Columnistas

Prohibido olvidar

En la última década he dedicado atención a temas sobre la memoria colectiva, trauma cultural, mujeres creadoras y el cuerpo-territorio. Me interesa lo que el historiador Francisco Ortega denomina el peso de la memoria y su vinculación con eventos sociales de intensidad emocional y sufrimiento, dirigido a comprender e interpretar los golpes o afectaciones sociales e identificar las maneras resilientes a través de las cuales la persona herida las enfrenta.

A través de la memoria se busca que los hechos dolorosos no se repitan, así como sanar heridas estampadas en la memoria del cuerpo. En palabras de Ortega, la sanación de estas heridas conlleva un proceso en el cual el sujeto herido es capaz de ser espectador de sus propios traumas, de representárselo a sí mismo (transformarlo) y construir una narrativa propia de su pasado. En síntesis, no podemos evitar las dificultades de la vida, pero sí podemos metamorfosear el sufrimiento en obra de arte, y eso es ser menos infeliz, nos recuerda el neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik.

La presente reflexión surge de las palabras expresadas por el mandatario Juan Orlando Hernández, comandante general de las Fuerzas Armadas, en el marco de la inauguración de la Escuela de Investigación Criminal en Comayagua. Según fuentes periodísticas, el mandatario explicó que “este proyecto busca contribuir en los procesos de investigación y mejorar las áreas de inteligencia militar”, y afirmó: “La violencia nos había arrebatado miles de vidas, afectó nuestra economía, redujo las fuentes de empleo, generó pobreza, alentó a muchos a migrar e infundió miedo en nuestra población; sin embargo enfrentamos este flagelo. Por eso no debemos olvidar nunca la dificultad de dónde venimos. Entendemos que en esta materia es prohibido olvidar” (El Heraldo, 11 de abril de 2018).

Sus declaraciones me llevaron a hacer un viaje por la memoria y las artes, llevando en el corazón las palabras de Eduardo Galeano: “Ojalá podamos mantener viva la certeza de que es posible ser compatriota y contemporáneo de todo aquel que viva animado por la voluntad de justicia y la voluntad de belleza, nazca donde nazca y viva cuando viva, porque no tienen fronteras los mapas del alma ni del tiempo”.

Y es en función del tiempo que quiero abordar la temática de la violencia, desde la mirada de las mujeres. De acuerdo con la escritora hondureña Leticia de Oyuela, “las mujeres hondureñas hemos manejado un tiempo interior, a través del verbo ‘esperar’ de donde proviene la palabra esperanza” (Oyuela, 2001). María Victoria Uribe, en su libro “Hilando fino. Voces femeninas en la violencia”, plantea que pensar el tiempo en espiral nos permite recuperar lo vivido a través de sucesos, entendidos como aquellos eventos que irrumpen o relampaguean en un momento que puede ser conocido o comprendido. Por su parte, Hanna Arendt, Pierre Nora y Walter Benjamin nos dicen que los acontecimientos se constituyen a partir de una clasificación que puede ser política, social, literaria, nacional o local.

En este contexto, podríamos pensar que en Honduras el tiempo íntimo de las mujeres se teje a partir de acontecimientos que han marcado la memoria colectiva, sucesos conocidos por la sociedad. Por ello, me propongo enunciar cinco casos emblemáticos de mujeres cuyos brutales asesinatos expresan una realidad que pretende silenciarse, como advirtió Teresita Fortín (1885-1982) respecto a los años de guerras constantes y la paupérrima situación social del país a finales del siglo XX: “Guardé silencio entre tanta decepción, irreparables pérdidas familiares, heridas que nunca se sanarán y hacen la vida más amarga”
(Oyuela, 1997).

Me voy a referir a Clementina Suárez (1906-1991), voz fundamental de la poesía vanguardista hondureña, asesinada a los 91 años de edad, brutal crimen perpetuado en su casa de habitación; Riccy Mabel Martínez (1973-1991), asesinada a la edad de 18 años, víctima de tortura por militares de alto rango; Feliciana Eligio Suazo (1944-2013), que a los 69 años murió de un infarto fulminante camino al hospital, tras haber sido acusada de usurpación de sus propias tierras en el juzgado de Tela; Margarita Murillo (1960-2014), asesinada a los 54 años de un disparo en la frente, en una ejecución extrajudicial; y Berta Cáceres Flores (1972-2016), asesinada con cuatro tiros en su casa de habitación a los 44 años de edad, en lo que también fue una ejecución extrajudicial.

A estos crímenes se suman los femicidios y muertes de mujeres víctimas del desfalco del Seguro Social, entre muchos otros ejemplos, muertes que permanecen en completa impunidad. Estos crímenes son comparables a los de lesa humanidad, en tanto han desgarrado el tejido social hondureño, interrumpiendo las formas de vida de las mujeres y de las comunidades originarias, como se observa en la actual caravana de migrantes hacia Estados Unidos, en su mayoría hondureños.

En momentos de profundas tensiones, las mujeres hondureñas nos hemos enfrentado cotidianamente a la vida y la muerte en un reclamo perpetuo por la dignidad. Así lo expresa el siguiente testimonio sobre la muerte de Silvia Izaguirre, doctora de 26 años, violada y asesinada en el contexto de la violencia generalizada contra las mujeres en Honduras: “En un país seguro las familias no se preparan para recibir en un féretro las esperanzas, el amor y las metas cumplidas de sus seres amados”.

En consecuencia, podríamos decir con certeza que las mujeres estamos claras sobre el significado del abuso y violación, porque lo hemos vivido en carne propia. De igual manera, al momento de emprender nuestras luchas cotidianas, la sabiduría archivada en la memoria de nuestros cuerpos-territorios muestra las maneras en que el control, la vigilancia y la sospecha nos afectan, llegando a argumentar que nosotras mismas somos responsables y causantes de nuestras propias desgracias. María Fux, en su artículo “La apropiación del cuerpo ajeno”, expresa: “Algo tienen en común el cuerpo y el silencio, y es que no
pueden mentir”.

Las declaraciones del mandatario hondureño no deben quedar en simples palabras. Son los hechos los que deben demostrar su veracidad y la voluntad gubernamental de enfrentar las causas de la violencia. Ello implica el esclarecimiento de asesinatos emblemáticos, pero también muchos otros que permanecen en el silencio y el olvido, incluyendo a los desaparecidos en Honduras de los años ochenta, que constituyen una marca de dolor que nos hace recordar los cuerpos ausentes y “prohíbe olvidar”. Porque, más allá de las declaraciones, la memoria no se puede silenciar.