Bajo un albergue variopinto armado con lonas encimadas y anuncios de vinil reciclados, varias docenas de habitantes del número 18 en la calle Independencia se apeñuscan bajo tiendas de campaña donadas cerca del edificio, el cual resultó dañado en el terremoto del 19 de septiembre.
Seis meses después del movimiento telúrico, campamentos improvisados como este, que han sido montados por residentes desplazados, son algunos de los indicios más visibles de que no todo el mundo ha logrado dar vuelta a la página tras el terremoto de 2017 que provocó la muerte de 228 personas en la Ciudad de México y de 141 en otras partes del país.
Edgar Oswaldo Tungüí Rodríguez, quien encabeza la Comisión de la Reconstrucción de la Ciudad de México, dijo que hay 27 de esos campamentos en diversas partes de la capital, pero negó que la gente los esté habitando. Más bien, dijo, las víctimas del sismo sólo han colocado guardias para vigilar sus bienes.
Sin embargo, los campamentos visitados por periodistas de The Associated Press ofrecen una realidad distinta.
María Patricia Rodríguez González ha estado viviendo en la acera debajo de lonas de plástico cerca del edificio de la calle Independencia con su hijo de 13 años y su hija de 27 durante los últimos seis meses.
A los habitantes se les permite ingresar al edificio, pero nadie se arriesga a quedarse allí.
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El piso de la recámara en el apartamento de Rodríguez se ha hundido desde el terremoto. El techo se ha combado y el repellado se ha desprendido de los muros. Temerosa de utilizar el baño allí, calienta el agua en una hornilla de gas bajo las lonas y administra una especie de baño dentro de un retrete portátil en la acera.
En un principio, dicen Rodríguez y otros habitantes, hubo mucha solidaridad en el barrio. Algunos vecinos les permitían utilizar sus baños y compartían comida con ellos tras el terremoto de magnitud 7,1. Pero a medida que los días se convirtieron en semanas y luego en meses, los sentimientos cambiaron.
La gente se ha robado los tanques de gas que ellos utilizan para calentar su comida. En ocasiones algunos automóviles han estado a punto de arrollar el campamento. Algunos vecinos ya no les dirigen la palabra, y otros los insultan.
“Nos da tristeza que la gente nos insulta sin saber la realidad que vivimos”, afirmó Rodríguez. “No estamos por gusto, estamos por necesidad”.
El gobierno le dio a los residentes desplazados 3.000 pesos (unos 160 dólares) cada mes durante los primeros tres meses, con la idea de que rentarían apartamentos en otra parte. Pero los habitantes dicen que eso era insuficiente para rentar apartamentos en su barrio y temen que, si ellos no están, los saqueadores se llevarán sus bienes. Muchos habitantes vivían en el edificio desde hace más de 30 años.
Rodríguez trata de obtener algunos ingresos con la venta de dulces en una mesa a la entrada de su campamento. Desde antes del terremoto ya vendía dulces en su apartamento en la planta baja. Otros se van a empleos durante el día, mientras que algunas de las mujeres de mayor edad en el edificio cuidan a los niños pequeños de otras.
Casi todo el mundo tiene un resfriado, y en especial los niños suelen enfrentar gripes, dijo Emma Álvarez López, una de las residentes que ayuda a cuidar a los niños. Su propia nieta tuvo que dejar el campamento tras contraer neumonía.
“Si nosotros nos vamos prácticamente estamos abandonando el inmueble”, afirmó Álvarez. “Tenemos que de alguna manera hacerle presión al gobierno para que nos apoye”.
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Por ahora aguardan un veredicto oficial de la ciudad acerca de su edificio. La mayoría cree que tendrá que ser demolido.
Cientos de víctimas del terremoto repitieron esa historia al marchar el lunes por el centro de la ciudad, exigiéndole al gobierno que pague las reparaciones de sus apartamentos dañados.
En cierto sentido, las personas cuyos edificios se vinieron abajo totalmente tuvieron más suerte. No hubo disputas en los casos de demolición total, y el gobierno ha ofrecido autofinanciamiento en algunos casos para la construcción de nuevos apartamentos en los lotes existentes. Los desarrolladores han vendido las unidades adicionales para pagar la reconstrucción.
Es más difícil para víctimas como Miguel Ángel Rodríguez, de 57 años, cuyo edificio de apartamentos en el vecindario Roma sufrió enormes grietas por el sismo. Ha estado viviendo con parientes porque es muy peligroso que regrese a su vivienda, pero “es tan incómodo después de tantos años fuera, de llegar a casa y vivir como arrimado (persona que vive en casa ajena)”.
Los inspectores de edificios dicen que el bloque de apartamentos podría repararse, pero “era una inspección de 10 minutos... Quién sabe si realmente puede ser reforzado”, afirmó Rodríguez.
Es esa incertidumbre la que ha hecho intolerable la vida. Muchos han pasado meses en una rutina burocrática, en la que los funcionarios les piden más y más papeles, mientras los edificios permanecen vacíos y cuarteados, con frecuencia con los bienes de los residentes aún en el interior.
Al igual que Rodríguez, Elizabeth Gutiérrez, de 56 años, también se pregunta quién pagará esas reparaciones tan caras, que aún no comienzan seis meses después del terremoto.
“Es un sentimiento de enojo, de frustración”, dijo Gutiérrez, que en un principio acampó frente a su edificio dañado y luego se fue a vivir con parientes.
Tungüí, el comisionado de reconstrucción, dijo en respuestas por escrito a las preguntas que se le formularon que hasta ahora las autoridades de la ciudad ya han decidido qué hacer con 757 estructuras de un total de 911 que integran una lista de edificios dañados compilada por una comisión de emergencia. Algunos serán demolidos, otros reparados o reforzados. Hasta la fecha la ciudad ha demolido 28 edificios y trabaja en otros 15, señaló.
Las autoridades capitalinas anunciaron la semana pasada que la ciudad ya es propietaria de un lote donde se vino abajo un edificio de oficinas y murieron 49 personas. Planean convertirlo en un monumento conmemorativo a las víctimas del terremoto.
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