SAN PEDRO SULA, HONDURAS-. Primero fue el asombro. El hombre, una partícula infinitesimal en el devenir, contempla absorto el universo. Luego, sobreponiéndose a su pequeñez y a su condición efímera, filosofa y poetiza. De esta forma, filosofía y poesía emergen del estupor como esferas gnoseológicas, como instrumentos de un conocer.
Entendemos que la poesía y la filosofía se hermanan, que entre ellas hay vasos comunicantes, pero también sabemos que hay diferencias, pues la filosofía será siempre una búsqueda y la poesía, un hallazgo. Para ilustrar este hecho recordemos las etimologías: el philosophos griego es un enamorado del conocimiento, contrario al sophos o sabio que tiene la certeza de un saber permanente e irrefutable. De esta forma, la figura del filósofo ha pasado a la historia como una suerte de antonomasia, como el eterno inconforme, como el cuestionador implacable de las verdades absolutas.
Este tránsito del filósofo por las sendas de las refutaciones se remonta, en el mundo occidental, a los albores de la filosofía griega con los presocráticos.
Heráclito, en su búsqueda metafísica, conceptúa el ser como algo incapturable o como aquel hálito que es y al mismo tiempo no es dentro de un panta rei o un fluir eterno e inexorable. Parménides objeta este tipo de filosofía, ya que no intelige cómo el ser de manera simultánea puede ser y no ser, ya que el ser es y el no ser no es. De esta forma, el filósofo de Elea no sólo escinde el problema metafísico en dos mundos, el del ser y el del no ser, sino que además funda el primer postulado de la lógica que siglos después desarrollará Aristóteles.
Con respecto al hallazgo poético, la poesía se manifiesta en estos dos mundos: en el mundo del no ser como una trascendencia y en el mundo del ser como una inmanencia.
Todo poema se construye con palabras porque el poema -como señala Octavio Paz- es ese lugar donde se dan cita el hombre y la poesía. Pero nada más sui géneris que la materia prima de esa hoguera donde arderán con su rostro original hombre y poesía -nadie sale ileso de un gran poema-, la palabra como elemento significante nombra al sonido, al color, al bronce y la piedra como formas inertes de las demás artes. Ella es la creación preexistente; por lo tanto, tiene vida, tiene historia, palpita.
Y es ahí, en ese mundo del no ser y sus aguas espejeantes y perentorias, donde las palabras son signos que nos remiten a una existencia engañosa, mágica, para expresarlo en términos brahmánicos, mutable, aparente. De ahí el postulado de Parménides: “La inexpresabilidad del ser como único y necesario nos hace ver en las palabras las etiquetas de las cosas ilusorias”.
La palabra, aquí, ordena y desordena, mata y da vida, es sustancia, adjetivo, potencia, esencia y accidente, es sintagma y paradigma, es homología y analogía, lógica, razón e intuición en una guerra a muerte de las antípodas.
La poesía desde su trascendencia es una concreción donde, si se quiere, es factible converger con un sistema lógico de inferencias. Un discurso dable para el estudio de la semiótica y la ciencia del lenguaje.
Otra es la poesía como una inmanencia, como un hallazgo que se nos insinúa en el ritmo, en la cadencia de la emoción, en la música de las palabras o el esplendor de un advenimiento por la imagen. Porque, más allá de las sentencias filosóficas, la palabra como un acto poético emana del ser, lo nombra, lo define.
Esta es la poesía como una intuición del ser o como el ser mismo, inexpresable por ser único y necesario.
El poeta Antonio Machado, hablando de esta imposibilidad de definir la poesía, dice: “Hemos de hablar modestamente de la poesía, sin pretender definirla, ni mucho menos obtenerla por vía experimental químicamente pura”.
Y el poeta Juan Ramón Jiménez expresa en uno de sus aforismos: “La poesía, principio y fin de todo, es indefinible. Si se pudiera definir, su definidor sería el dueño de su secreto, el dueño de ella, el verdadero, el único dios posible. Y el secreto de la poesía no lo ha sabido, no lo sabe, no lo sabrá nunca nadie, ni la poesía admite dios, es Diosa única sin dios. Por fortuna, para dios y para los poetas”.
Hablando en términos estrictamente kantianos, el poema sería el fenómeno y la poesía ese noúmeno, la cosa en sí, de la cual nada podemos decir con la razón.
De ahí la analogía, la lógica paradójica y el contrasentido que nos permita, anulando la razón, aprehender en un intuito su esencia incomunicable, ya que todo lo que de ella digamos -para expresarlo en una frase zen- fallará en su punto esencial.