Honduras

Deportado hondureño y su relato de una vida interrumpida (II parte)

El catracho Kelvin Villanueva contó su experiencia en el diario The New York Times de Estados Unidos.

    23.02.2016

    Estados Unidos
    Y eso significaba pedir prestado. La tarifa del abogado y los 1000 dólares gastados en teléfono mientras estuvo en la cárcel (1 dólar el minuto para hablar con los niños) habían acabado con todos sus ahorros. Para pagarle al abogado, Suelen había pedido una serie de créditos a un prestamista que le cobraba un interés del cinco por ciento semanal. El jefe de Villanueva había dejado de contestar el teléfono. A principios de año, el equipo de carpinteros hondureños había construido las cocinas de más de 100 apartamentos en Kansas City y le debían 28.000 dólares por ese trabajo. Antes de que lo detuvieran, había pensado utilizar el dinero para comprar una casa en mal estado en una subasta, arreglarla en secreto, llevarse a Suelen allí una vez que estuviera terminada y proponerle matrimonio. Ahora estaba claro que ya nunca vería ese dinero. Aunque pagó impuestos todos los años e informó a las autoridades de los salarios de sus empleados (no se investiga la situación migratoria de quien paga impuestos) no hay manera de recuperar legalmente el dinero que le deben.

    Cuando Villanueva me confesó la esperanza que tenía en su petición de asilo, dudé. Ya había sido deportado antes y una decisión de ese tipo difícilmente tiene marcha atrás. Con Villanueva presente llamé a su abogado en Kansas City y le pregunté cuáles eran las posibilidades, en su opinión, de que la apelación se resolviera de manera favorable. El abogado, Allan Bell, me dijo: “La respuesta directa a la pregunta es que las posibilidades son escasas. No digo entre escasas y cero. Digo escasas. Usaría la palabra ‘remotas’”. Le pregunté por las alternativas que le permitirían a Villanueva regresar a Estados Unidos y el abogado pidió que habláramos más tarde para que Suelen participara en la conversación.

    De hecho, no hay ninguna opción. Se calcula que hay 4,5 millones de niños en Estados Unidos cuyos padres no tienen su documentación migratoria en regla. Cada año, la deportación separa a decenas de miles de padres y madres de sus hijos. En noviembre de 2014, el Presidente Obama aprobó una serie de reformas que permitirían que algunos padres de ciudadanos y residentes recibieran permisos de trabajo temporales. Texas y otros 25 estados demandaron la decisión, que calificaron de inconstitucional y un juez federal en Brownsville (uno de los lugares por donde más migrantes y solicitantes de asilo cruzan) emitió una orden contra la medida del presidente. Por ahora, los residentes en los Estados Unidos y los ciudadanos pueden pedir la residencia para sus padres a los 21 años. Para Haley, la hija mayor de Villanueva, eso significa esperar 17 años. Por si fuera poco, como ya ha sido deportado antes, se le aplican dos períodos de 10 años en los que no puede regresar. Eso le obligaría a pasar al menos dos décadas fuera del país antes de tratar de volver.

    Cuando la pareja habló con Bell, el abogado pidió que yo no estuviera presente. Acepté, pero Villanueva grabó. Escuchar esa conversación perturba. El abogado le resta importancia a la apelación y propone que pidan algo denominado “visa humanitaria”, y se ofrece a manejar el proceso por 3000 dólares. Villanueva y Suelen, que comenzaban a dudar sobre gastar más dinero en un proceso largo, lo presionaron para que les explicara las posibilidades de que esa opción tuviera éxito. Bell no les da una respuesta directa. (Hablaría más tarde con otros abogados especialistas en leyes migratorias que habían trabajado con visas humanitarias —que suelen consistir en un permiso temporal para emergencias familiares— y me dijeron que no era una opción viable para Villanueva). En un punto de la conversación, tenso, Villanueva deja de usar al intérprete y le habla al abogado en inglés. “Quiero estar seguro de lo que hago porque no quiero gastar más dinero y perder más tiempo”, dice. “Quiero estar allí con mi familia. ¿Entiende? Quiero…”.

    “Lo sé. Es una situación terrible. No podría estar más de acuerdo contigo”.

    “No me digas eso”, responde Villanueva subiendo la voz. “Es terrible. Yo soy el que está en Honduras lejos de mi familia”.

    “Sí, sí, sí”.

