Asistí a la elección de nuevas autoridades del colegio profesional al que pertenezco. Un amigo me animó a sugerir en la asamblea que las planillas estuvieran conformadas por un cincuenta por ciento de mujeres y el resto de hombres. Sé que en ciertos ámbitos este criterio está tomando cada vez más fuerza, así que la propuesta me pareció interesante. Resultó que, sin llegar a hacer mi sugerencia, una de las planillas tenía casi la proporción mencionada.
Tal vez por los estudios cursados o por la época en que los realicé, tanto en secundaria como en la universidad, me encontré siempre en un ambiente predominantemente de varones: en secundaria solo recuerdo a Lucy como compañera en los primeros años y luego a Mina en los estudios de diversificado. En la facultad de ingeniería las cosas no estuvieron mejor; con dificultad las compañeras llegaban a un diez por ciento.
Por otra parte, el ambiente competitivo en lo académico me hizo valorar, quizá demasiado, la meritocracia. Para mí lo importante es, o era, hacerse valer por los méritos propios y no privilegiar a las personas o grupos con el fin de alcanzar ciertas cuotas.
La racionalidad del hombre necesita de la sensibilidad femenina y la fragilidad física de la mujer requiere de la capacidad de protección del hombre. La fortaleza espiritual y la perseverancia femenina le ayudan a sobrellevar mejor el sufrimiento; la audacia y el arrojo del varón le dan ese aire competitivo, a veces temerario, que le llevan a lanzarse detrás de nuevas empresas sin reflexionar demasiado en los riesgos.
Como profesor, tanto a nivel secundario como de universidad, siempre entendí estas diferencias como complementarias y orientadas a la ayuda mutua. Especialmente en el matrimonio y en la familia, pero de forma general en la sociedad. Las habilidades masculinas y femeninas son como las alas de un ave que necesita de ambas para levantar el vuelo.
Los vestigios del marxismo, presentes en la sociedad actual, llevan a plantear antagonismos, luchas y confrontaciones que no tienen razón de ser. Cuando pierde la mujer pierde el hombre y viceversa. Los valores de las madres sostienen a los hijos, por otra parte minusvalorar al padre lleva a perder los valores propios de la masculinidad que sostienen y dan firmeza a los valores de las hijas.
Después de pensarlo un poco no me pareció tan desacertado el criterio de igualdad de cuotas de participación. Podrían ser el cauce para ampliar las oportunidades, tanto a los hombres como a las mujeres, en los diferentes campos en donde unos u otros no han tenido espacio en el pasado. Por otra parte, la meritocracia continuaría presente solo que en este caso mejor aplicada entre mujeres y hombres, respectivamente.
Tampoco hemos de olvidar que la igualdad no es un valor absoluto, simplemente porque cada uno de nosotros tiene características y cualidades individuales que se resisten a la comparación.
Por otra parte, caer en la tentación de absolutizar la igualdad es correr el riesgo de lesionar la libertad. Iguales en dignidad pero complementarios e igualmente necesarios. Habilidades y formas de ser que es preciso saber valorar y armonizar para aprender a conjugar con otros valores fundamentales y aspectos esenciales de la persona humana.