Henry James Stewart, relator especial de la brigada, se estableció junto con los demás viajantes en el Hotel Boston del centro de Tegucigalpa.
El hotel era modesto, pero el trabajo le gustaba; era entretenido y había buena paga. Además, él era fanático de los relatos de Ambrose Bierce y Washington Irving, y se esmeraba en relatar con pericia de investigador y habilidad de cuentista. Esa combinación -decía- le había procurado halagos y una cierta jerarquía. Pero en Baltimore, en otro tiempo, había hecho otras cosas, y había sido feliz.
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Allá tenía su infancia, sus años de conservatorio, su primer amor y su primer contrincante, Waldo Steiner, un abogado de Louisiana que, sin ser músico de escuela, como él, tocaba un exquisito jazz en el Nautilus, y se reía de él por “la enorme diferencia musical que existía entre New Orleans y Baltimore”. Él, sin argumentos, se consolaba diciendo que el Oeste tenía el himno nacional americano y los poemas de Allan Poe.
Por esos años, no obstante, se retiró de la música. Su vieja aspiración de mudarse a New Orleans y formar su propio cuarteto, sus deseos de triunfar allí y en todo el mundo, se quedaron atrás cuando llegó el momento de enfrentar el hambre. Con el dolor de lo imposible, aceptó el empleo como “relator de brigadas sanitarias en Latinoamérica”, un trabajo con el que había viajado por la región durante al menos diez años. Ahora, embarcado en una nueva misión hacia las costas del Atlántico hondureño, varado todavía en la pequeña habitación del hotel después de la intensa actividad lluviosa de los días previos, y harto de las nocturnas reuniones con sus compañeros en la recepción del hotel, Henry decidió romper el cautiverio y salió en busca de un trago.
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De noche Tegucigalpa era poco iluminada. Escasos transeúntes recorrían las calles. Como aún se soportaba una leve llovizna, la luz de los faroles se reflejaba en el húmedo brillo de los adoquines.
Henry advertía el panorama. Aquello que veía no daba la impresión de lo que hubiese creído; no parecía la violenta capital centroamericana que había apoyado a los Estados Unidos en su guerra contra la revolución sandinista de Nicaragua, no parecía aquel lugar donde, desde finales de la década anterior, se había desaparecido y ejecutado a centenares de personas por creerlos responsables de favorecer la causa comunista.
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Era una ciudadela provinciana, era cierto, pero no tan desagradable como había imaginado. Por otro lado, le inquietaban lo sonidos que alcanzaba a escuchar, pero no sabía muy bien de dónde provenían. Era una melodía improvisada, instrumental, del alma. Él lo sabía. Sabía reconocer una pieza, y aquello que escuchaba no tenía composición, no tenía estructuras ni diseños; era todo corazón, todo pulmón, todo música.
Sintió un breve dolor en la boca del estómago. Se contuvo un instante. Estático y callado para adivinar la procedencia de las notas, casi de forma inesperada, reparó en que la música venía de un pequeño callejón donde no había faroles. Estaba todo oscuro y nebuloso, pero nada importó. Una o dos cuadras después, confundido, se detuvo ante una casa cuya puerta principal desentonaba con el resto de la fachada: lucía impecable y tenía una imagen estampada en la parte superior: un retrato de Leoš Janácek.
Al verlo, Henry no sabía si se había perdido en el centro de Tegucigalpa en una noche fría y oscura, si aquella imagen del gran compositor checo en la puerta era en realidad la proyección de sus deseos o si, de alguna forma, el maratónico trabajo, el cansancio por los viajes o los días de encierro en el hotel lo habían perturbado. Algo como eso, por ejemplo, habría sucedido en los cuentos de Ambrose Bierce.
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Cerca de la puerta, antes de entrar, Henry volvió a mirar el retrato: la resultaba increíble. Si no hubiera estado allí, viéndolo, habría tomado aquella imagen como una alucinación. Más que el retrato, en realidad, le impresionaban los sonidos que salían del lugar: su oído musical le revelaba la Sinfonietta para piano del compositor checo, pero adecuada sigilosamente para saxofón, y ejecutada con maestría.
Adentro, un letrero con el nombre del sitio apareció de golpe: Bar Estocolmo. Henry puso un cigarrillo en su boca, colgó el abrigo sobre el respaldo de una silla, hizo una breve señal de agitación para pedir un trago y se sentó solo en una mesa del fondo.
Frente a él, en el rincón que servía de escenario, un hombre afrohondureño, alto, ojos amarillentos de hepático, barba gris, aspecto melancólico y viejo, acariciaba el saxofón. Sus manos se posaban sobre el instrumento como sobre un cuerpo, sus labios se movían en la boquilla como con un beso; era un romance íntimo, un baile, un vaivén de emociones y de notas.
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Todo el Estocolmo se callaba, la música arrullaba el silencio.
Atrás, en su mesa solitaria, Henry James Stewart sollozaba, nervioso. No podía creer que su olvidada profesión lo confrontara de esa forma, que la inverosímil imagen de un rarísimo compositor checo en la puerta de un lupanar tercermundista lo hiciera vivir una experiencia que conmovía hasta el llanto, que hubiera, en el rincón más recóndito de la Tierra, un virtuosismo como aquel sin que nadie lo supiera o lo apreciara.
Le hubiese gustado tener cerca a Waldo Steiner, su archinémesis juvenil, poseedor -según él- de un talento natural nunca antes visto. Habría podido reírse de Steiner sin revancha, de una vez para siempre.
Cuando el músico calló, Henry quiso acercarse para felicitarlo y preguntar su nombre, pero su antiguo ego lo impidió y permaneció en su silla. Unos minutos después salió del Estocolmo con su abrigo puesto. Fuera arreciaba el frío y una neblina espesa. Había quietud.
De regreso al hotel pensó en su adolescencia, en su viejo violín, en su antigua vida.