Honduras es un país extraordinario, sumamente rico en recursos naturales, geoestratégicamente ubicado entre dos mares, en el mero corazón de las Américas, justo en la estrecha cintura del continente occidental, en las actuales condiciones viales permite el tránsito entre los dos litorales en un tiempo promedio de siete horas. Sin embargo, contrastando con estas y muchísimas otras bellezas y con esta posición de privilegio entre las naciones del resto del mundo, Honduras ocupa los dolorosos y vergonzantes últimos lugares en todas las escalas internacionales que miden el desarrollo humano. Estos sitios, propio de los pueblos pobres y más atrasados del mundo, no son producto, entonces, de la escasez de recursos ni de la mala ubicación de nuestro territorio ni del resultado de interminables guerras fratricidas ni de otros flagelos tales como terremotos devastadores, volcanes destructivamente activos y otros fenómenos más que impiden el adelanto de otros grandes territorios sobre el globo terráqueo. ¿Qué nos pasa entonces? ¿Por qué el atraso, la pobreza y la miseria? ¿Será la naturaleza física o mental del hondureño? ¿Será cierto, como admiten incluso algunos coterráneos desamorados, que en general somos haraganes, tramposos, maliciosos o corruptos? ¿O será que nos ha fallado el liderazgo en cuanto a estimular entre los catrachos un espíritu indestructible de superación y de permanente cultivo de los valores? ¿Por qué en la América Central misma tenemos países hermanos con índices de desarrollo superiores a los nuestros?
Entre los hondureños, es cierto, existe una clase especial conformista, derrotada casi desde la cuna, incrédula hasta de su propia existencia, esa clase de personas que interiormente se regocijan cuando en sus oficinas se va la energía eléctrica dificultando las tareas cotidianas o al que le brillan los ojos cuando las turbas de desocupados entorpecen el paso del transporte y tienen la justificación perfecta para no llegar a sus empleos. Sí, es cierto que existe este tipo de idiosincrasia; la del que no ve más allá de las cinco de la tarde para ver la serie de TV de un tribunal con casos ridículos poco edificantes o las diez de la noche para ver las docenas de muertos en las narconovelas. Qué tristeza la de nuestro pueblo, que cada día incrementa su falta de “fe en Honduras y sus productos”, que solo aspira a que sus parientes en el exilio económico le remitan los recursos “bien sudados” para pagar al coyote y cabalgar en “la bestia” y buscar en otros horizontes el futuro que su propia patria le niega, arriesgando incluso su propia vida. Animo a todos aquellos quienes también a pesar de los desánimos todavía confiamos en que habrá una nueva Honduras, próspera, libre, transparente, justa y respetada por propios y extraños. Para ello necesitamos escoger el liderazgo de la más alta calidad humana que nos guíe por el sendero correcto. Que Dios ilumine nuestras decisiones.