En 1990, el escritor Mario Vargas Llosa perdió en segunda vuelta las elecciones presidenciales del Perú. Un desconocido Alberto Fujimori le ganó contundentemente y con ello, sin proponérselo, le cambió el destino al ganador del Premio Nobel de Literatura de 2010.
Mientras hoy el país andino sigue acumulando expresidentes a su registro penitenciario, Vargas Llosa envejece gozando de las mieles del reconocimiento internacional por su obra artística, algo que quizás no hubiera ocurrido si el pueblo peruano le hubiera escogido para ocupar la Casa de Pizarro. Eran días complicados, con una situación económica grave, con galopante corrupción y guerrillas de métodos terroristas acechando a lo largo y ancho del territorio.
No se puede hablar de lo que no fue ni ocurrió, pero así como el premio de la Academia sueca se alejó para siempre de las manos brillantes de Borges por razones que solo pueden explicarse políticamente, Vargas Llosa estuvo cerca de cruzar ese umbral sin retorno, que lo hubiera llevado a lugares donde solo gobierna la lesa humanidad y la barbarie... y de repente hasta a una celda, como esas que su habilidosa pluma es capaz de describir.
La historia es como es, o al menos como la cuentan quienes la vivieron y, la mayoría de las veces, cómo la interpretan quienes la registraron por escrito.
Si Napoleón primero y muchos años después Hitler no hubieran invadido Rusia y la Unión Soviética, ¿sería el mundo distinto a como es hoy? ¿Y si hubieran sido los árabes de la península ibérica quienes conquistaran el territorio americano? Es fascinante pensar en cómo muchos eventos históricos dependieron de decisiones de un solo individuo o grupo de personas, o de evoluciones alternas, para definir la realidad que hoy conocemos.
Esta semana, los norteamericanos escribieron una nueva página en su nutrida historia política reeligiendo a Donald Trump como su presidente número 47. Por segunda vez rechazaron elevar a la más alta posición de su longeva federación a una mujer -Trump ha vencido ya a dos aspirantes de grandes méritos- y prefirieron marcar un hito no menos relevante en sus registros republicanos.
El retorno a la Casa Blanca del controversial expresidente pudo haber concluido el 13 de julio de este año, de no haber sido por un movimiento leve de cabeza mientras arengaba a sus parciales reunidos en una comunidad de Pensilvania.
Un par de balas pudieron haber cambiado fatalmente el destino del político norteamericano, pero hicieron exactamente lo contrario: consolidaron su imagen y figura como la de un corajudo y afortunado individuo al que no han sido capaces de detener su propia boca y malas maneras, mucho menos ruidosos procesos judiciales y altibajos empresariales.
No fueron Rodham ni Harris las ungidas. Como no lo fueron Mondale, Dukakis ni McCain. Biden no fue reelegido, pero Trump sí. Si mi abuelita tuviera ruedas, sería bicicleta dicen los chuscos. Pero si así fuera, tampoco fuera mi abuelita. Y si Trump fuera diferente, tampoco sería hoy presidente.