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José Antonio Velásquez en su sitio

Los paisajes de Velásquez se convirtieron en nuestra marca país y aun hay quien asegura que el arte hondureño responde hoy en día a esos patrones

31.08.2018

Tegucigalpa, Honduras
El pintor primitivista José Antonio Velásquez es dueño hoy de una reputación universal y su pintura es muy popular. No es difícil entender la razón. Más allá de su maestría, factores externos e internos se combinaron y fueron decisivos para su reconocimiento.

El mundo agradeció una pintura cuya inocencia y candidez anestesiaba los trágicos recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. En Honduras, su discurso plástico fue celebrado por la dictadura militar (1957-81) al serle útil para promover en el exterior una imagen muy distinta al drama que por entonces sufrían los hondureños. Sus paisajes se convirtieron así por mucho tiempo en el logotipo que identificó al país y su autor en un mito venerado por el coleccionismo, la diplomacia y la industria turística.

Un talento insular en la plástica hondureña
La Honduras de inicios del siglo XX seguía siendo en gran medida un territorio desintegrado e incomunicado. Era un país de grandes distancias y tan propenso a las grandes soledades, lo que de alguna manera favoreció el surgimiento de talentos insulares y espontáneos como el de Velásquez, que vivió apartado y pintó más o menos en secreto obras de una originalidad alimentada por el aislamiento.

El fallecido pintor José Antonio Velásquez.

José Antonio Velásquez es considerado el primer pintor primitivista de América.



Nació en el municipio de Caridad, departamento de Valle, en 1906. Hijo de una familia dedicada a las faenas del campo, por imperativo económico tuvo que trasladarse en su juventud a la costa norte. En la época en que Honduras multiplica las plantaciones bananeras, pero no en el camino del desarrollo autónomo sino en la humillación de la economía esclava. En 1927 retorna a su hogar materno. Más tarde viaja a Tegucigalpa donde se desempeña como telegrafista, actividad que le llevó a conocer San Antonio de Oriente, pueblo minero del altiplano al que retrató con ahínco hasta al final.

Fue lo que suele llamarse un pintor de pueblo. Un hombre que vivió en continuo e íntimo contacto con el campo. Su arte brotó de una necesidad interior, de una búsqueda permanente de las cualidades secretas del universo rural. Esa cualidad implícita que hallamos en la belleza que emana de las paredes enjalbegadas, del rojo de las tejas, de la iglesia colonial, de los pinares y del cielo.

Velásquez amaba por encima de todo el paisaje. Allí se enfrentaba con la sencillez de los seres y de las cosas y buscaba en su desnuda interioridad la raíz poética del cromatismo bucólico. Cada paisaje de Velásquez trasciende hacia la belleza del conjunto observado, en el que hay, además de los elementos antes mencionados, figuras humanas esquemáticas de traza geométrica, que parecen añadidos como elementos secundarios al mensaje principal del artista.

Contrario a los grandes maestros de la plástica nacional, el quehacer de este pintor no tuvo el respaldo de largos siglos de aprendizaje ni fue fomentado por hondos cambios en la estructura social. Tampoco comulgó con ninguna pretensión rupturista ni abrigó intención alguna de romper ningún molde establecido, como lo hicieron Zelaya Sierra y Ricardo Aguilar. Su obra se conformó con llevar en sí la íntima afinidad con lo tradicional, explicable solamente por las circunstancias de la vida provinciana del pintor y por su escasa ilustración, todo lo cual señala además porqué su pintura se reduce a simple pureza y tiempo estático.

Si trazáramos una línea evolutiva del arte moderno hondureño en la que incluyéramos únicamente aquellos pintores que fueron más o menos atentos a los signos de la época, tampoco ahí encontraríamos un lugar para Velásquez. Su catecismo estético fue contrarreformista y sus obras siempre germinaron a espaldas de la agitación nerviosa del siglo XX. El grueso de su producción pictórica la realizó alejado del ruido y el bullicio de la ciudad, teatro interminable de montoneras y golpes de Estado.

Sus cuadros tienen, como es lógico, defectos de perspectiva, pero con atención al detalle.

Sus cuadros tienen, como es lógico, defectos de perspectiva, pero con atención al detalle.



Una huella profunda en nuestra cultura artística
Velásquez no es el pintor más importante de Honduras, pero sí el más famoso y el mejor cotizado. Su obra cobró significativa importancia cuando en 1954 expuso en la Galería de la Unión Panamericana de la OEA, en Washington. La sociedad de posguerra, aún gris por los sufrimientos del ayer, acogió conmovida sus telas pintorescas. Su éxito repentino le condujo a Europa y Asia, donde también encontraría una audiencia sensible a su mensaje.

Convertido en figura referencial más allá de las fronteras, su patria le distinguió con el Premio Nacional de Arte Pablo Zelaya Sierra y la Orden José Cecilio del Valle. Sin pretenderlo, nuestro pintor se había convertido, en palabras de Bélgica Rodríguez, “en uno de los firmes valores de la pintura primitiva en Latinoamérica”.

El humilde pintor no tuvo que esperar varios años para hacerse comprender de una forma cabal. No sufrió el desajuste crónico entre la producción de una obra y su aprecio público generalizado, tan común en nuestros grandes maestros, a menudo olvidados y menospreciados. Su obra se hizo entender y alcanzó la plenitud de su significado frente a sus contemporáneos, en el momento histórico en que fue realizada.

Es tal su huella en la cultura del país, que aún después de muerto su nombre sigue cegando el resto de la escena artística hondureña hasta el punto de impedir la visibilidad de otros actores y protagonistas. Cualquier aficionado al arte, viva donde viva, sabe quién fue José Antonio Velásquez. ¿Pero sabe algo más? ¿Sabe quiénes son los otros artistas que con sus obras han dado su consistencia múltiple a la plástica nacional?

Su legado ha sido sustancial y su descendencia infinita. Son muchos los creadores que, siguiendo su ejemplo, profesan una fe sincera hacia el pueblo. Los hay también aquellos que, ansiosos de emular su éxito, han incursionado en el primitivismo por razones de mercado y no por destino o fatalidad estética. En la nómina habría que incluir a todos aquellos artistas cuyo modo de hacer arte responde a sistemas de valores reiterativos y pretéritos, en apego a la normativa primitivista. Guste o no, nuestro arte sigue aferrado a las mismas obsesiones que desvelaron a Velásquez y no es aventurado decir que seguimos siendo discípulos de él.