El vocablo glamour (del francés) nace en el siglo XVII, usado para describir a sabios de ocultismo y artes mágicas, de quienes se imaginaba encanto y belleza originales. El concepto involucraba hechizos maravillosos que alteraban la percepción de las personas. Pero al siglo XIX el término se asocia con belleza, elegancia y atracción sensual, especialmente en moda y cultura popular. Más importante y en volúmenes de influencia, ejemplo en política, glamour era herramienta para atraer la atención, generar interés y vender productos o servicios, por lo cual se le asocia con el carisma, o sea la fuerza de atracción que ejerce la personalidad de algunos individuos sobre muchos otros.
Pero glamour es ahora también elegancia, gracia de buen decir, postura, vestimenta y dignidad con alturas social y política, al grado de corresponderse, entre franchutes, con otra palabra distinguida suya, grandeur, esto es cierta grandeza de que autores como Víctor Hugo, Apollinaire y Flaubert, estadistas a lo De Gaulle y aunque débil hoy Macron, e incluso libertinos y osados sexuales como Marqués de Sade (1740-1814) hacían suprema gala. Gala que consistía particularmente en el más hábil y convincente manejo del lenguaje, enriquecedor y seductivo; en la producción de argumentos no por atrevidos menos lógicos con relación a las tolerancias de la sociedad, y en el respaldo con principios que aunque no sean siempre éticos al confort cristiano eran modernos y transformadores.
Recuerdo esto porque estudio el panorama político hondureño y constato que duele al alma no hallar un solo líder con peso intelectual. Quienes alegan derecho al poder son, con rara excepción, pulperos, centaveros, turencos y miopes ideológicos. Su ambición es asentarse en una curul (género femenino, radiofónicos, analfabetas) o el solio presidencial aunque sin capacidad discursiva para producir una sola, elemental solución a los problemas nacionales; sin sustento ideológico que fundamente sus ideas; sin norma política más que sumar votos a su magra causa electorera; ajenos al vibrar del universo; parlanchines de boca más grande que sus anchos pies.
Hablan de cuanto les da la gana sin estar preparados; critican sin respaldo, difaman al próximo o lejano contendiente, reclaman sin justificación y, peor, se creen endiosados para salvación patria.
Baturros tales no merecen menor contemplación, pues comparándolos con los eximios próceres- se distancian al grado básico de principiantes. Ausentes de elementales ideas, ¿cuánto pueden ofrecer...?
¿Pero, qué hacer con ellos? Apartarlos y darlos al olvido... La pregunta esencial no es empero esa, sino ¿por qué ocurre tal fenómeno en mi comuna? Que algún chusco improvisado acceda al medio y vomite sandeces, si no estupideces. Lo que en parte se debe a nuestra escasa educación política (adicional académica) facilitadora de la mediocridad (que es la falla grave de nuestro subdesarrollo) y al facilitismo... Vos, reportero, cansón y cómplice, pregunta: “¿Cómo resolverá, usted candidato, el incremento de empleo, el incentivo a la exportación y la reducción de importaciones?” Quedará de boca abierta.
Debemos, sin miedo, atrevernos a expresar esta y cualquier otra realidad.