sí, señor, comí antes de comenzar la guardia.
El cabo López no podía verlo. Escuchaba las pisadas lentas. Dos o tres pasos y alto. Parecía dar un paso adelante y dos hacia atrás. De repente el presidente pasó su mano izquierda sobre la espalda del cabo y apoyó la extensión de su brazo en la base del cuello humedecido. Expiró una nueva bocanada de humo acre
- Le confesaré algo, cabo. Desde que ocupo este difícil puesto que el pueblo me ha encomendado, he mantenido la costumbre de fumar un cigarrillo a la medianoche, justo cuando empiezo mi jornada laboral más compleja y delicada. Y en todo este tiempo el único guardia de toda esta casa que me ha ofrecido fuego es usted. En veintitrés años, solo usted. Me vio fumar la primera noche y desde entonces cada vez que su guardia coincide con mi descanso me ha ofrecido fuego. Eso habla muy bien de la educación que recibió en casa, es un gesto que no he pasado por alto. Tardo pero nunca olvido. Quiero verlo mañana en mi despacho a las tres de la tarde. Vamos a hablar de su futuro. De su futuro a mi lado, cuidándome las espaldas. Descargó un suave puñetazo en el hombro derecho del cabo y parsimonioso se dirigió hacia la doble puerta de cristales oscurecidos que marcaban el final del balcón y el inicio de uno de los tantos salones del palacio, desapareciendo al cerrarse las puertas a sus espaldas.
El cabo López comenzó a respirar dando bruscas bocanadas. Apoyó las manos en sus rodillas permitiéndose finalmente llorar. No podía creerlo, el “ Carnicero de la Franja”, “Cuentacostillas”, “Enterrador del Caribe”, tantos epítetos y el hombre era capaz de agradecer aun por el sencillo gesto de un don nadie encendiendo su cigarrillo.
El presidente no había descubierto sus intenciones de matarlo, lo había reconocido como el eficiente guardián que fue hasta el día en que el general le metió esa idea de volverse rico “matando al tirano”. El presidente no era un tirano. El general estaba equivocado, el pueblo estaba equivocado. El mundo a fin de cuentas estaba mal.
Se alejó unos pasos de la puerta irradiando alivio por cada poro, reclinándose exhausto sobre la balaustrada. Sus hombros se levantaron cuando apoyó sus brazos, ahora relajados.
“Cuando nazca mi primer hijo se llamará como él” fue el pensamiento que la detonación partió en dos. Rápida y eficaz. Al otro lado del cristal opaco y perforado por un pequeño agujero, con una sonrisa, el presidente empuñaba el arma todavía humeante.