Era un júbilo cuando mi padre me llevaba al estadio, domingos de fútbol, aunque el calor azotara feroz a La Ceiba y se jugara a las tres de la tarde, porque la iluminación no era tan buena; el público no llevaba camisetas de los equipos, no había barras violentas ni bullicio con tambores y trompetas, solo el silbido reprobador, el aplauso alborozado, el grito descosido por el gol.
Tal vez era cerca del día de pago cuando íbamos al sector de sombra; otras veces a la zona popular, las graderías de madera, que lloraban resina por el despiadado sol, y las ponía pegajosas, y había que cubrirlas con periódicos o papel estraza para no arruinar los pantalones.
Éramos muchos los niños que dejábamos a nuestros padres en las gradas, antes del partido, para armar nuestra propia potra en una canchita atrás de la portería del estadio, cuando no habían construido todavía: sin peligros, grupos violentos, gas lacrimógeno, heridos, muertos.
Pasaron los años y seguí yendo al estadio, aquí en Tegucigalpa, y las cosas se fueron poniendo incómodas. Estuvimos con mi padre y mis hermanos para ver a la Selección Nacional, no sé cuántas horas apretujados, sin poder sentarse, comprar un refresco, ir al baño. Ese día jugamos contra Costa Rica, y aunque todos simpatizábamos con el mismo equipo, hubo pleitos afuera.
Todo fue complicándose: conseguir estacionamiento, la entrada forcejeada al recinto y la salida aprensiva, peligrosa. Como miles, me alejé de las graderías, aunque la pasión por el fútbol soportó el temporal, seguí como aficionado incorregible, pero por tele. Después nacieron mis hijos: desalentado, pesaroso, nunca los llevé al estadio.
El fútbol reúne emociones, desclava entusiasmos, o es, como diría el escritor Javier Marías “la recuperación semanal de la infancia”. El estadio juntaba amigos, reencontraba conocidos, solidarizaba desconocidos y reforzaba afectos familiares; era la palestra de la diversión y ahora el escenario del horror.
La violencia que vimos esta semana en el estadio fue horrenda, perturbadora; nuestra sociedad moderna no había llegado tan lejos, tan menos. Es el espejo de un país que se rompió hace tiempo, que perdió los valores ciudadanos, que se acostumbra forzoso a la crueldad y a la impunidad total.
Siempre recuerdan la barbarie en países avanzados: los “hooligans” ingleses, los “tifosis” italianos, los “ultras” españoles, los argentinos de “La 12”, los violentos turcos y griegos, los radicales holandeses y alemanes, o los neonazis polacos y rusos; pero solo en el fútbol; con su entorno social diferente a algunos los han podido desbravecer.
Sofocar esta violencia requiere más que represión y restricciones; conocemos las causas en la desigualdad, marginación, ruptura familiar, valores extraviados y el mal ejemplo de corrupción e impunidad. Ahí está la solución, y si no, un día de estos, volveremos a perder el partido sin tocar el balón.