TEGUCIGALPA., HONDURAS-. William Faulkner decía que “quizá todo novelista empieza por querer escribir poesía, encuentra que no puede, y entonces prueba con el cuento, que es la forma más exigente, después de la poesía. Y al fallar en esto, sólo entonces se dedica a escribir novelas”.
Así se refería el Nobel de Literatura respecto a la poesía, pero no la poesía que sucumbe a los ritmos del mercado, no, hablamos de la que deriva del serio y profundo hecho poético, que poco tiene que ver con lo banal.
Conversamos con el poeta Marco Antonio Madrid, que además es catedrático de semiótica y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula, a propósito de un artículo suyo publicado en la revista Siempre de EL HERALDO.
Dicen que Honduras es un país de poetas, ¿usted, qué opina?
No sé quién o quiénes lo dicen y cuál es el sustento que manejan para afirmarlo. Yo creo que nuestro país ha tenido buenos poetas, y siendo una nación relativamente joven, se ha creado una poesía con profundidad conceptual y de gran dignidad estética, sobre todo en la vanguardia y posvanguardia. Pero decir que somos un país de poetas me parece excesivo y hasta tirando a la hipérbole. Creo que esas aseveraciones son ocurrencias que llevan la impronta de la emotividad y no del criterio juicioso y mesurado.
¿Qué tan difícil es escribir poesía en Honduras?
Escribir poesía es difícil en cualquier parte del mundo. Pero la dificultad estriba en la aprehensión y concreción de la naturaleza poética y no en el contexto.
El poeta, si lo es, escribe desde la abundancia o desde la precariedad. Por ejemplo: Horacio y Virgilio escribieron bajo la sombra protectora de la corte de Augusto, auspiciados por el círculo de Mecenas. Publio Ovidio, la otra gran pluma de oro del imperio, nunca dejó de escribir desde su triste exilio en el Ponto Euxino. Y Lucano, el poeta que se suicida por órdenes de Nerón, se corta las venas, y mientras se desangra recita versos de la Farsalia.
Dante, según Borges, es el más grande poeta de la humanidad, al contrario de sus compañeros del Dolce Stil Nuovo, Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti, vivió gran parte de su vida en el exilio y murió añorando regresar a su amada Florencia. La poesía suele alimentarse del entorno adverso -de ahí la épica, la gran epopeya y el sentimiento trágico- y gusta de desplegar sus banderas en las ruinas que dejan las situaciones límites.
Es verdad que en nuestro caso el entorno social es paupérrimo y el hondureño aun con escolaridad no es muy ansioso por la lectura, mas esto no es óbice para escribir poesía. No hablo de ostracismo, pero conceptúo que al primero que debe gustarle su poesía es al poeta; después, viene el otro, porque sin ese otro, no hay literatura. Ese otro no tiene que ser una multitud, hay que dejarle las masas a los políticos y al fútbol.
Los premios, el aplauso y la fama tan sólo son antojos de la vanidad, apetitos insanos que nada tienen que ver con la creación poética. Creo que el arte en general y la poesía en particular es un quehacer desinteresado, porque -como dice Schopenhauer- la dicha del poeta está en la contemplación, en el despojarse de su personalidad y sustraer el conocimiento al servicio de la vida, ser un visionario, un sujeto cognoscente, como claro ojo del mundo.
Tomo como referencia su artículo “El espejo en la llama”, y las palabras “no todo lo que escribe el poeta es poesía”, ¿qué podríamos decir entonces sobre la poesía en Honduras?, ¿es poesía o balbuceos?
Hemos tenido buenos poetas, Juan Ramón Molina, es uno de ellos. Cuando muchos balbuceaban, Molina pergeñaba un verso, y cuando algunos de esos muchos llegaron a pergeñar un verso, Molina consolidaba una obra. No en vano el premio Nobel, Miguel Ángel Asturias, lo considera poeta gemelo de Rubén Darío.
Pero es claro y manifiesto que en el fragor de la batalla con las palabras, por una ley dialéctica de lo poético, han existido y seguirán existiendo los balbuceos y los versos chocarreros.
Sí usted habla de la poesía como un acto puro (regresando a su artículo), cuándo, en el ejercicio de escribir, el escritor podría despojar a su creación de esa pureza y la desarraiga de la semilla poética?
