Edmundo Fayanas dice en “Nueva Tribuna” que la Edad Media es un periodo histórico de las sociedades (del fin del imperio romano (476) al hallazgo de América, 1492) cuando se da un brutal retroceso de la cultura y lo económico en occidente, pues el peso de la existencia pasa a ser controlado por una iglesia Católica que impone su visión teocéntrica del orbe, lo que la lleva a dominar globalmente la vida cotidiana. Es época retrógrada que reprime la sexualidad, calificada en el Medievo como pecaminosa y reprobable, pero igual soñada y deseada por jóvenes sensuales. En civilizaciones como la musulmana de la Córdoba del califa el sexo era lo opuesto: venturoso éxito de la vida íntima, modelo exquisito y esplendoroso de cómo debía relacionarse el ser humano, sin prejuicios, censura ni contención, lo que no forzosamente implicaba ser perverso sino libre, fresco, espontáneo e incluso puro. Eran pueblos que carecían del absurdo concepto del pecado, que rejodió la existencia humana. Hoy esa idea nos rodea cual grosera mancha permanente venida incluso antes de nacer, pensamiento que jamás fue así antes del catolicismo y del obsoleto imperio de los Papas.
La Iglesia predica a la sociedad medieval que el sexo es solo lícito dentro del matrimonio y con finalidad reproductiva, no de “vulgar” placer. La ideología medieval afirma que el deseo sexual es patológico y de allí que fomente la castidad, pues esta aporta sagrados valores “que guían y salvan almas”. La carne es, por ende, enemiga del espíritu, en tanto la virginidad fue para la Iglesia el estado prelapsario, o sea previo al pecado original.
Para calmar las ansias sexuales se proponía que el hombre practicara sangrías de sus venas del muslo, y a las excitadas mujeres aplicarse lavativas vaginales con incienso. Los actos contra natura abarcan para la Iglesia toda sexualidad carente del objetivo de la reproducción, siendo así reprobadas la homosexualidad, la masturbación y la zoofilia (el campesino acostumbra coyuntar con animales). Se pensaba que el coitus interruptus originaba ulceración del pene y que las enfermedades sexuales sucedían por acostarse con mujeres de “matriz sucia, con veneno”, o sea con regla. Imaginen la vergüenza experimentada por la fémina cada 28 días durante esa era machista y supersticiosa de la humanidad…
Alberto Magno opinaba que los gemelos nacían de mujeres que disfrutaban mucho de la cópula. Se educaba a la hembra medieval para papeles pasivos: casamiento, sexualidad, gestación, parto y lactancia. Jamás buscaba ella al hombre y raro que se iniciara la relación con juegos eróticos o que respondiera de forma activa. Debía sólo recibir y aceptar, como se dice vulgarmente, “pasiva”.
Se ríe uno de tales acontecimientos pero cuando se reflexiona y se empieza a calibrar los grados de alienación societal, así como el malevo poderío de las élites religiosas sobre el ser humano, se reconoce que es poco lo que ha cambiado y que enorme parte de tanta estupidez que hoy inunda al orbe proviene, exacto, de esa manipulación mística, de la superstición pulida y metaforizada y, particularmente, del engaño y vileza espiritual con que pícaros del alma nos prometen para futuro lo que jamás podrían entregar hoy: el paraíso.