En cualquier lugar del mundo, pero sobre todo en un país en vías de desarrollo, no es tan difícil que una clase fracase. El proceso de enseñanza-aprendizaje es un ecosistema tan frágil que la mínima fisura hace que no funcione. Y creo que el verbo “funcionar” en este caso es de esos verbos discretos, es decir, de esos que no aceptan decimales semánticos como “parcialmente”, “en parte” o “más o menos”. Pero antes de cualquier razonamiento sobre el fracaso o no de la clase de Español definiré para efectos de este artículo en qué consiste este desafortunado fin, al menos en los casos de secundaria y educación superior.
Si bien la etiqueta de fallido o exitoso no puede colocarse sino hasta que el proceso ha terminado, sí hay indicadores que pueden dar luces de que el camino seguido no es el correcto. El primero de ellos es que, al finalizar el proceso educativo, el estudiante debe ser capaz de generar un discurso propio: oral y escrito. La otra habilidad que debería presentarse al final del proceso educativo es la capacidad de disfrutar la literatura. Sí, esa es una habilidad que tendrá como consecuencia la lectura y en algunos casos la creación. Y, por último, enlazada a la habilidad de generar un discurso propio y disfrutar la literatura, el estudiante debe ser capaz de desarrollarse en todos los contextos comunicativos que el mundo le propone. Claro, detrás de estas hay una infinidad de habilidades que incluso tienen que ver con las relaciones humanas. Si un joven no es capaz de todo lo anterior, no se puede hablar de un proceso educativo exitoso, al menos en el área de lengua, literatura y comunicación.
Y no es que todos se vayan a convertir en lingüistas, literatos y comunicadores, sino que el armazón de esas habilidades le serán útiles en la vida, ya no digo profesional, sino en la vida en general. ¿Por qué siempre creemos que la escuela tiene que ver nada más con lo profesional?
Pero vamos al porqué del fracaso. En algunas ocasiones la manera en la que están planteados los contenidos no es la correcta. Hay temas que son más propios de los especialistas y en algunas ocasiones los estudiantes no necesitan conocer los planteamientos teóricos fundamentales, sino aprender a hacer lo que resulta de esos planteamientos. Por ejemplo, un estudiante de séptimo u octavo grado no necesita conocer conceptos complejos de dialectología, le basta con no caer en la discusión innecesaria de si se dice “charamusca” o “topoyiyo”, porque entiende que las palabras son un capricho de una comunidad de hablantes. Y lo tolera. En algunas ocasiones puede que haya profesores desapasionados. Y no se puede enseñar literatura sin sentirla, aunque sea un poco, ¿habrá quién solo sienta un poco la literatura? No es a través de los aspectos formales que se llega al gusto, al menos no con adolescentes. A la literatura primero hay que enseñar y aprender a disfrutarla, pero a disfrutarla en serio. Si lo primero que conocemos de Bécquer es la medida de sus versos o la fecha en la que nació, es probable que el estudiante haya sepultado al autor antes de darle vida.
Y claro, me pregunto qué tan fácil será pensar en la lengua, la literatura y la comunicación cuando el mundo bombardea que no es necesario un pensamiento propio, que el ruido vale más que el sosiego, que la imagen más que la palabra y que no cuestione nunca (a nadie).