La intencionalidad es un elemento cardinal en la literatura, ella emana de la voluntad. El poeta no se siente compelido, en él priva la más absoluta de las libertades, y hay un impulso que lo mueve a buscar en las palabras su valor estético. Este impulso inmanente y a la vez trascendente es la entelequia que como una fuerza centrípeta propende a la unidad en el acto puro donde el poema no desdeña ningún elemento de su naturaleza, pero tampoco precisa de ningún otro. ¿Quién llegando a la unidad vuelve la vista atrás? Seríamos fulminados por un rayo como castigo a la insensatez, quedaríamos como Soar, la mujer de Lot, convertidos en estatua de sal. Lo mejor es atender las recomendaciones que hace el Ángel del purgatorio al divino Alighieri: “Entrad; pero tened entendido que vuelve a quedar fuera el que mira atrás”. “Por el sonido conocí que se había cerrado; –la puerta, dice Dante- pues si hubiera vuelto los ojos hacia ella, ¿cómo disculpar dignamente semejante falta?
Ahora, en toda materia hay elementos impuros. Algunos poetas procuran dignificar estas impurezas incorporándolas al poema, y creándoles un entorno meliorativo y estético, ya sea por una imagen poética, por el recurso de la ironía o por el contrasentido de alguna paradoja. Este es un recurso de vieja data. Lo practicaron los griegos y los romanos, sobre todo Horacio y Catulo. En la poesía Latinoamericana de Vanguardia lo encontramos en Jaime Sabines, Dalton, Parra, Martínez Rivas, Gonzalo Rojas y otros.
En Honduras ese recurso lo maneja con maestría Nelson Merren, lo hayamos en algunos poemas de José Luis Quesada, en Alexis Ramírez –el loco divino- y en la poesía de Rigoberto Paredes. Muchos al ver la fraseología coloquial del hombre de la calle incorporado al poema, juzgan de manera errónea, y creen que escribir poesía es fácil. Pero al faltarles talento para crear un entorno poético y superar las asperezas, sus escritos no tienen otro destino que quedarse en el chascarrillo o la frase insulsa.
¿Qué poetas hondureños podrían estar en esa antología del tiempo que filtra verdaderamente la poesía del simple montón de palabras?
Es difícil decirlo porque la poesía tiene sus caprichos, pero pienso en: “Tierras, mares y cielos”, de Juan Ramón Molina; “Un mundo para todos dividido”, de Roberto Sosa; “Sombra del blanco día”, de José Luis Quesada, y “A mitad de mi silencio”, de Antonio José Rivas.
Así se refería el Nobel de Literatura respecto a la poesía, pero no la poesía que sucumbe a los ritmos del mercado, no, hablamos de la que deriva del serio y profundo hecho poético, que poco tiene que ver con lo banal.
Conversamos con el poeta Marco Antonio Madrid, que además es catedrático de semiótica y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula, a propósito de un artículo suyo publicado en la revista Siempre de EL HERALDO.
Dicen que Honduras es un país de poetas, ¿usted, qué opina?
No sé quién o quiénes lo dicen y cuál es el sustento que manejan para afirmarlo. Yo creo que nuestro país ha tenido buenos poetas, y siendo una nación relativamente joven, se ha creado una poesía con profundidad conceptual y de gran dignidad estética, sobre todo en la vanguardia y posvanguardia. Pero decir que somos un país de poetas me parece excesivo y hasta tirando a la hipérbole. Creo que esas aseveraciones son ocurrencias que llevan la impronta de la emotividad y no del criterio juicioso y mesurado.
¿Qué tan difícil es escribir poesía en Honduras?
Escribir poesía es difícil en cualquier parte del mundo. Pero la dificultad estriba en la aprehensión y concreción de la naturaleza poética y no en el contexto.
El poeta, si lo es, escribe desde la abundancia o desde la precariedad. Por ejemplo: Horacio y Virgilio escribieron bajo la sombra protectora de la corte de Augusto, auspiciados por el círculo de Mecenas. Publio Ovidio, la otra gran pluma de oro del imperio, nunca dejó de escribir desde su triste exilio en el Ponto Euxino. Y Lucano, el poeta que se suicida por órdenes de Nerón, se corta las venas, y mientras se desangra recita versos de la Farsalia.
Dante, según Borges, es el más grande poeta de la humanidad, al contrario de sus compañeros del Dolce Stil Nuovo, Guido Guinizelli y Guido Cavalcanti, vivió gran parte de su vida en el exilio y murió añorando regresar a su amada Florencia. La poesía suele alimentarse del entorno adverso -de ahí la épica, la gran epopeya y el sentimiento trágico- y gusta de desplegar sus banderas en las ruinas que dejan las situaciones límites.
