Columnistas

Los absolutos desquiciados

En el ojo de un huracán de charcos revueltos de ambiciones políticas, han empezado a sacar los guarizamas para machetear la poquísima cultura democrática, en un ambiente cruzado de poder y odio.

Desde hace décadas, Honduras -con la Mancha Brava del nacionalismo, luego con grupos de respuesta del liberalismo, y más reciente con la resistencia motorizada de Libre- ha transitado por la delgada línea del insulto encarnado en una arenga sectaria e intransigente.

Ya debe ser hora de la eliminación del odio en el discurso demagogo, que tantas veces se ha utilizado como herramienta política, con una historia permanente y perjudicial que ha afectado profundamente a la sociedad a lo largo del tiempo. Desde el totalitarismo cariista de la mitad del siglo XX hasta los neopopulismos y el linchamiento público de las fake news de la era digital, donde con certeza criminal el discurso de odio ha sido una constante que ha servido para dividir y conquistar, para marginar y para silenciar, para descalificar y amenazar.

Si se pretende erradicar el odio en la política, es fundamental comenzar reconociendo la existencia de este fenómeno y su impacto negativo en la cohesión social. La retórica que deshumaniza al otro, que fomenta la división y que incita a la violencia debe ser identificada y rechazada con firmeza por todos los actores políticos y sociales del país, que se ha consumido en las cavernas del salvajismo, con carniceros de la inmoralidad decretada a balazos y blandiendo espadas en un canibalismo tiránico.

Es necesario promover una educación que valore la diversidad, que enseñe el respeto por las diferencias y que fomente el diálogo constructivo. Las instituciones educativas deben ser espacios donde se aprenda a debatir con respeto y donde se enseñe la importancia de la argumentación basada en hechos y no en prejuicios. Para que luego no tengamos “representantes” que se justifiquen con una no-disculpa condicional, en donde la culpa la tiene el ofendido y no el ofensor.

Los medios de comunicación también poseen una responsabilidad significativa, deben de comprometerse a no ser plataformas para la difusión del odio y, en su lugar, promover un periodismo que busque la verdad y que contribuya a la construcción de una sociedad más informada y tolerante. La ética periodística debe prevalecer sobre el sensacionalismo y la polarización.

Naciones Unidas, por medio de su representante en Honduras, Alice Shackelford, expresó su preocupación: “Las palabras pueden convertirse en armas y conducir a la crueldad y la violencia. La incitación al odio es un peligro para todos”, escribió.

Sin duda, este es un ambiente turbio que atraviesa el país, cuando abre la boca un político.

Mas allá de lo anterior, es imprescindible que estos pseudolíderes den el ejemplo; deben de comprometerse a utilizar un lenguaje que promueva la unidad y el respeto mutuo. Los discursos tienen que centrarse en las ideas y los razonamientos, en la dialéctica y el pensamiento y no en ataques personales de satanizar a los oponentes. Los candidatos y sus oscuros partidarios cercanos deberían ser ejemplos a seguir en la promoción de una cultura política basada en el respeto y la inclusión. Pero estamos lejos de esa utopía, porque en el ámbito nacional, el que más insulta, el que más miente, el que más roba y el más charlatán suele ser el que gobierna la manada de las masas, que deliran cuando se lanzan improperios hacia los demás, como en un circo romano, donde los leones descuartizan la carne humana en un espectáculo bizarro y bárbaro para esta democracia primitiva.

Eliminar el odio del discurso no es una tarea sencilla ni rápida, ante tanto energúmeno metido en política, pero es un objetivo necesario para la salud de la nación y nuestros remedos que funcionan como pilares de convivencia política y social, bajo las sombras del poder desquiciado.