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Bhannine, Líbano.- Mientras muchos refugiados sirios están cruzando la frontera de vuelta a su país tras la caída el domingo del presidente, Bashar al Asad, muchos otros aún esperan en el Líbano a que sus áreas sean “liberadas” por los insurgentes o, como Mohamed al Dabe, a terminar un capítulo en el exterior demasiado largo para cerrar de golpe.
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Mohamed llegó al Líbano cuando tenía tan solo 12 años, al inicio del conflicto entre el Ejército de Al Asad y los rebeldes levantados en armas. 13 años después, está casado, tiene un hijo pequeño que nunca ha visto su país de origen y trabaja en la agricultura en el área septentrional libanesa de Bhannine.
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Ahí, en una tienda del pequeño campo de refugiados que le ha visto crecer, defiende que la situación en Siria es ahora “perfecta”, después de que una coalición de grupos islamistas y proturcos arrebatara al Gobierno amplias zonas del país, incluidas la capital y su localidad de origen a las afueras de Homs (centro).
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“Pero no podemos regresar porque tengo el compromiso con el trabajo, aunque estoy pensando que en diez días o así iré dos o tres días de visita para ver cómo está la situación, el tema de la casa, el trabajo y luego decidir si volver”, explica el joven en declaraciones a EFE.
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Mohamed ha pasado la mitad de su vida en el Líbano, como muchos otros de los alrededor de 1,5 millones de refugiados sirios residentes en la nación de los cedros.
Desertar
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El nuevo escenario se precipitó en apenas diez días, según los insurgentes fueron avanzando desde el noroeste de Siria a la velocidad de la luz.
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Hasta hace dos días, Mohamed no podía ni siquiera poner un pie en su país, ya que estaba llamado para entrar al Ejército. La evasión del servicio militar era uno de los principales impedimentos que durante años mantuvo lejos de Siria a los jóvenes varones, junto al miedo a las represalias contra los opositores.
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“Tengo familiares allí en Siria, pero vivía siempre con miedo. En 2013, mi primo salió a comprar ‘hummus’ al supermercado para que rompieran su ayuno durante el (mes sagrado musulmán de) Ramadán y hasta el momento no sabemos nada de él”, relata el refugiado.
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La ONU estima que unas 130.000 personas desaparecieron durante el conflicto en el país, buena parte de ellos en centros de detención pertenecientes a los órganos de seguridad de Al Asad, que ahora los insurgentes han ido abriendo durante su avance para liberar a los prisioneros.
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Por ello, la madrugada del domingo, Mohamed cantó en las calles “hasta que perdió la voz” para celebrar el derrocamiento del Gobierno, pegando tiros al aire e incapaz de dormir de tanta “alegría” tras materializarse un cambio que llevaba días siguiendo con avidez.
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“Estaba viendo los vídeos uno detrás de otro llorando, todo el rato llorando viendo a los combatientes entrando a las afueras de Idlib, luego a las afueras de Alepo. No soltaba el móvil de la mano, dormía casi dos horas al día siguiendo las noticias, los vídeos de los avances de los combatientes”, reconoce.
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“Yo, desde siempre, he sido opositor”, zanja el agricultor.
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Radwan al Azu también corrió a unirse a las celebraciones que erupcionaron en el norte del Líbano tras la toma de Damasco, pero, al igual que su vecino de campamento, tendrá que esperar para poder regresar a su país.
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Aferrado a la boquilla de una ‘shisha’ o pipa de agua, apunta a EFE que es oriundo de Al Hasaka, una zona del noreste de Siria aún en manos de los kurdosirios. “Una vez que (los insurgentes) lleguen allí, seguramente regresaremos, espero que en cuestión de dos días entren victoriosos”, aventura.
A la espera
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La situación es parecida para la refugiada Leila Dajil al Hassan, que vivía en Al Hasaka antes de huir al Líbano hace nueve años y originaria de Qamishli, otra ciudad de la provincia homónima también controlada por las fuerzas kurdas.
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“Si regresamos estaremos sin techo, no hay casas, no hay trabajo ni salarios. Pero da igual, regresar a nuestro país será mejor que estar aquí viviendo en malas condiciones”, mantiene, al expresar su esperanza de que ambas localidades caigan pronto en manos de la coalición opositora.
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Y es que el caos y la inseguridad hacen que algunos aún consideren que es demasiado pronto para plantearse un retorno.
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“Escuchamos las noticias, dicen que siguen los ataques, y no sabemos de dónde, no nos arriesgamos a ir allí. Llevamos 13 años viviendo en campamentos aquí y ahora tendríamos que llevar a los niños allí sin saber que les podría pasar”, considera la refugiada Franyee Ahmed.
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“Algunos dicen que quieren volver, pero, de momento, mis vecinos y nosotros seguiremos por aquí”, concluye.