En “La montaña mágica”, del nobel de literatura Thomas Mann (Alemania, 1875-1955), Clawdia Chauchat es una bella y cultivada rusa, sabida del mundo y de los hombres, mujer de cama entusiasta y marido tolerante.
Clawdia escucha con excitación creciente la pasional declamación que le dirige el joven Hans Castorp. Sin perder palabra, mira fijamente a Hans, con la engañosa inmovilidad de la araña. “Locura…”, le contesta sonriente.
Hans, temiendo que se le escape la araña, aletea una réplica febril: “¿Qué es el amor, sino la locura, una cosa imprudente y peligrosa, una aventura en el mal?”. No supo Hans la gravedad de su definición: reitera la lista milenaria de las cuitas del amor, pero condena su aventura ligándola con el mal.
¿Será siempre el dolor el destino del amor? ¿Por qué la literatura, el arte, la música, han glorificado más el sufrimiento del amor que su deleite?
En la ópera, para el caso, un sentimiento trágico del amor ha inspirado las obras más consagradas. En la música popular, desde los tiempos antiguos hasta José José, pasando por boleros quejumbrosos, rancheras lloronas y tangos rencorosos, el tema dominante es que el amor acaba,“porque hasta la belleza cansa…”.
Una escritora húngara cuyo nombre quedo en deber, porque su libro se me ha escondido, dice que el verdadero amor es el que muere antes de que lo mate el hastío. Opina que si Romeo y Julieta se hubieran casado, 20 años después habrían sido no los héroes inmortales de la pasión, sino una pareja aburrida, marchita por una vida rutinaria, salpicada de interminables reproches.
Aguda reflexión, ahora explicada por la neurociencia, que si está en lo cierto, aclara las preguntas sobre el amor, y revela sus traicioneras relaciones con el mal, aludidas por Thomas Mann.
La ciencia descubrió hace tiempo que la dopamina es la hormona del placer y de la energía necesaria para gozarlo. La neurociencia -saber más bien reciente- dice que la dopamina inunda el cerebro de deseo por la persona amada, y viceversa (hasta 29 zonas del cerebro son activadas). Es tal el placer, la alegría y la felicidad, que los enamorados, inseparables, caen presas de una adicción similar a la producida por las drogas y el alcohol.
Pero en un tiempo de más o menos tres años, agotados los estímulos de novedad y experimentación, la dopamina decrece, y con ella el deseo, la alegría y el optimismo. Abruma entonces el dolor de la separación, o la agonía de una relación destructiva. Sigue la angustia, similar al síndrome de la abstinencia de la droga o del alcohol. Para salir del trauma y recuperar el idilio embriagante es imperioso obtener dopamina. Uno de los dos -o ambos- buscará en otra persona la novedad y la excitación perdidas.
No se trata entonces de amor, sino de un pasajero enamoramiento inducido por la naturaleza para asegurar la perpetuación de la especie.
El amor -acto libre de madurez sobre el instinto- llega, y no acaba, cuando los dos han aprendido a escuchar y comunicar, dar y recibir, perdonar y ser perdonados, comprender y ser comprendidos, respetar y ser respetados. Es decir, cuando están listos para a amar y ser amados en libertad y profundidad. En verdad, el amor y el sexo son demasiado hermosos para dejarlos al albedrío ciego de la naturaleza.
Hasta aquí, la neurociencia explica y da esperanza. Falta ver cómo el amor puede ser también un señuelo para crear desdicha y destrucción; cómo puede ser convertido en una aventura en el mal.