La pencocracia

La arrogancia de estos señores, que ven “golpes de Estado” en todos lados, los lleva a tomar decisiones erróneas y la implementación de políticas inútiles

  • 02 de diciembre de 2024 a las 00:00
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Los últimos inquilinos del poder se han envenenado por la soberbia. Sus efímeros cargos públicos los vuelve alérgicos a la crítica y los convierten en propietarios absolutos de la verdad. Y si no la ostentan, la “compran” con migajas a sus tiranizados camaradas. Estos funcionarios rechazan cualquier forma de retroalimentación o cuestionamiento, creando un ambiente de opacidad y autoritarismo que va en contra de los principios democráticos y de transparencia.

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La crítica es esencial para el buen funcionamiento de cualquier administración pública. Permite identificar errores, mejorar procesos y garantizar que las políticas implementadas realmente beneficien a la ciudadanía. Sin embargo, los funcionarios actuales insultan y descalifican a cualquier ciudadano que opine contra sus desmanes.

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En la Rusia de Stalin se amenazaba a los críticos y los enviaban al gulag, para callar y castigar a los que pensaban diferente con trabajos forzados, donde los prisioneros sufrían el maltrato, la locura del aislamiento y una temperatura de 45 grados bajo cero en Siberia. Un régimen que, al parecer, inspira el actuar de estos pavorreales disfrazados de revolucionarios del tercer mundo.

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La arrogancia de estos señores y señoras, que ven “golpes de Estado” en todos lados, los lleva a la toma de decisiones erróneas y a la implementación de políticas inútiles. Al no estar dispuestos a escuchar diferentes perspectivas, se perpetúan las prácticas ineficientes, ensayando para la constituyente e ignorando las verdaderas necesidades de la población. Instalando un clima de miedo y represión donde la ciudadanía se siente intimidada y apocada para expresar sus opiniones.

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Así nacen y se desarrollan las dictaduras, cuando los funcionarios públicos, al ocupar posiciones de autoridad, defienden una percepción distorsionada de su propia importancia y un deseo perturbador de mantener su estatus a toda costa. Y cualquier asomo de oposición, aunque sea digital y enmarañada entre las redes sociales, la ven como una escalada sediciosa y una amenaza a su poder y privilegios.

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Este abuso de poder ante la crítica es variado. Incluye desde la censura y la represión de voces disidentes hasta el uso de recursos públicos para silenciar a los críticos. En algunos casos, los funcionarios públicos pueden recurrir a tácticas intimidatorias, como el acoso judicial y la difamación, para desacreditar a quienes cuestionan sus acciones; violando los derechos fundamentales de libertad de expresión y de prensa, instituyendo metódica y sistemáticamente un clima de miedo y autocensura.

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Las consecuencias de este régimen de despotismo son profundas y brutales, incluso pueden desencadenar en violencia. En primer lugar, han arrasado con la confianza de la gente en las instituciones públicas y cuando los ciudadanos perciben que sus líderes no están dispuestos a aceptar críticas ni a rendir cuentas, se genera una pasión de rencor que lleva al odio político y a la deslegitimación del sistema democrático, perpetuando las prácticas corruptas y las tumultuosas honduras de siempre.

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A estas alturas ya no hay tiempo para lo esencial, que debió ser promover una cultura de transparencia y rendición de cuentas en este pueblo de fantasías y miserias, donde los funcionarios públicos deben ser conscientes de que su autoridad no es un privilegio, sino una responsabilidad de país.

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Más allá de la falta de apertura a la crítica, también es un indicativo de corrupción y arbitrariedad de poder. Estos especímenes que se creen intocables y que rechazan cualquier forma de escrutinio están más inclinados a actuar en beneficio propio en lugar de servir al interés público.Gobernar un país no es cuestión de “pencos y chabacanes”, es cuestión de moral política

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