San Lorenzo, Honduras
El sol empieza a ser insoportable y eso que son las ocho de la mañana. En el embarcadero de la colonia Gracias a Dios, en la periferia de San Lorenzo, se escuchan risas y gritos infantiles, incluyendo las voces de Salvador y Alex.
Salvador, Alex, Chente, Michael, Marvin, Toño… dejemos los nombres y pongamos un número: 13 niños están listos para subirse a Titanic, una pequeña lancha de fibra de vidrio impulsada por motor, que se mece con la marea, pero que está lista para llevarlos hacia los tupidos manglares en busca de curiles.
La lancha parece zozobrar, pero ellos están tan acostumbrados que más bien ríen. Para ellos es un día normal, es un día cualquiera, es un día común. Para el equipo de EL HERALDO no lo es. Hemos entrado al mundo de los niños del lodo, del fango, hemos entrado al mundo de las peores formas de trabajo infantil.
La salida no pudo ser peor. Distribuir 16 personas en un angosto espacio de la lancha casi termina en una batalla campal entre Chente y doña Martha, una experta curilera que creció en los manglares.
El pleito por la proa (la parte frontal de la lancha) desencadenó en insultos y epítetos de uno y otro lado: Señora, no le pego un pij... porque es mujer, de lo contrario ya estuviera revolcada. -No jodas, hijue.. a vos y a tu madre los agarro a pij…, contesta y lanza al mar la alforja de Chente.
El menor se lanza al mar, recupera su bolsa casi en el aire, se sube a la canoa empapado, pero ya no ocupa el lugar que tenía.
No hay más tiempo que perder y Juan, el sereno hombre dueño de la lancha, echa andar el ruidoso motor. Titanic deja una espuma y avanza hacia diferentes diminutas islas para empezar una ardua jornada laboral en medio del lodo y la telaraña de raíces manglares del Golfo de Fonseca.
Entre el vaivén de la embarcación y el sol que cada segundo es más intenso, parte de la tripulación inicia un ritual para proteger sus cuerpos con calcetas, medias, camisas manga larga, gorros, botas y guantes de hule, para enfrentar lo que les espera.
Niños del fango
El trabajo es despiadado, durante todo el día los “niños curileros” permanecerán en posición encorvada para extraer los moluscos de entre las ramas más bajas del mangle, lo que los obliga a inhalar el penetrante olor de la materia en descomposición que emana el abundante lodillo.
Alex y Salvador se quedan a la orilla de la isla de Piedra. Tienen la suerte de quedar juntos, no porque sean hermanos porque no lo son, sino porque son de los más pequeños. El primero con 14 y el segundo de 13 años. Al resto de la embarcación hay que seguirlo distribuyendo por todas las islas e islotes.
De los dos, Salvador es que el luce más protegido: un pantalón azul marino, con un pedazo de tela donde se lee, paradójicamente, “salud y nutrición”. El resto de su raquítico cuerpo le cubre una camiseta verde, manga corta, sobre la cual resalta una gruesa cadena del color de la plata, botas de hule negra y un guante azul.
Alex, aunque tiene un cuerpo más desarrollado y se expondrá más al riesgo de trabajar en el fangoso terreno, lleva una calada camiseta blanca manga larga, junto con una calzoneta de tela licra, azul bandera, está descalzo y apenas un guante amarillo cubre su mano derecha.
A las 9:45 de la mañana los dos menores se cuelgan de las ramas del manglar para sacar de entre la funda de cabuya uno de los cinco puros que compraron para la faena del día.
- Es para ahuyentar la plaga… los jejenes y los zancudos, aquí abundan, hay que apurarnos, porque la marea está alta. ¡ojalá nos vaya bien”!, dice Salvador, mientras su amigo le observa y sonríe.
La conversación se apaga con el humo que comienza a ser expulsado desde sus bocas y ambos menores inician su jornada laboral en las profundidades del pestilente lodo que se acumula en las raíces del mangle.
Con agilidad introducen y sacan sus manos una y otra vez del lodo putrefacto que se ha generado de la descomposición de hojas, ramas, curiles, almejas y cascos de burro, entre otros animales marinos que permanecen en el lodillo.
Las primeras escarbadas entre el pantanoso lugar son infructuosas.
–No nos ha ido bien en las últimas semanas, lamenta Salvador, pero luego revela que “este (y señala a su compañero) es nuevo en esto, aún no logra sacar bastantes curiles, yo le gano, pero es que llevo más años que él en este trabajo”.
La respuesta del risueño Alex no se hace esperar y lo reta a que este día será mejor para él: - Que tal que hoy sí te gane…, mejor no hablés y seguí buscando. Ambos han mantenido la humareda entre cortas conversaciones y pausas que aprovechan para lanzar escupitajos.
-El sabor del tabaco es amargo, si no escupimos nos da mareo, dice Salvador.
- Es que ja, ja, ja, ja... no hay que tragarse el humo, solo jalar y botarlo… si no pegan unos mareos y más que para sacar los curiles uno está agachado bien cae de cabeza en el lodo, complementa Alex.
