En la víspera de Semana Santa estuve un par de días en Panamá, el país que más se ha transformado en la región en los últimos 20 años –desde que tomó las riendas del Canal- y el que más crece económicamente, y me sorprendió el nivel del debate confrontativo que vi en la televisión en contra del gobierno del presidente Varela.
La impresión que me dio es que nada de lo que está haciendo Varela y su séquito sirve, nada es bueno, la nación está a punto de hundirse, el hombre es un desastre y “urge” un cambio.
Repasé la grilla en la tele del hotel buscando un canal que estuviera –si no encendiéndole incienso al gobierno- por lo menos ponderando el avance de Panamá como nación –el ingreso per cápita de sus trabajadores, sus niveles de salud, educación, protección social –sin mencionar su impresionante aeropuerto y metro- pero nada.
El mismo escenario existe en Colombia por el acuerdo de paz con las FARC. Nunca he creído en ese movimiento pseudorrevolucionario.
Creo que no son más que narcotraficantes y criminales vestidos de fatiga. Tampoco Santos es “santo” de mi devoción. Pero también creo que si el acuerdo le puso fin al derramamiento de sangre en su país –no importa si quienes la propiciaban eran pseudoguerrilleros, mareros o narcos, pues, bienvenida sea esa paz. Pero no. La mitad –o quizás más- de los colombianos no se lo perdona.
Igual división vive España por la locura separatista de Puigdemont y sus secuaces.
También estuve en Semana Santa en Barcelona –con mi querido sobrino- y, con tristeza y pesar, fui testigo de la carcoma podrida de esa división. En unas ventanas de los edificios familiares cuelga la bandera de Cataluña y en las otras –a la par- la de España. Vecino contra vecino, hermanos contra hermanos, esposos contra esposas.
Y, qué decir de los mismos Estados Unidos, con el arribo a la Casa Blanca de Donald Trump. Hasta a los latinos que viven en la Unión ha logrado dividir el magnate metido a político.
Y Honduras, por supuesto, no es la excepción. Peor ahora con los “comandos insurreccionales”. Solo nos queda rezar a Dios. Pobre, pueblo, pobre...