Hace algunos días llegó a Honduras la exmandataria chilena Michelle Bachelet e invitó a las mujeres hondureñas a participar en política, en un país con poca presencia femenina en cargos públicos, a pesar de tener ahora una presidenta.
Más allá de esa visita -que fue alentadora-, los datos duros nos golpean el rostro al saber que en Honduras solo hay 20 mujeres entre los 298 alcaldes y 35 diputadas en un Congreso de 128 integrantes. Aunque el país está gobernado por una mujer, quienes toman las decisiones de Estado son un puñado de hombres.
Desde allí, donde se reparten los cargos y se abren espacios, se impulsa la violencia contra las mujeres en el ámbito público y político, constituyendo una de las principales barreras para su acceso y permanencia en ejercicios de liderazgo, representación y decisión.
Ese impulso en muchas ocasiones se potencia enérgicamente a través de redes sociales y medios de comunicación, pese a constituir una grave violación de los derechos humanos que afecta a la diversidad de las mujeres, no solo en Honduras, sino en todo el mundo, evidenciando que social y culturalmente estas conductas se patrocinan conscientemente o por mera sinergia.
La política, como esfera de poder y toma de decisiones, ha sido históricamente dominada por figuras masculinas. Aun con los avances significativos en la igualdad de género y la creciente participación de ellas, su relegación por el poder patriarcal sigue siendo una realidad palpable en las sociedades, muchas veces iniciada también por otras mujeres.
Es imperativo analizar cómo las estructuras de poder, las normas sociales y las instituciones políticas perpetúan la desigualdad de género, y no es una anomalía aislada, sino el resultado de un entramado de prácticas y creencias arraigadas que favorecen a los hombres, a quienes de forma obvia, en igualdad de condiciones, jamás se les señalan cosas que a las mujeres sí, mostrando una triste realidad que está lejos de superarse: el ataque a la mujer por el simple hecho de ser mujer.
Las féminas constituyen aproximadamente la mitad de la población mundial, sin embargo, su representación en los parlamentos y gobiernos no refleja esta proporción; eso no solo es un reflejo de barreras directas, como leyes discriminatorias o prácticas de exclusión, sino también de obstáculos indirectos, como los estereotipos de género y la falta de redes de apoyo para las mujeres políticas.
La educación y el currículo, que deberían ser factores determinantes para acceder a posiciones de liderazgo, casi siempre son pasados por alto cuando se trata de postulantes femeninas. Las mujeres en política enfrentan un escrutinio más intenso sobre su vida personal y sus capacidades, un rigor menos frecuente con sus homólogos masculinos. Además, las que logran superar esos obstáculos y alcanzar posiciones de poder a menudo se encuentran con el “techo de vidrio”, una barrera invisible que limita su ascenso a los niveles más altos de liderazgo.
El desplazamiento de las mujeres en la política no solo es una cuestión de justicia social, sino que también tiene implicaciones prácticas. La diversidad de perspectivas y experiencias enriquece el proceso de toma de decisiones y conduce a políticas más inclusivas y efectivas.
Sin disfraces y sin máscaras de discursos románticos, ante un nuevo proceso electoral hay que exigir la urgencia de implementar medidas que promuevan la igualdad de género en la política, esto incluye reformas legales para garantizar la paridad de género, programas de mentoría y capacitación para mujeres políticas, además de campañas de sensibilización para desafiar los estereotipos de género. También es crucial fomentar una cultura política que valore y respete las capacidades de las mujeres tanto como las de los hombres.
Aislar a las mujeres en la política es un reflejo de las desigualdades más bárbaras; enfrentemos este desafío con pasos firmes.
Solo entonces podremos avanzar hacia una verdadera igualdad de género en el ámbito político y profesional, y nadie nos va a regalar ese honor. Debemos salir a tener el Poder, o nos callamos para poder tener las migajas de los hombres de Estado.