    “Quiero las cosas claras. ¿Se puede ganar este caso o vamos a perderlo?”.

    “Creo que es posible…”. Bell recula, parece dar marcha atrás, pero no, regresa y dice: “Espera. Tengo que explicarte algo. Se lo voy a explicar a todos. Ninguno de ustedes sabe esto y ni siquiera estoy seguro de que les importe. Pero los Kansas City Royals están jugando el campeonato de la Liga Americana justo ahora. Y eso aquí es importante. Suelen lo sabe, ¿verdad, Suelen?”.

    “Sí”, responde ella tras una pausa.

    “Está pasando en televisión”, continúa el abogado.

    “No me importan los Royals ahora”, dice Villanueva en inglés. “Lo que me importa es mi caso y mi familia”.

    Foto: El Heraldo


    Kelvin mostrando fotos de su vida en los Estados Unidos

    “Estoy aquí y no he ido al partido por este caso. Regalé las entradas para poder ayudarlos. Está pasando por televisión, los Kansas City Royals contra el equipo de Houston. Pero los ayudaré, no se preocupen”.

    Después de la llamada me llevé a Villanueva a comer. Comió poco. Habló poco. La alegría y la capacidad de adaptación que me tenían maravillado hasta entonces, habían desaparecido. Por primera vez entendí que la diferencia entre Villanueva y su hermano Óscar no era de carácter. Quizás la única diferencia era que Óscar llevaba atrapado en Honduras, lejos de su familia, mucho más tiempo que su hermano.

    Cuando le pregunté qué estaba pensando, levantó la cabeza, la movió de lado a lado y respondió: “Tengo que hacer el viaje de nuevo”.

    La última vez que lo hizo, en 2008, estuvo a punto de morir. Lo deportaron porque estaba en una fiesta en la que alguien tenía cocaína y se pasó un mes viajando en trenes. Cruzó el río Bravo con otros 20 migrantes y cuando llevaba dos días siguiendo a un coyote por el desierto de Texas, sintieron el sonido de una avioneta sobre ellos. Llegaron varias motos. Se dispersaron. Él se escondió tras una roca en el cauce de un arroyo y cinco horas más tarde siguió caminando. No durmió hasta la mañana siguiente. Lo despertó el calor del mediodía. No llevaba mochila ni nada para comer o beber. El coyote le había explicado que caminara siempre dejando el sol a la izquierda y la sombra a la derecha. Cuando anocheció trató de decidir dónde quedaba el norte. Cinco días después de cruzar la frontera y cuando ya llevaba tres días solo, muerto de hambre y con una sed apremiante, encontró un esqueleto pequeño, probablemente de un adolescente. Los huesos, limpios. Se le habían caído ya varios dientes. Al lado, una mochila azul. La vació. Encontró un trozo de pan podrido y dos latas. Frijoles y melocotones. Con una piedra afilada abrió un agujero pequeño en la de melocotones. Se terminó el líquido, abrió la lata y se comió los melocotones. También los frijoles.

    La comida le permitió caminar el resto de la tarde y parte de la noche. Pero sabía que no podría superar un día más. Rezó para que se lo encontrara una patrulla, una avioneta, un helicóptero. Avanzaba, cada vez más débil y, de repente, alcanzó a ver una ráfaga de luz. Era un camión. Vio a un hombre agachado junto al parachoques. Tenía la cara tapada y estaba soldando algo. Villanueva parpadeó. ¿Sería una alucinación?

    “Ayúdeme”, gritó. “Ayúdeme”.

    El coyote le había avisado que en esta zona de Texas, los rancheros habían llegado a disparar a migrantes por meterse en sus tierras. A Villanueva ya no le importaba eso. Quería comida y bebida.

    El hombre continuaba soldando. Quizás Dios no quería que el hombre escuchara. Quizás Dios había decidido que Villanueva tenía que seguir.

    Antes de que cayera la noche, se desmayó. Tirado en la arena, los colores del cielo no dejaban de moverse. Pensaba en el esqueleto, en sus dientes, cuando vio luces que se abrían paso a lo lejos entre la oscuridad. Se levantó y se dirigió hacia las luces. Eran camiones de carga que circulaban por una autopista.

