La fascinante aurora boreal que no alcancé a ver
Mirar al cielo siempre está lleno de magia, con nubes agitándose, hojas volando y pájaros en vuelo. Pero lo que nunca esperaba encontrar era la aurora boreal
Aunque la aurora boreal no apareció, la belleza de la Luna y las luciérnagas me recordaron la maravilla y la pequeñez de nuestro lugar en el cosmos.
Por Margaret Renkl / The New York Times
Paso bastante tiempo mirando al cielo, porque el cielo casi siempre está lleno de magia. Nubes de tormenta agitándose, hojas de otoño volando, pájaros realizando el interminable milagro del vuelo. A menudo, por la noche, busco la Luna. ¿Quién podría dejar de amar la Luna, magnífica en todas sus formas, brillando fríamente en todo su esplendor?
Lo que nunca busco es la aurora boreal. He pasado casi todos los días de mi vida en el sur de Estados Unidos. Por definición, no hay razón para esperar un espectáculo de luces aquí. Incluso con una tormenta solar extrema en marcha, como lo fue el 10 de mayo, parecía poco probable que la noticia nos afectara en Nashville. “La aurora boreal se vuelve visible más al sur al aumentar la actividad solar, pero no en Tennessee”, rezaba el encabezado del diario de Nashville.
Además, los primeros reportes de los medios no se centraban en la posibilidad de la belleza, sino en las posibles perturbaciones a la red eléctrica o a los sistemas de comunicación y navegación.
La tormenta solar sí provocó que los sistemas de navegación de los equipos agrícolas se averiaran, lo que retrasó la siembra durante el apogeo de la temporada de siembra de semillas. Por lo demás, su principal efecto fue el asombro generalizado.
No había rayos rosados en el cielo iluminado sobre mi casa en Nashville, pero cerca, en el condado rural de Dickson, María Browning, una escritora, estaba hipnotizada. “¿Puedes ver la aurora boreal en tu casa?”, me texteó esa noche. “Espectacular”.
Yo ya estaba en bata de baño, pero salí corriendo para mirar de todos modos. Nada. Pero cuando apunté mi teléfono hacia el cielo, la cámara pudo ver lo que yo no podía: un campo estrellado de color púrpura veteado justo encima de la casa de mi vecino. No estaba segura de cómo me sentía ante una belleza profunda que solo podía experimentar indirectamente, aunque estuviera en su presencia directa. ¿En qué se diferenciaba esto de ver la aurora boreal en una fotografía tomada por otra persona?
¡Y había mucha gente tomando fotografías esa noche! Casi todas las personas a las que sigo en las redes sociales estallaron en alegría.
“Nunca pensé que vería la aurora boreal desde mi casa en Kentucky, pero el mundo está lleno de maravillas”, escribió el poeta y novelista Silas House.
Así es, aunque no todos pudieron encontrar las palabras para esta versión particularmente extravagante de asombro. El escritor Hank Green es famoso en muchos campos de actividad, el principal de ellos la comunicación científica. Sin embargo, todo lo que pudo escribir fue “AIJOLEEEEEE”.
La siguiente noche, cuando se esperaba más actividad de llamaradas solares, mi esposo y yo empacamos algunas sillas plegables y salimos en busca de cielos más oscuros. Buscábamos un campo abierto en un terreno público que probablemente estuviera al menos algo libre de contaminación lumínica. Nos instalamos en un campo para volar aviones a escala en el parque Edwin Warner en Nashville.
Muchos otros habitantes de Nashville tuvieron la misma idea. Un automóvil tras otro se detuvo en el estacionamiento que se extendía a lo largo del campo. Cuando cayó la noche, la gente empezó a salir de sus autos. Solos o en parejas, algunos con niños somnolientos a cuestas, avanzaron a tientas en la oscuridad sobre el terreno irregular. Algunas murmuraban entre sí, pero la mayoría permanecía en silencio. Figuras oscuras, apenas distinguibles de la oscuridad, todas mirando al cielo, buscando algo que nos habían dicho que era maravilloso.
Me recordó otra vez que estuve en un campo abierto, esperando entre extraños a que sucediera algo milagroso en el cielo. En el 2017, estaba esperando que la Luna se moviera sobre la superficie del Sol e hiciera que el día se hundiera en la noche. Esta vez estaba esperando que la oscuridad estallara en grandes ondas de luz y color, una magia que no es menos mágica por tener una explicación perfectamente científica.
En ambos casos, me sentí pequeña, algo que esperaba sentir, y tranquila ante mi pequeñez, lo cual no esperaba. Estar de pie bajo el cielo abierto me recordó nuevamente mi propio papel infinitesimal dentro de un sistema cuya magnificencia, incluso los más brillantes de mi especie, pueden comprender solo en la medida más exigua. Esos momentos tienen una manera de hacer que mis preocupaciones terrenales parezcan más manejables, aunque sea brevemente.
Pero incluso más que la tranquilidad que ofrece cualquier recordatorio de la escala del cosmos, e incluso más que la oportunidad para las personas cuyos sueños más locos no incluyen viajar a Islandia para disfrutar de esta maravilla celestial, hay algo alentador en simplemente permanecer en la oscuridad con el canto de grillos acompañada de un número incalculable de otras personas —en el campo de aviones a escala en el parque Edwin Warner y en todo el mundo— que están juntas en silencio, con sus rostros callados vueltos como uno solo hacia el cielo oscuro, esperando fielmente que algún fragmento de color atravesara la oscuridad.
La aurora boreal no volvió a aparecer esa noche, pero no importa. En su poema del 2016 “Carta a la Aurora Boreal”, Aimee Nezhukumatathil, poetisa y escritora de no ficción con sede en Mississippi, escribe: “Por supuesto que no apareciste cuando fuimos / a buscarte, pero encontramos otras luces: luciérnaga, / luna de fresa, una pequeña captura de ella en los dientes del otro”.
En este planeta imposible y glorioso, cualquier criatura que esté sintonizada con la belleza necesariamente la contemplará. Efectivamente, una brillante luna creciente se elevó en el cielo oscuro sobre el campo de aeromodelismo. A su alrededor brillaban mil estrellas. Y a lo largo de donde iniciaban los árboles, elevándose entre la hierba refrescante, estaban las primeras luciérnagas de la temporada de verano.
Margaret Renkl es autora de “The Comfort of Crows: A Backyard Year”, “Graceland, at Last” y “Late Migrations”. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com./i>
© 2024 The New York Times Company