Columnistas

Una calle llamada como un poeta

Me gustan las calles que se llaman como poetas, lastimosamente no camino por muchas. De este modo también me gustan las librerías que se llaman así, las bibliotecas, los parques, las escuelas, los colegios, las universidades, las salas de teatro e incluso me gusta que los niños lleven nombre de poeta, hasta aceptaría que fuera por casualidad. Y no me importaría que muchas personas al transitar esa calle no supieran que así se llamó un poeta.

Así como explicó Ignacio Echeverría el día que se inauguró la calle Roberto Bolaño en Girona. Una calle muy humilde, por cierto. A él (a Roberto) seguramente le habría gustado que dieran una dirección con su nombre —Roberto Bolaño 25, por ejemplo —y que nadie supiera quién era ese señor, básicamente, porque él mismo promulgaba que el destino del escritor y principalmente del poeta era el olvido.

Por aquí muy pocos lugares se llaman como un poeta, quizá porque no tengamos tantos que sean demasiado memorables. Pero pensándolo bien, hasta los más memorables son privados de tener una calle con su nombre. Y pensándolo mejor, políticos tampoco tenemos muchos que se merezcan el nombre de una calle, un barrio o una escuela y, sin embargo, los hay.

Envidio, por ejemplo, a Nicaragua. Ellos tienen su Ciudad Darío, su Teatro Nacional Rubén Darío, varios parques y calles con su nombre. Pero eso no es tan importante, yo les prestaría más atención a las papelerías, las pulperías, las zapaterías, los bares, las peleterías, los mercaditos llamados como su poeta. Estos pequeños lugares, aparentemente intrascendentes, son los que reflejan la importancia de una figura en un lugar.

Y cuando se agotan las posibilidades de llamarse Rubén Darío porque ya la competencia ha acaparado el nombre, con habilidad metonímica, como si se llevara un pequeño poeta adentro, comienzan a aparecer los lugares llamados Azul. Todo sea en nombre de la poesía.

Por supuesto, pensar en Darío es pensar en Molina. Y a pesar de que nuestro querido Juan Ramón no tenga las dimensiones que tiene el vate nicaragüense, hay quien dice que tenía poco que envidiarle. Aunque yo creo que sí, probablemente lo que más tuviera que envidiarle Molina a Darío es el destino en la memoria de sus pueblos.

Y sí, tenemos la Biblioteca Nacional Juan Ramón Molina (descuidadísima), un puente, una colonia, una que otra escuela y algún colegio. Muy poco para el poeta más grande que ha dado Honduras. Ni hablar de una ciudad llamada Molina o de que las personas nombren su pequeño emprendimiento como un poeta. Con lo lindo que se oiría decir “Soy de Molina”. Y ya si descendemos a los demás poetas la situación es peor. Pasa lo mismo con los narradores: el mismísimo Ramón Amaya Amador es un olvidado de nuestra toponimia.

¿De dónde nos surge este infame trato a los poetas? Probablemente de la infamia de despreciar la literatura. Digo yo, se me ocurre —para recuperar el terreno perdido—, que cada joven que cursa noveno grado en una institución pública, el Estado de Honduras debería regalarle una linda edición de “Tierras, mares y cielos” o quizá otro poemario según el lugar. No hay mejor edad para enamorarse de la poesía. Y claro, la próxima vez que usted tenga que bautizar un lugar, un negocio, lo que sea, no olvide que el nombre de un poeta muy probablemente sonará bien.