Columnistas

Autonomía y universidad en el siglo XXI

Con el paso de la sociedad moderna a la sociedad del conocimiento, el futuro de las universidades en el mundo contemporáneo es bastante incierto. Cada día más se demanda que estas instituciones se pongan al día con los cambios que se dan tanto en el campo académico como social.

Al respecto, se hace necesario establecer las coordenadas necesarias para analizar el vínculo entre el Estado, la sociedad y la universidad.

En este nuevo contexto social, los cambios vertiginosos en el mundo de la producción; la distribución y acumulación de conocimiento; las nuevas formas de socialización de los alumnos; las diversas condiciones de educabilidad con que estos llegan a las instituciones del nivel superior, nos hacen pensar que la vieja tradición de la relación de la universidad con la sociedad y con el Estado ha cambiado.

La tradición latinoamericana nos ha mostrado que, entre la universidad, el Estado y el mundo productivo ha habido vínculos. Sin embargo, estos vínculos no alcanzan para dar cuenta de los actuales cambios. Son tres mundos que han sufrido radicales transformaciones tanto en su naturaleza como en sus intereses.

En nuestra tradición, la relación entre la universidad y el Estado ha estado vinculada con la noción de autonomía. Esta conquista se materializó en una especie de respeto y libertad académica a la libre circulación de las ideas y a la producción de conocimiento.

La autonomía se convirtió en una estrategia para desmarcarse de la manipulación política, que generaban las instituciones que tenían el control del Estado.

La autonomía se convirtió en una conquista que protegió a las universidades del autoritarismo político que se generaba desde la sociedad y desde el Estado. Se trataba de desvincular a la universidad de los cambios políticos que se producían en el exterior.

La autonomía ha tenido dos grandes características: a) la primera, protegió y garantizó la libertad académica; b) la segunda, aisló a la universidad de la sociedad y particularmente, del sector productivo y del sector crítico de nuestra sociedad.

Se puede decir que la autonomía no ha sido mala ni buena. Los usos han marcado su impacto en la sociedad.

Estos cambios que se generan en estas tres esferas, nos obligan a repensar y a replantear la noción de autonomía. La época actual, nos obliga a reposicionar tanto a la universidad, como a la sociedad y al mundo de la producción. La vieja idea de autonomía no permite el establecimiento de nuevas relaciones, de nuevos encuentros y de nuevos pactos.

Desde esta perspectiva, es necesario reposicionar tanto a la universidad como a la autonomía universitaria en el contexto hondureño:

En primer lugar, debemos reconocer que la idea de autonomía universitaria ha cambiado significativamente. En consecuencia, no podemos seguir pensando la autonomía universitaria con los parámetros de hace más de medio siglo.

De hacerlo atentamos contra la esencia de la universidad: la evolución del conocimiento, de la tecnología y de la sociedad.

En segundo lugar, la autonomía tiene que ver cada vez menos con aislamiento y soberanía, y cada vez más con establecer acuerdos y pactos con la sociedad y con los grupos y actores que están vinculados directamente con el quehacer universitario. La autonomía no puede convertir a una universidad en una isla.

En tercer lugar, una nueva autonomía significa que la UNAH escuche a la sociedad y no solamente ser escuchada. Significa que las universidades deban establecer alianzas regionales. Significa reformar cuantas veces sea necesario sus carreras.

Pero a lo interno, requiere abrir el debate de ideas, la libertad de pensamiento y la producción de conocimiento. En este aspecto, las universidades públicas tienen una gran deuda política y social.

En cuarto lugar, hay que reconocer que este aspecto implica establecer dispositivos democráticos para definir acuerdos y consensos. Justamente tanto la crisis de la UNAH y de la UNA tienen como causa fundamental la ausencia de diálogo, concertación y pactos internos.

Por ello, en un nuevo modelo democrático universitario, la autonomía universitaria no puede concebirse si no se establecen acuerdos y consensos. Se trata del establecimiento de pactos con los diversos actores que componen la comunidad universitaria.

La autonomía no puede ser pretexto para la exclusión de actores significativos de la vida universitaria.

La autonomía del siglo XXI implica un proceso de inclusión tanto política como académica. Pero la autonomía no significa negociar la calidad de la oferta académica que se ofrece.

El debate sobre la transformación de las universidades tanto públicas como privadas es un tema que no puede evitarse. En consecuencia, no solo es necesario sino urgente.

La autonomía no significa en ningún momento una independencia de las regulaciones del Estado. Significa, que las instituciones tengan libertad para hacer determinadas cosas, pero vigilancia para hacer otras. El tema de garantizar la calidad de la educación superior es uno de los aspectos fundamentales que el Estado debe hacer realidad. El Estado debe marcar las pautas. En suma, el Estado es el garante de la calidad y también de la equidad en el campo de la educación superior.

Pero el Estado no es una universidad. El Estado nunca puede estar representado solo por una institución que en –última instancia- determina casi todo. De ser así, negaría su contrato democrático con la sociedad.

Justamente por esta razón, el Estado debe reconsiderar la naturaleza y función de la educación superior. No hay ninguna discusión que hay que regular lo académico de las universidades públicas y privadas.

Pero, el problema justamente consiste en que, la regulación no puede venir de una institución que es juez y parte. Sobre todo, con las deudas sociales y pedagógicas que en la actualidad tiene la UNAH.

Hay que pensar críticamente si el Consejo de Educación Superior realmente es un Consejo. Nunca puede ser un pretexto para maquillar la opinión de una institución universitaria.

Desde esta perspectiva, pensar en una autonomía para el siglo XXI es reconocer la necesidad de rendir cuentas tanto financieras como políticas y pedagógicas. Justamente ese es el desafío.

El problema de la autonomía de cara al siglo XXI no es administrativo-financiero. Es sobre todo político-pedagógico.