Los últimos inquilinos del poder se han envenenado por la soberbia. Sus efímeros cargos públicos los vuelve alérgicos a la crítica y los convierten en propietarios absolutos de la verdad. Y si no la ostentan, la “compran” con migajas a sus tiranizados camaradas. Estos funcionarios rechazan cualquier forma de retroalimentación o cuestionamiento, creando un ambiente de opacidad y autoritarismo que va en contra de los principios democráticos y de transparencia.
La crítica es esencial para el buen funcionamiento de cualquier administración pública. Permite identificar errores, mejorar procesos y garantizar que las políticas implementadas realmente beneficien a la ciudadanía. Sin embargo, los funcionarios actuales insultan y descalifican a cualquier ciudadano que opine contra sus desmanes.
En la Rusia de Stalin se amenazaba a los críticos y los enviaban al gulag, para callar y castigar a los que pensaban diferente con trabajos forzados, donde los prisioneros sufrían el maltrato, la locura del aislamiento y una temperatura de 45 grados bajo cero en Siberia. Un régimen que, al parecer, inspira el actuar de estos pavorreales disfrazados de revolucionarios del tercer mundo.
La arrogancia de estos señores y señoras, que ven “golpes de Estado” en todos lados, los lleva a la toma de decisiones erróneas y a la implementación de políticas inútiles. Al no estar dispuestos a escuchar diferentes perspectivas, se perpetúan las prácticas ineficientes, ensayando para la constituyente e ignorando las verdaderas necesidades de la población. Instalando un clima de miedo y represión donde la ciudadanía se siente intimidada y apocada para expresar sus opiniones.
Así nacen y se desarrollan las dictaduras, cuando los funcionarios públicos, al ocupar posiciones de autoridad, defienden una percepción distorsionada de su propia importancia y un deseo perturbador de mantener su estatus a toda costa. Y cualquier asomo de oposición, aunque sea digital y enmarañada entre las redes sociales, la ven como una escalada sediciosa y una amenaza a su poder y privilegios.
Este abuso de poder ante la crítica es variado. Incluye desde la censura y la represión de voces disidentes hasta el uso de recursos públicos para silenciar a los críticos. En algunos casos, los funcionarios públicos pueden recurrir a tácticas intimidatorias, como el acoso judicial y la difamación, para desacreditar a quienes cuestionan sus acciones; violando los derechos fundamentales de libertad de expresión y de prensa, instituyendo metódica y sistemáticamente un clima de miedo y autocensura.
Las consecuencias de este régimen de despotismo son profundas y brutales, incluso pueden desencadenar en violencia. En primer lugar, han arrasado con la confianza de la gente en las instituciones públicas y cuando los ciudadanos perciben que sus líderes no están dispuestos a aceptar críticas ni a rendir cuentas, se genera una pasión de rencor que lleva al odio político y a la deslegitimación del sistema democrático, perpetuando las prácticas corruptas y las tumultuosas honduras de siempre.
A estas alturas ya no hay tiempo para lo esencial, que debió ser promover una cultura de transparencia y rendición de cuentas en este pueblo de fantasías y miserias, donde los funcionarios públicos deben ser conscientes de que su autoridad no es un privilegio, sino una responsabilidad de país.
Más allá de la falta de apertura a la crítica, también es un indicativo de corrupción y arbitrariedad de poder. Estos especímenes que se creen intocables y que rechazan cualquier forma de escrutinio están más inclinados a actuar en beneficio propio en lugar de servir al interés público.Gobernar un país no es cuestión de “pencos y chabacanes”, es cuestión de moral política