Usualmente, los primeros amores se guardan celosamente en el recuerdo, bien por su cálido sabor o por su triste final. Furtivos, acuden a la mente del presente para regalarnos una espontánea sonrisa, hacernos perder la mirada en el vacío y hasta sacudir la cabeza, en movimiento reflejo que quiere retirar su incómoda presencia en los pensamientos. Las líneas anteriores quizás sean ciertas sobre esa persona que nos hizo soñar en proyectos comunes; en la mayoría de casos, esta se aleja finalmente por variadas circunstancias, aunque siempre está esa pequeña minoría que desafía la regla general y
presume hasta hoy de un final idílico.
No pasa igual con esos primeros amores, cuando de libros se trata. Las primeras obras que leímos están ahí, presentes hasta hoy en la memoria, provocando una sensación grata cuando rememoramos su contenido y detalles. No solo son difíciles de olvidar, sino que -a diferencia de esa niña o muchacho que nos rompió el corazón- siempre podemos volver a ellos, para experimentar nuevamente las emociones que una vez disfrutamos.
En la casa familiar siempre hubo libros. Todos ellos bien ordenaditos en los anaqueles. Libros grandes y gordos, altos y delgados, con empaste duro y suave. Volúmenes impenetrables para “gente grande”, otros de consulta general, algunos “ligeros” para gente más joven y -por ello estaremos siempre agradecidos- un buen número para los pequeños de la casa. Para mis hermanos y yo, no era un ambiente extraño. Las casas de los abuelos eran iguales: con libreros que llegaban hasta el techo y contenían colecciones completas; bien eran obras clásicas de la literatura universal o piezas imperdibles de la bibliografía nacional. Daban cuenta de una época en que, a falta de los medios de comunicación modernos, la lectura era una de las principales formas de entretención y fuente inagotable de conocimiento. Uno de mis abuelos -Julio Rodríguez Ayestas- compiló en su casa una de las bibliotecas privadas más completas de autores hondureños del país (acervo preservado hoy por la Universidad Pedagógica Nacional), mientras la de otro se perdió indolentemente por mala decisión testamentaria. Una tercera colección -más modesta- nos legó varios libros de valor documental e histórico, que todavía conservamos.
Fue en las bibliotecas familiares que conocimos nuestros “primeros amores”: las obras de los “universales” H.C. Andersen, Swift, Defoe, Twain, Verne, Dickens, Lewis, Salgari, entre otros, y las de los “más cercanos” Laínez, Zúniga y Molina. Gracias a la temprana guía de nuestro padre y al estímulo de abuelos y abuelas, luego al afán de un extraordinario maestro de Literatura Española (Gonzalo Moreno), ese “amor por los libros” creció y sigue vivo en nosotros.
Hoy son nuestro hijo e hija quienes cuidan y disfrutan esos “tesoros de tinta y papel” en los libreros de la biblioteca familiar y, solo resta esperar, que algún día serán ellos quienes presuman sus propias historias: las de esos “primeros amores”, únicos, intensos e inolvidables.