    Una alambrada corría en paralelo al sentido del tráfico. Encontró una alcantarilla y se arrastró por dentro hasta que logró cruzar. Durante el resto de la noche, esperó en un chaparral. Por la mañana escuchó el ruido rítmico de algo que reconoció como un martillo hidráulico. Le dio esperanzas. Si había un martillo, había construcción. Si había construcción, había migrantes. Poco más tarde se encontró con un grupo de mexicanos trabajando en un lado de la calzada.

    Los mexicanos vivían al otro lado de la frontera pero tenían visas especiales que les permitían pasar cada día a trabajar. Le dieron a Villanueva parte de su almuerzo y uno de ellos le permitió usar su celular. Villanueva llamó a su primo en Kansas y este le envió 500 dólares para que se los diera a cualquiera que quisiera llevarlo a San Antonio. La mayoría de los mexicanos tenía miedo de arriesgar sus visas, pero al terminar el día, un trabajador de unos 30 años aceptó llevarlo en su camioneta a Walmart para que sacara el dinero. Su primo le había enviado 100 dólares más para calcetines y ropa interior, para unos pantalones y una camiseta. Fue al baño y se lavó.

    Cuando salió de la tienda, el mexicano lo esperaba.

    “Déjame invitarte una hamburguesa”, propuso.

    Lo llevó a un McDonald’s y pidió una hamburguesa. Al terminar, le pagó dos noches en un hotel.

    “Descansa”, le dijo.

    Desde entonces, llegar a Estados Unidos se ha vuelto cada vez más difícil. El verano pasado, un éxodo de migrantes centroamericanos saturó las instalaciones migratorias de Estados Unidos y el gobierno mexicano comenzó a aplicar medidas más agresivas para proteger su frontera sur. La mayoría de los migrantes eran menores no acompañados. Estados Unidos está obligado a evaluar su elegibilidad para considerarlos refugiados, pero México se limita a montarlos en un autobús y devolverlos. En lo que va de este año, el número de migrantes centroamericanos detenidos en Estados Unidos se ha reducido a la mitad, pero en México ha aumentado un 70 por ciento.

    En Honduras, los autobuses que llegan desde México y solo transportan adultos se detienen en un centro de procesamiento en la frontera con Guatemala. El centro está en una finca frente a la playa, decomisada a un narcotraficante en septiembre. Pasé varios días allí. Casi todas las personas con las que hablé habían sido capturadas en el sur de México, la mayoría mientras viajaban en camionetas para pasajeros, fáciles de interceptar en los retenes de carretera establecidos por la policía federal, el ejército y el instituto de migración mexicano.

    Los adolescentes y las familias con niños llegan a un centro diferente, cerca de una autopista, a las afueras de San Pedro Sula. Llegan niños de ocho años. Un día conocí a una madre que había dejado Honduras junto a su hija de 16 años porque un grupo de pandilleros había intentado violarla en la escuela. Otra mujer que viajaba en el mismo autobús se fue con su hijo de cuatro años después de que mataran a su hermano. Los cuatro esperaban un taxi que los regresara a las mismas colonias de las que habían huido.

    Si Villanueva quería ir al norte de nuevo, necesitaba volver a contactar a un coyote. Ya no se puede atravesar México sin ellos. Los que tienen buena reputación están cobrando 8000 dólares por persona desde Honduras hasta Houston. Te dan tres intentos. Si al tercero no lo has logrado, pierdes el dinero.

    Digamos que Villanueva logra pasar por México. Si fuera arrestado en la frontera de Estados Unidos lo podrían acusar de un delito. Entrar en el país sin documentación siempre ha sido ilegal, pero hace una década pocos fiscales presentaban cargos contra quienes lo hacían. Eso ha cambiado. Hoy, entrar ilegalmente en el país o peor aún, intentarlo más de una vez, es el delito más frecuente en las cortes federales estadounidenses. El Departamento de Justicia recibe más casos de las autoridades fronterizas que del FBI, la DEA, y la ATF (la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos) juntas. Las penas de prisión para casos como el de Villanueva pueden llegar a los 10 años.

    Digamos que Villanueva logra llegar a Kansas City: se pasaría el resto de su vida en peligro. Las deportaciones previas implican una prohibición de entrada al país de 20 años y no estaría autorizado a normalizar su situación incluso mucho después de que su hija Haley tuviera la edad para pedirlo en su nombre.

