Yo no entendía bien cuál era el criterio que utilizaban mi padre y mi madre para estar de acuerdo para la celebración navideña de la familia, pero lo lograban. No sabía si lo discutían a nuestras espaldas, si era una mirada cómplice o sencillamente aprobaban lo que él otro hacía. El ritual empezaba en la primera semana de diciembre y, antes de que sucumbieran a las comodidades de la vida moderna, la salida en el vehículo para comprar la rama de Navidad representaba el acontecimiento que daba inicio a la época de las fiestas de fin de año.
Oriundo de Tegucigalpa, mi viejo iba a Comayagüela a comprar la ramita, pintada con esmalte de aceite color plateado. No acostumbraba comprarle a un proveedor único, gustaba de regatear, entre puesto y puesto de venta, buscando primero el tamaño y forma “ideales”, antes de iniciar el va y viene con el precio final. Yo al principio no lo notaba, pero luego vi que prefería comprar en los puestos que mostraban ser una actividad familiar, con adultos y jóvenes. Curiosamente, después de acordar un precio justo para él, siempre dejaba una propina, acompañada de un guiño (“para los cipotes”, agregaba), que era bien recibida por las manos cubiertas de pintura argentada del vendedor o vendedora.
Ya en casa, mi madre asumía la coordinación de “emperifollar” el “árbol”. Con firmeza, asignaba las tareas a cada uno de nosotros: unos a cargo de las luces, otros de colgar adornos y guirnaldas. Papá colocaba la estrella en lo más alto y ella, siempre ella, se hacía cargo de acomodar musgo y plantas en la base de la rama (los compraba el mismo día o días antes, conservándolos húmedos con papel periódico y agua). Al pie de esa ramita, seca y arreglada con sencillez y primor, mis padres fomentaron la fe y creencia en algunos de los valores que rodean esta fecha tan especial, durante nuestra niñez y crecimiento: alegría, caridad y solidaridad. No obstante, quizás el lector o lectora observadora ya se han percatado en que “algo” faltaba en este cuadro de fin de año familiar.
Durante muchos años, no se instaló “nacimiento” en casa, básicamente por diferencia de creencias entre mi padre y mi madre: él no era creyente, ella sí. Portalitos había en las casas de las abuelas, pero no en la nuestra. Mi abuelo materno se esmeraba en crear una representación fiel de la Natividad, con las figuras antiguas de su propiedad. Era ya una tradición entre nosotros en diciembre ir a ver el “misterio del abuelo Miguel”, con todos sus detalles. Y así fue, hasta que perdió la vida en su hogar, a manos de delincuentes (hasta hoy impunes), un mes después de la Navidad de 1980.
Un año después, en la víspera de las fiestas de 1981, salimos -como acostumbrado- a comprar la ramita. Nuestro ritual familiar debía seguir y así fue. Pero ese año, la Navidad fue diferente en casa: por primera vez, habría una representación de la sagrada familia debajo del árbol plateado: con las figuras del “misterio” del abuelo. Así se amaban mi padre y mi madre, en medio de sus diferencias.
Así aprendí yo de qué se trata la Navidad y su misterio