Mal tiempo para la curileada
No hay silencio en la ñanga, cuando ellos dejan de hablar. Entonces, es tiempo de escuchar el bullicio de los grillos, chicharras y las conchas del mar que al abrirse generan un murmullo aterrador para quienes se sumergen en la zona por primera vez. Pese a que ambos niños se dan tiempo para dialogar, con una habilidad impresionante no dejan de escarbar por entre las raíces del manglar y van acumulando las conchas cubiertas del pestilente lodo, en las bolsas que cargan en sus espaldas.
La labor que comenzaron casi a la par se ha ido extendiendo en diferentes direcciones y de vez en cuando los menores lanzan al lodo los “curiles malos”, es decir, las hembras o los peludos que no han desarrollado. -Esos no los recogemos porque no los pagan.
La faena que inicia a la orilla de la isla por lo general se extiende a más de un kilómetro del punto donde los dejó la lancha, hasta que la alforja que cargan a sus espaldas se llena de curiles.
A lo largo de la jornada laboral ninguno de los dos niños ha consumido alimentos, apenas Salvador logró llevar una botella de medio litro de agua.
- Antes de bajarme de la lancha me comí una burrita con frijoles, mortadela y huevo, y vos Alex, ¿comiste? -Es que me comí unas tortillas con frijoles en la casa y si me da sed me vas a tener que regalar, respondió el recién entrenado curilero.
Alex decide tomarse un descanso y se posa sobre una de las ramas del mangle, mostrando cómo el lodo le ha cubierto pies y pantorrillas, manos y antebrazos.
El contacto permanente con la humedad les ha arrugado la piel. -Esto es nada, cuando uno se corta es lo peligroso, o que lo pique un animal venenoso, dice con tranquilidad Alex.
A unos metros de distancia, Salvador se suma a la conversación para revelar aún más el peligro al que se exponen: -Eso es nada, un día yo estuve cerca de un lagarto, que solo me meneaba la cola, pero se alejó sin hacerme daño, pero sí me asustó… ja, ja, ja, ja, ja.
En el reposo, Salvador insiste en que la temporada no ha sido la mejor.
-La curileada ha estado mal estos meses...
Antes de tener un par de zapatos o ropa nueva, ambos deben trabajar por varios meses, pues de lo que ganan deben pagar 10 lempiras o en especies, que representan 10 manos de curiles (50 unidades), al dueño de la lancha por el trasladó a los manglares, además deben aportar en sus casas y lo que sobra es para sus propias necesidades.
-Por día me quedan 20 lempiras, pero con eso algunas veces me compró churros y refrescos, entonces ya no queda nada, ahorita tengo ropa, tengo cinco mudadas, aseguró Alex antes de describir a sus cinco hermanos mayores, y de contar que quedó huérfano de padre hace unos meses.
El padre de Alex, un pescador al que apodaban Pininia, murió ahogado en una tarde de faena, cuando andaba en estado de ebriedad.
Alex no sabe leer ni escribir porque “nunca fui a la escuela”. Desde hace dos años vive con su abuela materna Ángela, pues su mamá se separó de la familia hace ya varios años.
El sueño de Alex
Entre las labores en el fango y la falta de apoyo de sus familiares, Alex ni siquiera tiene tiempo para soñar en el futuro más que seguir viviendo en su propio universo.
– Yo no tengo sueños
– ¿No pensás en el futuro?
- No pienso en el futuro…
- ¿Pero qué te gustaría tener?
- Me gustaría ser dueño de una lancha.
Pero Alex sonríe cuando se habla de fútbol y asegura ser un excelente delantero, claro está, cuando tiene tiempo para jugar. Fanático del Motagua, este jovencito es retraído y tímido, pero con un rostro de felicidad por sus angelicales chocoyos.
Tiene tres hermanos, dos pequeños y uno mayor que él, su nivel escolar es mejor en comparación con Alex, pues llegó hasta sexto grado. - Yo sé leer y escribir, a mí no me engañan con las cuentas, no seguí en el colegio porque era aburrido, lo que sí me gustaría es aprender la carpintería.
La labor de los dos adolescentes se extendió hasta las 4:00 de la tarde, como sucede cada día, y cerca de las 5:00 retornaron al embarcadero, desde donde partieron.
Son los primeros en saltar a tierra firme desde la lancha, ya con más de 100 curiles sobre sus espaldas.
- No logré mucho, pero me darán más de cien lempiras, lamenta Alex, antes de hacer saber que está ansioso por tomarse un trago de refresco para calmar la sed y el hambre.
-Vengo cansado, me duele la espalda, pero ya terminó este día, gracias a Dios, solo me falta ir a entregar el producto acá cerca, ahí lo cuentan y nos pagan.
El ejército de niños que por más de ocho horas permaneció internado en el putrefacto lodo del manglar, uno a uno, en fila india, se encamina hasta la Central, lugar donde comercializan la captura del día.
El lodo en el que se hundían quedó lejos, pero les espera mañana. De compensación Alex recibió 140 lempiras y Salvador, 250 lempiras.
Cronología gráfica de una jornada laboral en la ciénaga de los manglares del sur: