Columnistas

Carne de cañón

En los años 80, en el centro de la doctrina de seguridad nacional, los jóvenes eran la “carne de cañón” de los militares y de focos rebeldes que arreciaba esa sangrienta década. En los 90, con el auge de las pandillas, los jóvenes siempre en la primera línea de muerte; y ahora, en tiempos de un socialismo acre, los jóvenes siguen siendo la “carne del cañón”, disparado por discursos populistas bajo una administración estatal fría ante la sangre y los números escandalosos que sacuden las políticas de seguridad ciudadana.

En lo que va de este año 2024, ya se registran más de 340 muertes violentas de jóvenes, “esto debería llamarnos a la reflexión y ser una sociedad preocupada; en otro país del mundo estaríamos en una emergencia nacional. Honduras es un país joven donde más del 70% de la población son personas menores de 30 años, esto significa que la niñez y la juventud está perdiendo la vida y siendo asesinada”, denunció el director de la Red de Instituciones por la Niñez, Adolescencia, Juventud y sus Derechos (Coiproden), Wilmer Vásquez.

Datos duros que se ahogan en el silencio de los aparatos oxidados de un Estado que tritura las esperanzas de millones de jóvenes, arrinconados ante la vulnerabilidad y sus perversos efectos. En un Estado permisivo con el delito, donde las leyes y las políticas no son lo suficientemente estrictas para prevenir y castigar la violencia, nuestros jóvenes enfrentan una serie de desafíos que suelen tener consecuencias que quebrantan sus vidas.

En Honduras, los niños y adolescentes permanecen con la exposición constante a la violencia, causándoles un profundo impacto en la salud mental. El miedo, la ansiedad y el estrés postraumático son devastadores cuando han sido testigos o víctimas de actos violentos.

Además de esa tragedia psicosocial, está la frustración, cuando no se castigan debidamente los delitos, la blandengue justicia e investigación policial empuja más a los jóvenes a desarrollar conductas extraviadas. La impunidad y la normalización de los actos violentos llevan a algunos a involucrarse en actividades delictivas, esto perpetúa el ciclo de la violencia en este país, donde lo común es asesinar o ser asesinado.

En este álgido punto rojo, es crucial que el Estado adopte políticas estrictas y efectivas contra el crimen. Esto incluye no solo el fortalecimiento de las leyes o construir otro “Alcatraz”, sino más inversión en programas de prevención y apoyo para los jóvenes.

La educación, el acceso a servicios de salud mental y la creación de oportunidades económicas son esenciales para ofrecer a los jóvenes un camino hacia un futuro más seguro y prometedor.

Pareciera que la impunidad es un familiar cercano al gobierno, para alargar la estirpe del poder, ante tanta ineficacia y falta de justicia para las víctimas, que perpetúa el sufrimiento de quienes han sido afectados, y de paso envía un mensaje peligroso a los perpetradores: que sus acciones no tendrán consecuencias.

Este silencio es aún más preocupante cuando se utiliza políticamente a las víctimas, convirtiéndolas en herramientas para agendas partidistas en lugar de brindarles seguridad y la justicia que merecen.

Da asco ver cómo la violencia se convierte en tema de debate político, donde las víctimas son utilizadas como símbolos para ganar votos y arrastre popular. Esta instrumentalización no solo es cínica, sino que peligrosa, porque de la sangre se alimentan los monstruos de la tiranía, que avanza en los oscuros silencios de sus verdugos.Y en esto debemos ser irreductibles: ¡es hora de poner fin a la impunidad y los esbirros electorales que manipulan los hilos de corrupción en todo el sistema judicial!

Mientras tanto los próximos “elegidos” -parte culpable de esta matanza- prometen acabar con el crimen, buscando entre los escombros fúnebres el voto de los jóvenes.