    Cuando hablé del tema con Villanueva dijo que no le importaba. En cuanto los niños se independizaran, él y su novia regresarían a Honduras. Comprarían un terreno, construirían una casa y los visitarían en vacaciones.

    “Pero tengo que educarlos antes”, dijo.

    Una semana después de su llegada, su hermano y él fueron a visitar a su madre, Francesca, que vivía en un pueblo llamado Toyos, a unas dos horas de viaje. En 15 años solo la había visto una vez, en 2008. Ni él ni Óscar le guardan ningún rencor por haberlos abandonado cuando eran niños. Cuando crecieron, alguna vez fueron a visitarla a Toyos. Les permitía alejarse de la pandilla. Por aquel entonces, la mujer vivía en una chabola de bambú y cartón que ella misma había levantado. Vivía de lavar ropa en un río. Con el dinero que sus hijos le habían enviado desde Misuri se había construido una casa de ladrillos. Pequeña, pero con electricidad y agua corriente. Cuando llegamos, cocinaba sopa de pollo en una estufa portátil.

    “¡Hijo!”, gritó cuando vio a Villanueva.

    “Pareces más pequeña”, bromeó él.

    Mientras la sopa comenzaba a hervir, se sentaron juntos en una mesa y fueron pasando las fotos que él llevaba en su teléfono: Jesse en el lago en el que pescaban róbalo, Briana haciendo muñecos de nieve, Jordi y Haley en los carritos chocones. Francesca las miraba en silencio. Nunca ha ido a Estados Unido. Nunca ha visto la nieve. Nunca ha ido a un parque de atracciones.

    Al otro lado de la mesa, Óscar dibujaba en una tela que Francesca le había dado. Después, bordó el dibujo con hilos de colores y se lo mostró a su madre. Hojas de parra enredadas en los bordes de un rosal.

    “¿Está bien?”, preguntó.

    “Está bien”, respondió Francesca.

    Estuve de acuerdo y entró a su habitación, de donde salió con una pila de sobres. Cuando estuvo detenido había dibujado sobre ambas caras de cada sobre a bolígrafo. Guardaba el bolígrafo, corto y flexible, diseñado para que no pueda usarse para apuñalar a alguien.

    En uno de los sobres, un trozo de papel con seis versos escritos en español. Una canción que había compuesto para su hijo cuando cumplió seis años. Solo pudo cantársela por teléfono. El último verso decía:

    “Aunque eres joven un día entenderás por qué no estuve en tu día especial”.

    Antes de despedirnos, le pregunté a Francesca por una foto en la pared. Aparecían Villanueva, Óscar, su hermano Henry y su hermana Míriam abrazándose por los hombros junto a un árbol de Navidad escasamente decorado. La había tomado su tío en 2004, el único año que los cuatro hermanos coincidieron en Estados Unidos.

    Reconocí la misma fotografía un par de semanas más tarde en la casa del padre de Villanueva, Javier. Vivía a pocas cuadras pero tuvo poco que ver con su familia. No iba a la iglesia ni compartía su fervor evangélico. Villanueva solo lo había visitado una vez desde su regreso a Honduras.

    La casa de Javier, apiñada con muchas otras sobre la orilla de un río, era un poco más grande, un poco mejor que la chabola de Marta. Con un baño con drenaje y una televisión. Cuando llegamos, estaba viendo una película de James Bond doblada al español. Delgado, en pantalón corto y camiseta, con bigote y el mismo pelo, negro y rizado, que su hijo. Se sentó en una mesa desordenada sobre la que corrían varios ratones blancos que parecían multiplicarse. Había también una caja con un agujero en la tapa de donde entraban y salían con dificultad.

    Kelvin con su padre, Javier.


    Kelvin con su padre, Javier.

    “Todavía tienes los ratones”, dijo Villanueva con una cierta incomodidad.

    “Queremos venderlos”, explicó Javier.

    “¿Y por qué no lo haces?”.

    “Lo intentamos pero nadie los quiere”.

    La novia de Javier nos sirvió unos vasos de Pepsi y arroz con leche. Tres niños, hermanastros de Villanueva, llegaron a saludar. Los saludó educadamente, con cierta frialdad. Les pregunté sus edades y la mujer dijo que uno de ellos cumplía 10 años ese mismo día.

    “¿Es su cumpleaños?”, preguntó Javier sorprendido antes de reírse. “¡Y su padre ni siquiera lo sabe!”.

