Elecciones limpias fue clamor liberal. En el siglo pasado, casi siempre les birlaban las elecciones. La exigencia de respeto a la voluntad popular era tema del Partido Liberal. Condenar los procesos electorales generales como “elecciones estilo Honduras” pasó a ser mote peyorativo. El general Carías, 16 años en el poder, asume mediante unas de ellas.
Aquello despertaría reprobable admiración hacia quienes mostraran destrezas para el fraude electoral. Encomio al tipo de viveza propia de malhechores. Éticamente reprobados, los delincuentes electorales fueron reconocidos por los dirigentes de los partidos políticos como valiosos elementos a quienes había que agradecer por los servicios prestados.
Lo que merecía sanción, y aun ya tipificado como delito electoral, quedaba sin castigo. La impunidad les era acicate para próximas contiendas cívicas y entonces eran más y mayores los delitos electorales.
Y ya no solo por Partido Nacional, sino también por el Partido Liberal en sus primarias, con variantes como la de “la magia blanca”, por el blanqueador capaz de borrar la tinta del dedo meñique para volver a votar. Más adelante se sumaría el Partido Libertad y Refundación, iguales habilidades con la innovación del helio electoral, práctica de acrecer inmensamente los resultados en sus elecciones internas. El fraude electoral se hizo cultural. La delincuencia electoral, un crimen bien organizado, perfeccionado desde ilustres figuras como por el más humilde analfabeta funcional integrante de una MER.
Lo mismo el premio era una modesta plaza pública o la titularidad de una secretaría de Estado. Y el fraude electoral llegó a ser una variable de la degradación de la democracia hondureña. Después de más de 20 años de observar la evolución del nefasto fenómeno, la biometría, el TREP y la Fiscalía para los delitos electorales han de disuadir el crimen electoral. Unidad en el interior del Partido Liberal y después en la hondureñidad, solo se logrará con elecciones limpias.