En las alturas parece que no se escuchan los gemidos de un pueblo mayoritariamente desempleado, enfermo, aterrorizado por la violencia, contra la cual, se dice, se invierten miles de millones de lempiras en estrategias de combate aparentemente inadecuadas si se evalúan en función del costo beneficio. Qué hacer si cuando se elevan voces responsables que aconsejan otros rumbos, rugen los tambores de la intolerancia oficial y vibran las gargantas tarifadas descalificando por todos los medios, a esas opiniones serias y constructivas y surgen entonces las practicas hitlerianas que establecen que “quien no está conmigo está contra Dios y contra la amada patria y contra este sufrido pueblo”, y vaticinan que es el pueblo el que, en su momento, tomará venganza contra los “apátridas”, no solo en las urnas sino en la hoguera de la historia.
El señor presidente Hernández debe entender que los líderes son los guardianes de una nación y que cuando estos flaquean por dolo, incapacidad o indolencia, las cicatrices de la pobreza, la ignorancia y el subdesarrollo total no pueden ser borradas con ungüentos comerciales de maravillosas y mágicas propiedades curativas porque estas cicatrices son tan profundas y lacerantes que solo con la pérdida de la vida, esa vida llena de sufrimientos, es que a veces se pueden borrar las huellas del dolor.
Señor presidente Hernández, con toda mi estimación y respeto, rompa el anillo de acero que lo rodea, anillo de chupasangres que por indignos y vividores no tienen el coraje de advertirle lo que verdaderamente ocurre en la Honduras que tanto amamos.
Por eso nos oponemos miles de ciudadanos a la reelección, porque por atender las presiones de una campaña proselitista, el período se acorta a tres años; porque el último es campaña pura.
Todavía hay tiempo, Presidente escuche al pueblo pueblo y no solo a los pocos beneficiarios del poder.
*Empresario y analista