LYNDHURST, NEW JERSEY.-Aquella anciana misteriosa no se anduvo por las ramas y la premonición fue mortal:
-Mire Martínez, lo mejor es que se vaya y se cuide. ¡La calaca (la muerte) lo anda siguiendo! Tenga cuidado.
La advertencia de aquella vieja no inmutó al agente, acostumbrado a jugar con la muerte en los barrios peligrosos salvadoreños.
-Mire Martínez le voy a dar algo que le va a salvar la vida.
La mujer se metió en un recoveco de su habitación y regresó rápidamente con algo envuelto en un trapo blanco. Y se lo dio a Martínez.
Aguardaron segundos de silencio y el hombre sacó envuelto un revólver.
La vieja mujer lanzó una mirada escrutadora, lo interrumpió y le dijo: “Usted lo va a necesitar. Ya ha salvado vidas”.
Martínez, desconfiado y a regañadientes, tomó el revólver, lo acomodó en su cintura a una distancia de la que ya andaba y siguió conversando con aquella mujer. Después se marchó. Eso fue a mediados de 2003.
Martínez era por aquellos días un agente de la Policía Nacional, que surgió tras los acuerdos de paz entre la guerrilla izquierdista del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno de El Salvador.
Centroamérica -un conjunto de pequeños países que une a América del Norte y América del Sur- en realidad era un escenario bélico de la Guerra Fría en la década de los ochenta.
Nicaragua había tumbado la dinastía de los Somozas en 1979 y había dado paso al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) con el apoyo de los Castro de Cuba en una violenta insurrección.
Guatemala también libraba su lucha de decenas de años con los grupos rebeldes armados que luchaban contra dictadores y militares represores; Honduras buscaba el retorno a la democracia con empujones al militarismo y era escenario de golpes a los grupos sociales populares que dejó más de 150 desaparecidos políticos, pero además se convirtió en el portaviones de Estados Unidos.
Y Costa Rica, con su democracia de años, era una isla pacífica en la zona convulsa, pero recibiendo a miles de refugiados nicaragüenses.
El militarismo en la región había dejado una secuela de violaciones a los derechos humanos y la democracia política apenas era una aspiración por la que se luchaba.
Así las cosas, Martínez no era más que un minúsculo grano de arena de aquella playa que poco a poco dejaba la confrontación bélica y daba paso a la transición de la civilidad.
Eran tiempos difíciles en los que los jóvenes no tenían muchas opciones y sólo existía el blanco o negro, capitalismo o comunismo, la derecha o la izquierda, el ejército o la guerrillera, en todo caso, vivir o morir, en uno u otro bando.
Al venir de una familia cuyas generaciones habían servido en el Ejército, Martínez siguió ese camino, sabiendo que la muerte acechaba y que él mismo ya había visto en innumerables ocasiones. Cumplió dos años y medio en el Ejército y luego con los acuerdos de paz, tiempo después decidió formar parte de la recién creada Policía Nacional Civil.
De soldado raso en el Ejército pasó a ser un agente en la Policía. Y fue ese paso que lo llevó a reconocer el nauseabundo olor de la muerte.
Como agente policial, Martínez vio la violencia de otra manera. Era un hombre absolutamente desconfiado, sobre todo, porque en la Policía habían ex guerrilleros, los hombres con los que se había enfrentado. Pero pronto se dio cuenta que el enemigo estaba en otro lado.
Las pandillas surgieron a borbotones y la Mara Salvatrucha (MS-13) cuyo origen se remonta a la ciudad de Los Angeles, California, integrada por salvadoreños que habían huido de la guerra, tendieron sus tentáculos a su país de origen.
La rivalidad entre pandillas se extendió como un cáncer y la población en general empezó a sufrir. La policía hacía lo que podía y como suele ocurrir en tierras centroamericanas la corrupción también la contagió.
Martínez, sin embargo, enfrentó a las pandillas y en más de alguna ocasión estuvo a punto de perder la vida, al enfrentarse a disparo limpio. Pero no pudo con las ramificaciones de la corrupción.
Ayudó a grupos contrabandistas poderosos de Nicaragua, en sus negocios en El Salvador, más por un tema de interés familiar que por hacer dinero; pero se opuso ferozmente a servir a carteles de la droga y de las armas.
Un día lo conminaron para mover armas y drogas y se negó.
-Lo que puedo hacer es hacerme el ciego, pero no les ayudo a mover nada, les advirtió. Y a los narcos les pareció bien su compromiso.
Con esa premisa, el agente Martínez se movía en aguas turbulentas y oscuras, pero asegura por sus hijos que nunca tocó la droga.
Un día del mes de septiembre de 2003 Martínez asistió a una fiesta organizada por un jefe del narco.
Había todo tipo de comida y bebida. La música a todo dar y mujeres. Hombres con sus armas camufladas escrutaban con sus miradas de forma sigilosa a los invitados.
Todo marchaba bien, hasta que vio algo que le marcaría su vida, su destino y su decisión de salir huyendo de su país. Y aunque en ese momento no se dio cuenta, fue el inicio de aquella mortal premonición de aquella vieja mujer. Y el milagro de que hoy esté con vida.
El agente Martínez pudo ver en carne y hueso cómo departía con el jefe narco, nada más y nada menos que su superior de la Policía. Y este oficial se dio cuenta de la presencia del agente. Allí empieza su calvario.
