El mito del Unabomber del oeste estadounidense
En Estados Unidos, todo el mundo está sin hogar. La maníaca ambición nacional hace de cada horizonte un campo de pruebas.
(Sally Deng)
Por Maxim Loskutoff | The New York Times
En junio del año pasado, Ted Kaczynski, un terrorista estadounidense conocido como el Unabomber, fue encontrado muerto en su celda. Kaczynski, que había pasado 25 años en una prisión federal por asesinar a tres personas y herir a otras 23 con bombas enviadas por correo, presuntamente se había suicidado.
La noticia me sacudió, pues yo escribía una novela sobre Kaczynski.
Un año después, el libro está terminado y la noticia se ha desvanecido, pero todavía estoy desenredando las mitologías que rodearon la vida del Unabomber —la del paria torturado que buscó refugio en el oeste estadounidense— de las que influyeron en la mía.
Crecí en Missoula, a poco más de 120 kilómetros de la choza del Unabomber en el campo de Montana, y tenía 11 años cuando fue capturado. Lo que más recuerdo es una sensación de perturbación. Vi helicópteros en el cielo y escuché la silenciosa ansiedad en las voces de mis padres. Yo no sabía quién era el Unabomber ni qué había hecho, pero me di cuenta de que era importante. Tanto que mi Estado natal se convirtió de repente en el centro de atención de los medios.
¿Quién fue el Unabomber? ¿Fue un vengador ambiental que contraatacó a las empresas madereras o un loco que hizo estallar tiendas de renta de computadoras?
La gente parecía pensar que era inteligente. Había asistido a la Universidad de Harvard. Yo sabía lo que era eso. Entonces vi su choza. ¿Por qué viviría una persona inteligente de esa manera? ¿Y por qué aquí?
La atención de los medios insinuó las respuestas. Escuché las palabras “cabaña”, “remota” y “campo” repetidas en las noticias de la noche con un brillo cada vez más romántico. Comencé a ver cómo la gente de las costas de Estados Unidos veía mi Estado natal como un campo de posibilidades. Un refugio para rufianes, buscadores, desertores, soñadores y algún que otro psicópata. En las tiendas de souvenirs locales aparecieron camisetas y tazas de café con el lema “El último mejor lugar para esconderse”.
Mi vida en Montana no era romántica. Era 100 por ciento suburbana. Vivía a dos cuadras de la preparatoria local. Hacíamos compras en una cadena de tiendas minoristas y comíamos en un restaurante de comida rápida panasiática. Nunca había ido de cacería.
Pensadores como Emerson y Thoreau hicieron aspiracional la idea del campo, un lugar para purificar el espíritu y encontrar el verdadero yo. Pero el Oeste americano es un lugar como cualquier otro. Algunos simplemente lo usan como espejo de los aspectos oscuros e indómitos del carácter nacional estadounidense.
La historia de Kaczynski siguió este modelo. Dio la espalda a una exitosa carrera académica para ponerse a prueba en la naturaleza. Una vez allí, se convirtió en el avatar de un mito mucho más antiguo —el del monstruo que acecha en el bosque, aterrorizando a una sociedad complaciente. Sus bombas enviadas por correo eran un retorcido giro moderno.
La captura de Kaczynski fue mi primer encuentro con el veneno al centro del sueño americano. De repente me sentí como un extraño en el único lugar que había conocido.
En Estados Unidos, todo el mundo está sin hogar. La maníaca ambición nacional hace de cada horizonte un campo de pruebas. Quedarse en un solo lugar haciendo una sola cosa es fracasar. Impulsados por la ambición de rehacernos a nosotros mismos, corremos unos tras otros, ajenos al hecho de que seguimos un patrón tan antiguo como Estados Unidos.
Así fue con Kaczynski. Sin hogar y arremetiendo, confundido, pedante, reaccionario, fingió tener nuevas ideas para disfrazar sus viejas ambiciones, tomando de filósofos franceses, luditas y ambientalistas. Pero sólo estaba tratando de justificar lo que él y tantos otros niños quieren —alejarse de sus padres, trascender a sus compañeros y rehacer la sociedad a su propia imagen.
Los medios lo retrataron erróneamente. Al tratar de romantizar a Kaczynski, los periodistas lo presentaron como un filósofo que encontró un propósito en el bosque. Pero su única innovación fue un tipo de violencia cobarde. Kaczynski nunca vio realmente Montana, la naturaleza o el oeste estadounidense como realmente eran.
Curiosamente, la mitología de Kaczynski parece haber crecido desde su muerte. Los jóvenes todavía difunden mensajes de su manifiesto en las redes sociales, creando su propia historia del “Tío Ted” como un férreo profeta antitecnología. Debemos odiarnos, pensé al leer sus publicaciones, por la forma en que buscamos héroes de los peores entre nosotros.
A todos nos inculcan mitos sobre nuestros hogares, ya sea Montana como el último mejor lugar para esconderse o la ciudad de Nueva York como la capital cultural del mundo. Pero estas son sólo historias que a menudo se basan en casos atípicos como Kaczynski. Nuestras ciudades natales son mucho más complejas que estas mitologías, pero verlas como realmente son —y amarlas con toda su trágica belleza— nos aleja de la destrucción y el aislamiento, y nos lleva a la comunidad y la custodia.
Como veinteañero la pasé en movimiento, ansioso, motivado y confundido. Pensé que estaba buscando un propósito y un hogar, pero me estaba rebelando contra la idea misma. Como buen chico estadounidense, perseguía el sueño: no una casa y una cochera para dos autos, sino la rebelión misma.
El año pasado, cansado de los años de soledad y llenos de pesar de la pandemia, regresé a Missoula. La ciudad se ha extendido hasta llenar el valle, pero todavía hay montañas imponentes, árboles imponentes y muchos lugares donde perderse.
Cada día despierto y trato de ver Montana tal como es. Hierba dorada en las colinas secas, un gran cielo que generalmente va del gris al gris más oscuro, claros y minas abandonadas y pueblos plagados de metanfetamina, y relucientes extensiones de campo tan impresionantes que me hacen llorar. Es complicado, hermoso y más antiguo de lo que puedo imaginar. Un día, en la médula de mis huesos, espero conocerlo sólo como mi hogar.
Maxim Loskutoff es escritor de ficción cuya novela “Old King” trata sobre Ted Kaczynski y el oeste estadounidense.
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