En esta pequeña vecindad centroamericana, desigual, corrupta y con baja institucionalidad, se tiene como única opción la unidad de todos los vecinos para enfrentar los desafíos del destino. Costa Rica impuso abruptamente una visa consular a los hondureños que deseen ingresar al país, una decisión por “razones de seguridad nacional” y generó medidas recíprocas por parte de Honduras.
La determinación de solicitar visa a terceros a fin de ingresar al país es una facultad soberana que ejerce Costa Rica, y tiene todo el derecho; sin embargo, no justifica que se nos señale de ser una nación de sicarios, de lazos con bandas narcotraficantes costarricenses; puede ser, claro está, porque el crimen es transnacional y afecta a la seguridad, el desarrollo y el Estado de derecho de cada territorio.
En cambio, no es aislándose de sus vecinos como se combate este flagelo. Para ello, se requiere una acción coordinada entre las naciones, basada en los principios de soberanía y cooperación internacional. No es pataleando en la vecindad que se logra, es estableciendo mecanismos de intercambio de información e inteligencia entre las autoridades de ambos países en la prevención, investigación y persecución de estos delitos transnacionales. Nunca se ha acusado a un vecino, es concertando legislaciones nacionales con miras a tipificar y sancionar el crimen que cruza fronteras, facilitar la extradición y la asistencia jurídica entre las naciones.
De ningún modo es imponiendo visas, es con las capacidades institucionales y operativas de los organismos encargados de la seguridad y la justicia, mediante la capacitación, el equipamiento y el apoyo técnico con que vamos a derrotar a los delincuentes. No es con rabietas, es impulsando la cooperación regional e internacional a través de la participación en foros, redes y organismos especializados que aborden los diferentes aspectos del crimen internacional, como el narcotráfico, la trata de personas, el lavado de activos, el terrorismo, la ciberdelincuencia y tantos otros... Jamás es con pretensiones burocráticas, es fomentando el desarrollo de políticas públicas que atiendan las causas estructurales que generan la exclusión, la pobreza y la violencia.
Esta paupérrima vecindad ocupa la integración y la identidad regional, promover el desarrollo sostenible, garantizar la paz y la seguridad, y defender los intereses comunes ante el mundo que se despedaza en guerras brutales. No basta crear instituciones regionales como el Sica, el Parlacen, el Tribunal Centroamericano de Justicia (TCJ) y el BCIE.
Es la actitud de replantearnos las acciones de los países miembros en diversos ámbitos, como el comercio, la migración, el medio ambiente, la cultura, la educación, la salud y los derechos humanos. Somos más o menos 50 millones de habitantes en la región, y todos aspiramos al fortalecimiento de la democracia, mediante el respeto a los principios y valores compartidos, con el objetivo de aumentar la competitividad y la productividad, frente a la creación de un mercado común que facilite el comercio, la inversión, la movilidad y la integración productiva, entre todos.
No ocupamos papeles para la reducción de la pobreza y la desigualdad, necesitamos implementación de programas que mejoren las condiciones de vida, el acceso a los servicios básicos, la generación de empleo y el desarrollo social. Nuestro único pasaporte debe ser la proyección internacional y la inserción estratégica en el mundo, con acuerdos comerciales, políticos y de cooperación con otros bloques regionales y actores globales.
Este patio de pobres debe estar en constante evolución, con el compromiso y la participación activa, con la finalidad de construir un futuro mejor para Centroamérica. Ya lo decía Sergio Ramírez, los países de América Central viven de espaldas hacia sus propias realidades como por ejemplo desempleo, desigualdad, altas tasas de pobreza y la corrupción que está a la orden del día en estos territorios. ¿O nos vamos a seguir poniendo los moños y vivir con el síndrome de doña Florinda para siempre?