Santa Perpetua de Moguda, España
Amadou es un hombre grande y gentil, inquieto por dejar su huella en aquellos con quien vive, pero a la vez insatisfecho con su situación personal. Lleva cuatro años en España sin encontrar trabajo. Su mirada a veces refleja tristeza.
Aunque no ha alcanzado la prosperidad que lo llevó a salir de Anyama, su pueblo natal en Costa de Marfil, aprovecha las rendijas que le ofrece una nación que, pese a tener poco empleo para su propia gente -no digamos para hombres inmigrantes-, no lo trata como un infectado.
Habla el español sorprendentemente bien, pues uno de sus pasatiempos en esta etapa de su vida sin empleo es ir a la biblioteca pública y consultar el diccionario para traducir del francés al español y catalán.
Vive en un castillo -un castillo de verdad-, que comparte con otras personas en necesidad. La mayoría de ellos son africanos como él; casos individuales de la inmigración más cruda y dura que llega a España. Son algo así como los centroamericanos y mexicanos que viajan por tierra para alcanzar Estados Unidos.
Ante esto, es imposible dejar de mencionar que por todo el mal humor y la tosquedad que ha podido dar fama al carácter español en el extranjero, es de reconocer la extrema humanidad con la que en muchos casos el Estado en España trata a los más desafortunados de entre quienes migraron a su tierra sin que ellos lo autorizaran o pidieran.
Esos más desafortunados, cabe mencionar, no son los hondureños que han figurado en esta serie, sino los africanos que hicieron por mar y tierra el camino hacia el norte.
“El Castell”
A media hora en tren al norte de Barcelona se llega al pequeño pueblo de Santa Perpetua de Moguda. Desde allí y tras una caminata de media hora bajo un sol casi tan intenso como el de Nacaome, se llega a un antiguo castillo del siglo XIX que hoy es propiedad del Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña.
El ambiente mediterráneo hace un marco especial a este castillo, que no ha perdido su encanto con el cambio de dueños y habitantes.
A eso de las tres de la tarde llega Ousman, un migrante de Senegal de 28 años que viene de un curso de capacitación para trabajar en turismo, donde ha conocido a una hondureña.
Ousman lleva una gorra, unos jeans y una camiseta que se levanta a la altura de las costillas, como la gente en los pueblos calientes de Honduras, para perder la temperatura que ganó caminando bajo el sol hasta el Castell. Nos saluda y se incorpora a una mesa grande en una de las terrazas del castillo, donde unos minutos antes nos habíamos sentado con Amadou y dos señores marroquíes que también viven allí.
“Estamos en España porque aquí te reciben mejor que en Francia”, explica este par de hombres que hablan el francés como primer idioma. “Allá ganas más, pero la policía no te perdona”, nos cuentan.
“Para llegar a España salí de Costa de Marfil hacia Malí, y de allí crucé a Mauritania, donde trabajé por un año en una fábrica de pescado. Ganaba bien, pero me vine a Europa porque escuché que aquí se ganaba mejor. Para llegar a España tuve que caminar por tierra todo Marruecos, y allí te tienes que esconder porque la policía te pega y te manda a tu país. Tras varias semanas esperando, cruzamos en patera -una barca de madera generalmente sobrecargada de migrantes- hasta Cádiz y por fin llegué a España”, cuenta Amadou, ante la mirada aprobatoria de sus vecinos marroquíes que antes le habían servido una taza de café.
Amadou bebe lentamente en una taza que dice “Inmigración: en los 60 todos éramos candidatos”; un autorrecordatorio del pueblo español a un pasado no tan lejano en los que eran ellos los que salieron a otros países a buscar trabajo.
“Desde que llegué a España no he tenido suerte. Primero trabajé en Almería en agricultura, pero me quedé sin trabajo. Luego subí a Lérida para trabajar en lo mismo, pero nada. Terminé en Barcelona hasta que supe de ‘El Castell’, y ahora vivo aquí mientras encuentro algo”.
Al preguntarle si viajó a España para escapar de la violencia o el hambre, responde que en Anyama, su pueblo, no se pasa hambre, pues siempre hay plátanos y otras cosechas. Pero no es tan claro al responder porqué sigue en España, a pesar de no tener trabajo, como si fuese un asunto de orgullo no volver a su pueblo hasta haber alcanzado prosperidad.
No tan distintos a nosotros
“Vienes a España a ganar dinero y tienes que aprovechar para volver a tu país bien”, cuenta el joven Ousman, quien no lleva tantos años en España y no ha sufrido con la misma fuerza las penurias de Amadou.
“Lo que quiero es llegar a tener la doble nacionalidad, y así vivir un tiempo en mi país y otro tiempo aquí. No me quiero ir sin un pasaporte o permiso de residencia porque se te cierran las puertas para siempre”, cuenta este emigrante entre norte y sur, pero entre otros continentes.
La larga mesa que en un principio estaba casi vacía se va llenando de a poco. Una madre española de etnia gitana se incorpora con sus tres hijos y otra familia, de un padre de Costa de Marfil antes casado con una española, se une a la mesa con dos. Ella se llama Teresa y perdió su vivienda por falta de pago. Explica que vive momentáneamente en “El Castell” pues para criar niños no se puede vivir allí, ya que se necesita tener una casa propia.
Sus hijos se mueven como pequeños cachorros sin control por toda la terraza, ignorando con maestría las peticiones de su madre para que se comporten. La mayor, Carmen, se pone a bailar flamenco con su amiguita, la hija mayor de Mike, de Costa de Marfil, quien vive también allí con sus hijos después de que su madre haya decidido dejarlos. Ella es tímida, y a su padre Mike se le hace especialmente difícil la relación con ella en una familia monoparental que ya no cuenta con la madre.
Su hijo menor hace diabluras con el hijo de Teresa, ante lo cual Mike se levanta enérgicamente, lo agarra y llevándolo hacia una caja le dice ante la carcajadas de todos: “Pórtate bien o te meto en esta caja y te mando a África”.
A la escena se incorpora Fátima, una muchacha marroquí de 18 años con un especial talento para el baile que vive en “El Castell” tras ser reubicada de un apartamento que compartía con varios hombres marroquíes mayores que ella. El ameno descontrol de la mesa que reúne a tantas personas de nacionalidades variadas es armonizado, en parte, por la trabajadora social Alicia Picas, que hizo posible la visita.
Solidaridad ejemplar
“Somos una ONG privada que funciona en un edificio público”, explica Alicia. Tenemos fondos propios y otros que aporta la Unión Europea, mientras que la Generalitat -gobierno de Cataluña- aporta el castillo para que operemos”.
Alicia nos da una vuelta por el viejo edificio para mostrarnos en qué consiste esta casa de acogida y la imaginación de un periodista hondureño no puede evitar lo apetitoso que sería para un funcionario público de nuestro país apropiarse o vender indebidamente un edificio como este en lugar de ponerlo al servicio de las familias y los migrantes más necesitados.
A pesar de que Fátima, Amadou, Ousman y el resto de habitantes de “El Castell” no son ciudadanos españoles, el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña les proporciona este oasis que les ampara.
Sin duda, la mesa que reúne a estas personas tan afables y de origen tan variado en un antiguo castillo que bien podría ser usado para algo más, invita a pensar: ¿qué hacemos nosotros en nuestros países por nuestra gente en necesidad?