Soy hijo de la radio. Exhibiendo un hábito compulsivo, casi todas las mañanas escucho noticias por ese medio de comunicación masiva. La costumbre viene de casa, al igual que la forma en que como los frijoles y las tortillas, almaceno los objetos de uso personal y trato los libros. En el aparato familiar se escuchaba solamente la emisora en la que mi padre había sido el primer operador y luego destacado actor de radionovelas allá por los años cincuenta, así que la tradición “manda” que sea esa frecuencia la que sintonice mientras conduzco en mi camino de la casa al trabajo y viceversa. Cada pausa (de 15 en 15 minutos), cada sección y los cortes para los anuncios, funcionan como un preciso reloj que me indica si viajo con retraso o logro la puntualidad que siempre me esquiva. Por ello, si algún elemento de la programación cambia, por ejemplo, la voz de un corresponsal, o se retrasa o suspende algún contenido “por problemas de conexión”, la sensación genera desconcierto.
No me detendré a detallar si algún segmento es mi favorito. Sería injusto y evidenciaría mis preferencias. Disfruto por igual la ronda de corresponsalías locales, los enlaces “a la calle” para saber “cómo está el tráfico”, las notas políticas y económicas, la sección deportiva. Confieso eso sí que, de tanto en tanto, me desplazo en el dial para escuchar las voces y estilos de otras radioemisoras “para escapar de la rutina” y para recordar buenos momentos. A veces oigo aquella donde pude ser anfitrión de un par de programas, alternar con Jonatán Roussel y hasta locutar “noticias de última hora”, o la otra, la más antigua, en la que he sido invitado a tertuliar con los antiguos colegas de mi padre en el rol de analista político, acompañando noticiarios y jornadas electorales. Me escapo menos hacia otras más nuevas, más militantes y estridentes en su estilo, pero no menos atractivas. ¿Musicales? Solo en carretera y para trayectos largos, “para evitar la fatiga”.
Como hijo de la radio, presto mucha atención y me entretiene la faena de sus obreros (periodistas), doquiera se desempeñen. Las peripecias de los “fuenteros” que cubren el Poder Legislativo y ciertas secretarías e instituciones estatales (como las sedes policiales y hospitales), para ofrecer “noticias de verdad” (y no cualquier nota de poca monta o “churros”), siempre ha captado mi interés y no pocas veces me ha generado admiración, pues logran informar a pesar de las múltiples trabas que les ponen los sujetos que entrevistan. Muy poca gente sabe que, como verdaderos sabuesos, los reporteros acechan a sus objetivos y deben vencer dificultades que pondrían de mal humor al común de los mortales. Antes con grabadoras y enlazados a las líneas telefónicas fijas y ahora con sus móviles, no fallan en remitir a sus jefaturas de redacción la materia prima de noticiarios, procurando anticiparse al resto y posicionar sus “exclusivas” (ser primeros entre los primeros).
Sin ellos, las mañanas no serían iguales, son las joyas de la corona (y brillan con mérito propio).