Es verdad que en nuestro caso el entorno social es paupérrimo y el hondureño aun con escolaridad no es muy ansioso por la lectura, mas esto no es óbice para escribir poesía. No hablo de ostracismo, pero conceptúo que al primero que debe gustarle su poesía es al poeta; después, viene el otro, porque sin ese otro, no hay literatura. Ese otro no tiene que ser una multitud, hay que dejarle las masas a los políticos y al fútbol.
Los premios, el aplauso y la fama tan sólo son antojos de la vanidad, apetitos insanos que nada tienen que ver con la creación poética. Creo que el arte en general y la poesía en particular es un quehacer desinteresado, porque -como dice Schopenhauer- la dicha del poeta está en la contemplación, en el despojarse de su personalidad y sustraer el conocimiento al servicio de la vida, ser un visionario, un sujeto cognoscente, como claro ojo del mundo.
Tomo como referencia su artículo “El espejo en la llama”, y las palabras “no todo lo que escribe el poeta es poesía”, ¿qué podríamos decir entonces sobre la poesía en Honduras?, ¿es poesía o balbuceos?
Hemos tenido buenos poetas, Juan Ramón Molina, es uno de ellos. Cuando muchos balbuceaban, Molina pergeñaba un verso, y cuando algunos de esos muchos llegaron a pergeñar un verso, Molina consolidaba una obra. No en vano el premio Nobel, Miguel Ángel Asturias, lo considera poeta gemelo de Rubén Darío.
Pero es claro y manifiesto que en el fragor de la batalla con las palabras, por una ley dialéctica de lo poético, han existido y seguirán existiendo los balbuceos y los versos chocarreros.
Sí usted habla de la poesía como un acto puro (regresando a su artículo), cuándo, en el ejercicio de escribir, el escritor podría despojar a su creación de esa pureza y la desarraiga de la semilla poética?
La intencionalidad es un elemento cardinal en la literatura, ella emana de la voluntad. El poeta no se siente compelido, en él priva la más absoluta de las libertades, y hay un impulso que lo mueve a buscar en las palabras su valor estético. Este impulso inmanente y a la vez trascendente es la entelequia que como una fuerza centrípeta propende a la unidad en el acto puro donde el poema no desdeña ningún elemento de su naturaleza, pero tampoco precisa de ningún otro. ¿Quién llegando a la unidad vuelve la vista atrás? Seríamos fulminados por un rayo como castigo a la insensatez, quedaríamos como Soar, la mujer de Lot, convertidos en estatua de sal. Lo mejor es atender las recomendaciones que hace el Ángel del purgatorio al divino Alighieri: “Entrad; pero tened entendido que vuelve a quedar fuera el que mira atrás”. “Por el sonido conocí que se había cerrado; –la puerta, dice Dante- pues si hubiera vuelto los ojos hacia ella, ¿cómo disculpar dignamente semejante falta?
Ahora, en toda materia hay elementos impuros. Algunos poetas procuran dignificar estas impurezas incorporándolas al poema, y creándoles un entorno meliorativo y estético, ya sea por una imagen poética, por el recurso de la ironía o por el contrasentido de alguna paradoja. Este es un recurso de vieja data. Lo practicaron los griegos y los romanos, sobre todo Horacio y Catulo. En la poesía Latinoamericana de Vanguardia lo encontramos en Jaime Sabines, Dalton, Parra, Martínez Rivas, Gonzalo Rojas y otros.
En Honduras ese recurso lo maneja con maestría Nelson Merren, lo hayamos en algunos poemas de José Luis Quesada, en Alexis Ramírez –el loco divino- y en la poesía de Rigoberto Paredes. Muchos al ver la fraseología coloquial del hombre de la calle incorporado al poema, juzgan de manera errónea, y creen que escribir poesía es fácil. Pero al faltarles talento para crear un entorno poético y superar las asperezas, sus escritos no tienen otro destino que quedarse en el chascarrillo o la frase insulsa.
¿Qué poetas hondureños podrían estar en esa antología del tiempo que filtra verdaderamente la poesía del simple montón de palabras?
Es difícil decirlo porque la poesía tiene sus caprichos, pero pienso en: “Tierras, mares y cielos”, de Juan Ramón Molina; “Un mundo para todos dividido”, de Roberto Sosa; “Sombra del blanco día”, de José Luis Quesada, y “A mitad de mi silencio”, de Antonio José Rivas.