    Javier le ofreció un cigarillo a su hijo. Fueron a fumarlo juntos a la calle. Era la primera vez que lo veía fumar. Cuando regresaron hablaban de construcción. Javier coloca azulejos y su hijo le explicaba algunos de los proyectos en los que había trabajado en Kansas City. Le enseñó fotos en el teléfono del trabajo que hizo en los apartamentos de River Market.

    Javier no respondió.

    “¿Sabes dónde puedo conseguir unos tablones para dejárselos a la tía Marta?”, le preguntó Villanueva.

    “No sé”.

    “¿Sabes cuánto cuesta aquí media pulgada de madera en láminas?”.

    “No sé. Yo también necesito”, respondió Javier. “Para un baño, pero no tengo dinero”. Se impuso entonces un silencio que dejó claro que Villanueva no iba a contribuir.

    “Lo haré de cartón”, dijo Javier.

    Villanueva se levantó y se preparó para irse. Le estrechó la mano a su padre. Javier no preguntó cuánto tiempo se quedaría en la ciudad o si volverían a verse.

    Sobre todo, lo que enamoró a Suelen fue cómo se portaba Villanueva con Jesse y Brianna. Cuando los conoció en un partido de fútbol, se le veía tan enamorado de los niños como de ella. Fue él quien, poco después de que empezaran a salir, se dio cuenta de que a Jesse le pasaba algo. El niño tenía tres años y hablaba poco. Suelen quería creer que solo iba un poco lento, que algunos niños se desarrollan más despacio, que no pasaba nada. Villanueva insistió en que fuera a ver a un médico y éste descubrió que el niño oía mal. Le consiguieron implantes y comenzaron a llevarlo a terapias de lenguaje. Su forma de ser cambió inmediatamente. Se convirtió en un niño locuaz, sociable y buen estudiante.

    “Jesse y Brianna no saben que no es su padre biológico”, me contó Suelen cuando nos conocimos en Kansas City, una semana después de que yo regresara de Honduras. Estábamos sentados en la sala de su apartamento, sus hijos estaban en la escuela, y Haley y Jordi dormían apoyados sobre su regazo. “No podemos mantener el secreto para siempre. Solo quiero esperar a que sean un poco más mayores. Me da miedo decírselos porque lo quieren mucho”.

    Luego hablamos del otro secreto que guardaban. Suelen no le había contado a ninguno de los niños que a Villanueva lo habían deportado. “No sé cómo explicárselos. Me parece muy difícil”, decía. “Nunca se habían separado de él antes. No sé qué decirles, les digo una y otra vez que está fuera por trabajo, que volverá pronto”.

    Un poco más tarde, mientras acariciaba el pelo de Haley, contó que “ella es la que peor lo está pasando. No puede dormir por las noches si él no está”.

    Suelen ganaba 1000 dólares al mes limpiando una oficina siete noches por semana. La quinta parte del dinero se iba en pagarle al prestamista que le dio el dinero para pagar el abogado. El prestamista podía quedarse con su auto si no pagaba. ¿Cómo llevaría a Haley y a Jordi a la escuela? Lo más valioso que poseían eran las herramientas de trabajo que Villanueva había ido comprando poco a poco. Una sierra de mesa o media docena de pistolas de tornillos. Villanueva le había explicado que las herramientas eran una inversión, que los hacía menos dependientes a él y a sus empleados de los contratistas gringos. Poco después de la detención, el contratista para el que trabajaba Villanueva y que le debía 28.000 dólares se presentó en el apartamento y se llevó todo el equipo. Dijo que era suyo.

    A las 16:30, despertó a Haley y Jordi y los cuatro caminamos para ir a buscar a Brianna y Jesse al lugar donde los dejaba el autobús de la escuela.

    Lo que vi fue a un niño sonriente, con audífonos, que corría por la acera, y a una niña con lentes que le seguía con una funda de violín.

    “Tú debes ser Brianna”, dije cuando llegaron a nuestra altura.

    “¿Por qué sabe nuestros nombres?”, le preguntó Brianna a su madre.

    “Es amigo de tu papá”, dijo Suelen.

    “¡Papá!”.

    Brianna me miró de nuevo y pude ver cómo formulaba la pregunta. Me preparé para ese momento. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? ¿Cuándo regresa a casa? Creo que lo pensó mejor y seguimos caminando en silencio.