Haber encontrado al jefe policial reunido con un narco fue suficiente razón para pasar a la defensiva, porque, sin saberlo, el infierno estaba a punto de iniciar.
En los días siguientes, observó que era perseguido por hombres que no conocía y entonces estaba “ojo al Cristo”. No tenía dudas de que ahora era una persona incómoda para alguien.
“Seguían mi rutina”, recuerda Martínez, cuando describe que en sus días libres se iba hacia ciudades del interior del país y de pronto aparecían hombres siguiéndolo.
Donde se moviera lo perseguían, de día y de noche. Y empezó a creer que estaba viviendo una pesadilla despierto solo por haber visto reunido a su jefe policial con un narco.
-Me seguían, pero uno en esto siempre tiene sus mañas y sus conocidos, dice creyendo que su angustia terminaría. Lo peor estaba por venir.
Para ese entonces Martínez ya tenía claro que era una amenaza para un hombre poderoso y que no sólo tenía que cuidarse de sus propios compañeros sino que de sicarios.
Efectivamente, sus informantes le advirtieron que un grupo de hombres armados tenían la misión de “darle de baja”, integrado por pandilleros. Y lo recuerda muy bien, con absoluta claridad, a pesar de los 20 años que han pasado.
Martínez estaba en un bar y de pronto llegan entre tres a cuatro hombres armados. Entraron de forma abrupta y uno de ellos lo agarra y lo tira al piso, “yo busco mi pistola pero por la fuerza con la que me agarra salió disparada por el suelo”.
La pistola de Martínez la toma uno de los atacantes y con ella en mano se abalanza contra él. “Apenas le desvío su mano y hace un disparo que me paso volando por la cabeza y me cortó un mechón de pelos”, dice moviendo su mano derecha hacia su cabeza.
Las demás balas dejaron sus huellas en el techo y la pared.
“En ese revolcón veo a otro que saca una 38 y ya en ese momento saco mi otra pistola, la pistola que me había dado la vieja y le atravieso la bala en la mano y en la cacha. Y empiezo a disparar”, a los otros hombres, dice ahora al retratar esos momentos. Esa vez no murió ninguno, los sicarios salieron mortalmente heridos.
“Si yo no hubiera andado esa pistola, me acaban. Yo estaba en el piso”, reflexiona. Y cierra: “La viejita me había dicho: Esta pistola lo va a salvar”. Y así fue.
La cosa no terminó allí. El jefe policial desató una cacería contra él y buscó cualquier manera para capturarlo, porque aquel “hombre peligroso” no podía andar en la calle. Le abrieron un expediente policial.
En esas circunstancias, Martínez toma una decisión: presentar su renuncia como agente, después de casi siete años de servicio.
Su jefe policial creyó que al estar fuera de la institución el agente Martínez se iría a denunciarlo y entonces su situación de oficial de alto rango se complicaría.
-Él pensó que yo iba a correr a denunciarlo y eso arriesgaba su carrera, así que la orden fue buscarme y matarme.
Fue entonces que sus amigos y contactos le dijeron que debía abandonar el país. “Lo que nosotros podemos hacer es ponerte en Estados Unidos”.
El viaje “era para ayer”, me dicen, así que en la madrugada salí. En menos de cinco días ya estaba en Estados Unidos. Eso fue en noviembre de 2003.
Desde entonces han pasado 20 años.
Martínez tiene dos décadas de vivir en Estados Unidos, pero todo ese tiempo no ha sido nada fácil y ha tenido que hacer de todo para salir adelante. Hoy su vida ha cambiado.
Ha sido mecánico automotriz, carpintero, pintor de casas, cocinero pero hoy en día se dedica a la construcción, donde lleva días cargados.
En su estadía en Estados Unidos ha formado dos compañías en el área de la construcción donde le iba bien económicamente, pero la mala cabeza y sus andanzas con mujeres lo condujeron al fracaso.
Hoy la situación le ha sonreído y ha aprendido de las lecciones, no en vano a sus 52 años, su estabilidad le permite dar pasos firmes y seguros.
Tiene trabajo los siete días de la semana, es lo que más más tiene, se ha vuelto un experto en pegar papel tapiz en paredes y es muy demandado por la calidad de su trabajo por compañías que construyeron o remodelan edificios.
Por estos días está por formar una nueva compañía, porque la tercera es la vencida. Está lleno de entusiasmo y de sueños, como cuando entró a este país.
Mientras trabaja en la instalación de una cafetería, donde es responsable de la mueblería, pintura, una parte de la electricidad, Martínez tiene tiempo para todo, incluso para bromear y ponerse al tanto de lo que pasa en su país.
De barba tupida, llena de canas, y de hablar pausado, casi como dictando las palabras, Martínez cuenta que ha logrado superarse y ahora ha invertido dinero en su salud, en su situación migratoria y en su vivienda con su actual pareja.
“A mí me ha llevado putas, pero mire, me caigo, me levanto, me sacudo el polvo y sigo para adelante”, dice mientras se pone en pie después del almuerzo con un exquisito salmón y apresura el paso para desmantelar un baño lleno de humedad que será remodelado y utilizado por los futuros clientes de la cafetería.
-¿Y la pistola que le dio la vieja, qué la hizo?
-Eso puede ser otra historia...
Crédito: (CMF)