Muerte sin el debido proceso

"Es impresionante la manera en la que la violencia se incrusta hasta en aquellos aspectos más espirituales e incluso filosóficos del ser humano"

  • 25 de marzo de 2025 a las 00:27

La muerte en nuestra cultura no es solamente el final de nuestras vidas, también hay rituales que se desean cumplir. Si pensáramos en nuestra muerte ideal nos imaginamos seguramente que tendríamos el tiempo de despedirnos de nuestros seres queridos. Posiblemente la pensemos también en la vejez, aunque evidentemente la muerte es para todos. Hasta podemos pensar en la típica escena cinematográfica en la que agonizamos y nuestra cama está rodeada de personas que desean un buen final para nuestras vidas. Un católico, por ejemplo, pediría un confesor y se iría en paz. Eso podría llamarse, pienso yo, una muerte con el debido proceso, inspirado en ese concepto del derecho y en la poesía de Girondo.

Esa muerte con el debido proceso continúa. Los familiares lloran en la sala fúnebre a su difunto y lo contemplan en su eterna quietud. Las flores, las fotos, los altares, los abrazos, los actos religiosos y no religiosos acompañan ese triste pero no necesariamente trágico momento. En el entierro se dicen palabras nunca antes dichas para el difunto, y se llora probablemente con más intensidad. Viene el duelo, este con cada uno de sus caminos empinados. No hubo prensa, no hubo morbo ni voces que incomoden la conformidad que naturalmente se va encontrando.

Sin embargo, las muertes abruptas, aquellas que, por ejemplo, se dan producto de un hecho violento o en un accidente en una carretera no dan tiempo de nada de lo dicho, se dan, entonces, sin el debido proceso. La última despedida fue cualquier despedida, y el último abrazo fue cualquier abrazo. Considerando que hubo un abrazo. Y a pesar de que a cualquiera por cualquier otro evento le puede suceder, la sensación siempre será distinta.

A veces hay que reconocer el cuerpo. Los medios de comunicación hacen pública la noticia y surgen comentarios de la audiencia, esto no favorece la calma. La familia adolorida improvisa los actos de velación. Puede que el féretro tarde en llegar al velorio: trámites. Un rato más para asentar el dolor. Y aún falta ver las condiciones del cadáver. ¿Se podrá contemplar o no? Y a esas alturas debería estar solucionado ya el entierro, que por las condiciones trágicas de los hechos parecerá tal vez menos calmo. Entonces, la muerte parece aún más dolorosa. No hay espacio ni tiempo para rituales; las heridas, creo yo, quedan abiertas.

Queda la sensación de que la vida ha sido arrebatada, no que se ha dado. Los familiares pensarán que no pudieron hacer nada para salvar a su ser querido. Impotencia es la palabra.

También están aquellos para quienes el luto es un hilo suspendido en el aire, porque sus seres queridos simplemente desaparecieron. Aquí no hay rituales que cierren ciclos y conduzcan aunque sea un poco hacia la conformidad.

Es impresionante la manera en que la violencia se incrusta hasta en aquellos aspectos más espirituales e incluso filosóficos del ser humano. Cambia la manera de ver la muerte, de enfrentarla y de superarla. Cambia también las acciones, como ya vimos, que implica para los dolientes.

Así que si tenemos la dicha de despedir a nuestros familiares con calma, con la calma que es posible, por supuesto, valorémoslo. Hoy, parece que incluso esos ritos ancestrales que forman parte de nuestra cultura y reflejan nuestra relación con la muerte se nos han arrebatado.

Josué R. Álvarez
Josué R. Álvarez
Escritor y docente

Autor de “Guillermo, el niño que hablaba con el mar”, “Instrucciones para un taxidermista” y “De la estirpe del cacao”. Ganador del Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, el Concurso de Cuentos Cortos Inéditos “Rafael Heliodoro Valle” y el Premio Nacional de Poesía Los Confines.

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